miércoles, 24 de octubre de 2007

Islam y razón: una posibilidad de diálogo

Islam y razón: una posibilidad de diálogo













Ciento treinta y ocho líderes musulmanes han escrito una carta dirigida al Papa y a los responsables de las principales comunidades cristianas en el mundo bajo el título "Una palabra común entre nosotros y vosotros", a propósito del discurso de Benedicto XVI el pasado año en Ratisbona. Se abre así una posibilidad de diálogo entre la razón y el islam. Dos profesores de Teología, ambos ingleses, han escrito una interesantísima reflexión sobre el asunto. Primera afirmación: el progresismo no es el camino; segunda: los musulmanes deben renovar el sufismo. Grandes cuestiones de fondo.


La estrategia que se propone “ganarse los corazones y las mentes de la comunidad musulmana” apelando a la corriente moderada dentro del islam está condenada al fracaso debido a dos premisas totalmente equivocadas. La primera es que toda cultura y religión quiere llegar a ser como el Occidente secular. Segunda, que la resistencia de Occidente a la secularización se alimenta de motivaciones falsas, y que por tanto se pueden ignorar legítimamente.

El progresismo no es el camino

En la práctica, este tipo de aproximación margina al islam tradicional en favor de una versión “progresista” que le roba las características y posiciones que le son propias. La prueba de su integración está en si los musulmanes quieren ser como “nosotros”. No es sorprendente que muchos jóvenes musulmanes vivan cada vez más alienados por una cultura secular que impone la trasgresión moral de normas y tabúes.

Básicamente, las políticas actuales no funcionan porque fallan al identificar la causa real de la radicalización y el fanatismo. Actualmente la violencia islámica tiene una naturaleza religiosa. Su origen está en las escrituras islámicas y en la destrucción de las escuelas medievales tradicionales que dictaban su interpretación. El Corán contiene claros mandamientos penales contra apóstatas, idólatras y aquellos que desafían la supremacía territorial musulmana. Pero, aunque los textos sagrados santifican la violencia, la codifican, limitan su ámbito y su aplicación. Por consiguiente, no hay legitimación en el islam clásico para bombas suicidas o masacres gratuitas de inocentes. Y puesto que existen cuatro escuelas tradicionales de interpretación religiosa, que varían en función del tiempo y lugar, lo que constituye una práctica correcta del islam cambia según normas y costumbres locales. Como tal, el islam tradicional prohíbe el Estado totalitario que Al Qaeda quiere imponer.

Por ejemplo, si el islam recuperase la práctica tradicional de la ijtihad, un proceso de reinterpretación textual que sustituye la literalidad escrita por una lectura alegórica del Corán, más medieval, los fieles musulmanes estarían en condiciones de distinguir entre las leyes inmutables de Dios y las mutables interpretaciones humanas.

Vale la pena decir todo esto porque lo único que puede hacer frente al terrorismo islámico es el propio islam y no el progresismo liberal. Los que han abandonado el terrorismo lo han hecho porque se han dado cuenta de que la variante del islam por la que estaban matando era la occidental: moderna y secular. La demostración de la naturaleza esencialmente blasfema del fundamentalismo contemporáneo es fundamental para desprogramar a los adeptos.

Retorno al sufismo

Sin embargo, el mero renacimiento del islam clásico no es suficiente. Desde que la fe está separada de la razón y de la naturaleza, se ha convertido en un fenómeno autosuficiente que invalida todas las demás posibilidades. Lo que se necesita realmente es la vuelta al sufismo, una práctica previa común a todas las formas de fe y que hace hincapié en la naturaleza mística e ignota de Dios, y su trascendencia a todas las formas de conocimiento humano. Este reconocimiento priva al fundamentalismo islámico de su principal arma: que conoce la voluntad de Dios, lo que justifica su empeño de imponerla en la tierra.

Una renovación del sufismo podría ayudar al islam a ampliar su comprensión de la autoridad más allá de sus gobernantes y ulemas, para pasar a incluir a la sociedad civil. Esto también permitiría a la sociedad musulmana hacer frente a las aseveraciones fundamentalistas de los predicadores heréticos apoyándose en un credo razonable.

MANUEL II PALEÓLOGO

En una de esas estancias mantuvo el diálogo que refleja en la presente obra. En torno a 1390-1391, Manuel se encontraba como rehén en la corte del sultán turco Bayaceto I. Huyó de allí para ser coronado. La familia Paleólogo, originaria de Macedonia, irrumpió en la aristocracia bizantina a mediados del siglo XI. Fue muy influyente durante el reinado de la familia Comneno. A partir de Miguel VIII, en 1263, se instaló en el trono imperial, y junto a él permaneció hasta la conquista turca en 1453. Tras la derrota, la familia se dispersó. No obstante, aún encontraremos Paleólogos en Mistra y en Montferrato, en el Piamonte italiano, hasta el siglo XVI.

Porfirogéneta (de porphyros, púrpura) es el término que designa a los miembros de la familia imperial de Oriente nacidos de un padre reinante en ese momento.

Déspota: aunque el término ha cobrado una significación negativa en la cultura posterior, «déspota» (del griego despotés, «dueño») es el término que inicialmente designaba a los soberanos de Oriente. Más tarde se convirtió en un título de la jerarquía de la Corte, generalmente acompañado de un gobierno de provincia o un señorío, y después se otorgó a los príncipes de sangre real. A Teodoro Paleólogo, hermano de Manuel, no sólo le correspondía ese título por nacimiento, sino que además era déspota de Mistra.

El Mudarris se refiere a la controversia sexta, cuyo tema de discusión era el paralelismo entre Moisés y Mahoma. Con frecuencia se encontrará en el texto la expresión «como tú has dicho antes», y ello tanto en boca del Mudarris como de Manuel. En todos los casos se refieren a las controversias mantenidas en jornadas precedentes, que la presente edición no recoