sábado, 20 de octubre de 2007

Trafalgar: el ocaso del Imperio

Trafalgar: el ocaso del Imperio









Fue el 21 de octubre de 1805. Sólo dos años antes, España aún había sido capaz de organizar la primera campaña internacional de salud: la expedición contra la malaria. Pero ese 21 de octubre de 1805 todo se fue al garete. Ocurrió en Trafalgar, frente a la costa atlántica de Cádiz. La flota española se consumió bajo las órdenes de un almirante francés y frente a los cañones de un almirante inglés. Nuestros barcos eran peones en una guerra ajena. Pelearon con bravura y murieron a mansalva. Hoy nos quedan los nombres de Churruca, Gravina o Alcalá-Galiano, y la memoria de un episodio trágico donde la entereza y la inteligencia de nuestros marinos no bastaron para evitar el final de la potencia española en el mar.
¿Y qué hacíamos nosotros peleando al lado de los franceses? Aquella España padecía el infortunio de hallarse bajo el gobierno de un incompetente, el rey Carlos IV de Borbón, y de su valido, Manuel Godoy. En una errática política exterior, habíamos pasado de ser aliados de los ingleses contra la Francia revolucionaria, a ser aliados de la Francia napoleónica contra Inglaterra. Cuando Inglaterra y Francia empiecen a sacudirse de lo lindo, hacia 1802, España intentará proclamarse neutral, pero Napoleón, que se ha hecho con el poder en Francia, opina que esa neutralidad es una cobardía –y con razón-, y pide compensaciones a España. Entre esas compensaciones está la de poner a su servicio nuestros ejércitos, barcos incluidos. Esa es la situación en octubre de 1805.

El peor lugar, en el peor momento

¿Por qué Trafalgar? Por azar. El gran plan estaba muy lejos de allí: en el canal de La Mancha, donde Napoleón había estacionado un imponente ejército para invadir Inglaterra: 180.000 soldados. Pero para que la invasión saliera bien, Napoleón necesitaba dominar el mar, y eso exigía que el grueso de la flota inglesa estuviera lejos. Con ese fin, la flota combinada francoespañola va a intentar una serie de maniobras que mantenga ocupados y lejos del canal a los barcos ingleses, mandados por el almirante Nelson. Esas maniobras llevarán los combates desde Jamaica hasta Galicia. En Finisterre, la flota francoespañola sufre un serio revés por los errores de su jefe, el almirante francés Villeneuve. El movimiento natural de Villeneuve, en su huida, habría sido navegar hacia el Cantábrico, pero, temeroso, decide buscar aguas más tranquilas y se refugia en Cádiz. Hasta allí acude, en persecución, la flota inglesa. Y así se preparó el escenario de la tragedia.

La situación de la flota española en ese momento era bastante calamitosa. La última gran reforma naval, la del marqués de la Ensenada, se había afrontado medio siglo atrás. Desde entonces los barcos habían envejecido mucho. La presión inglesa sobre las rutas del Atlántico habían mermado los ingresos que provenían de América; con la Hacienda de la Corona en estado caótico, mucho capitanes tenían que sufragar las reparaciones de los barcos con dinero de su propio bolsillo. Para colmo de males, una epidemia de fiebre amarilla había diezmado a las tripulaciones, de manera que hubo que llenar las naves a toda prisa con una leva forzosa de gentes sin experiencia marinera y con más miedo que hambre. Hay sobrados testimonios de los jefes españoles acerca de los temores que aquella situación les infundía: “Esta escuadra hará vestir de luto a la Nación en caso de un combate”, escribió el mayor general de la Armada, Antonio de Escaño.

Los barcos españoles estaban hechos un desastre. Si algo los sostenía era la competencia de sus jefes. Aquí hay que hablar de personalidades de un relieve imponente, hechura de los grandes marinos-científicos que había dado el XVIII español, como Ulloa y Jorge Juan. Estaba en Cádiz Federico Gravina, napolitano, 50 años, jefe de la flota de guerra española, con abundante experiencia militar y diplomática, admirado tanto en Gran Bretaña como en Francia. Estaba también Cosme Churruca, vasco de Motrico, 44 años, excelente marino de guerra, pero también matemático, geógrafo, astrónomo. Estaba Dionisio Alcalá-Galiano, cordobés de Cabra, 45 años, que había participado en la expedición científica de Malaspina y buscado el paso del Noroeste más allá de Alaska, y que inventó el procedimiento de hallar la latitud por observación astronómica. Estaba Francisco Alcedo y Bustamante, santanderino, de 47 años, un marino de guerra de pura cepa. Todos ellos morirán en Trafalgar.

Mientras los españoles intentaban a toda prisa adiestrar a unas tripulaciones inexpertas y mal dotadas, en el campo francés había movimientos inquietantes. La huida de Villeneuve hacia el sur ha apartado a los barcos ingleses del Canal de La Mancha, donde aguarda el ejército invasor de Napoleón, pero también ha dejado a éste sin barcos franceses para que le cubran la invasión de Inglaterra. Sobre la marcha, Napoleón, que jamás entendió la guerra naval, decide que la flota combinada, ya que está en el sur, vaya a sitiar Nápoles, pero decide también relevar a Villeneuve por incompetente. Villeneuve se entera, por supuesto, y se ve en la tesitura de intentar un último gesto para salvar su fama ante el emperador.

Los españoles tenían razón

A bordo de la nao capitana de Villeneuve, el Bucentauro, se suceden las reuniones borrascosas. Villeneuve quiere abandonar Cádiz y salir al encuentro de los ingleses. Los españoles intentan por todos los medios que tal cosa no ocurra. Las flotas francesa y española suman más barcos que la inglesa, pero nadie ignora que los ingleses tienen más potencia de fuego y capacidad de maniobra, y que sus tripulaciones son mucho más expertas. Además, el invierno está encima. La opinión de los mandos españoles era clara: quedarse en Cádiz, obligar a los ingleses a mantener los bloqueos en Cádiz, Cartagena y Tolón, y por esa vía, desgastar al enemigo.

Pero el que estaba al frente era Villeneuve, y éste tenía otros problemas: sabía que el emperador le detestaba y él quería demostrar, con una gran victoria, que nadie podría disputarle el mando de la Armada francesa. De manera que Villeneuve terminó ordenando la salida. ¿Por qué? En realidad, porque sólo esperaba la menor excusa para hacerlo. Esa excusa se la sirvió un informe de sus servicios de inteligencia: varios barcos ingleses habían tenido que abandonar sus líneas para hacer reparaciones. Villeneuve quiso creer que aquello dejaba debilitada a la escuadra de Nelson. Salió. Y fue su perdición.

Respecto a lo que fue la batalla propiamente dicha, podemos limitarnos a resumir los acontecimientos, y que nos disculpen los expertos en la materia si el resumen es apresurado. Nelson movió sus barcos en dos grupos, a modo de columnas, con el propósito de romper las líneas francoespañolas entre la vanguardia y el centro, y entre el centro y la retaguardia. Los británicos tenían por objetivo concentrar el ataque en las naves capitanas enemigas. Villeneuve, el almirante francés, ordenó virar en redondo para tener cerca Cádiz en caso de derrota. Pero con ese movimiento desorganizó las líneas de la escuadra francoespañola, dejando grandes claros por donde penetraron los barcos enemigos.

Los ingleses pudieron penetrar en los puntos más sensibles de las líneas francoespañolas y, literalmente, cercar a sus navíos principales, mientras buena parte de los barcos quedaban forzosamente lejos del combate, inactivos. Así, aunque los ingleses son menos, en realidad son más. La carnicería es tremenda. Los barcos tocan sus costados. Se combate a tiros de fusil y a cañonazos. Un tirador francés hiere mortalmente a Nelson. A Gravina le vuela un brazo; esa herida terminará matándolo meses después. A Francisco Alcedo le destroza una bala de cañón; antes de morir, el santanderino aún tiene fuerzas para ordenar: “¡He dicho que orcen, que yo quiero arrimarme más a ese navío de tres puentes, batirme a quemarropa y abordarle!”.Alcalá Galiano es literalmente acribillado en su puesto de mando, pero se mantiene en pie hasta el final: un balazo le dobla el sable, que se le clava en la pierna; después recibe un astillazo en la cara que le hace perder mucha sangre; otra bala le arrebata el catalejo de las manos; por último, un proyectil de cañón de mediano calibre le destroza la cabeza. En cuanto a Churruca, lo barre una bala de cañón, que le arranca una pierna. El vasco se levanta: “¡Esto no es nada! ¡Siga el fuego!”. Churruca moría desangrado pocos minutos después.

Inmediatamente después de la batalla se desencadenó una tempestad cuyos efectos serían casi tan terribles como los del combate, por la cantidad de barcos que embarrancaron o naufragaron en las costas cercanas. Al final, el balance fue espantoso. Quienes peor parte llevaron fueron los franceses: murieron unos 3.400, casi el 25% de sus hombres. Las bajas de los ingleses fueron muy limitadas: 449 muertos. En cuanto a los españoles, hubo 1.022 muertos y 1.383 heridos de un total de 11.847 combatientes. Villeneuve fue apresado por los ingleses. Devuelto a Francia, se le halló muerto, cosido a puñaladas, camino de París; alguien le asesinó, pero la versión oficial sostuvo que se trató de un suicidio. Parece que Napoleón dio orden de “suicidarlo”. Por cierto que Napoleón supo sacar bien por mal y hacer de la necesidad virtud. Con la flota arruinada, reutilizó a las tropas que tenía aguardando para invadir Inglaterra, las envió hacia el Este y ganó a rusos y austriacos la batalla de Austerlitz.

Trafalgar fue una catástrofe para España por su impacto psicológico, por la calidad de los marinos que allí murieron y porque marcó sin duda posible el fin de la potencia naval española: hasta entonces nuestra Marina, aun con serios problemas financieros y técnicos, había podido sostener la fuerte rivalidad inglesa, pero, después de Trafalgar, la hegemonía naval española se disolvía para siempre. De algún modo Trafalgar rubrica, con sangre, el final del viejo imperio, ese final que estaban escribiendo, con su incompetencia, el rey Carlos IV y Godoy. A nosotros nos queda la tarea dolorosa de recordar el valor de unos hombres que pelearon y murieron por sentido del deber y del honor, aun sabiendo que se enfrentaban a una derrota segura.

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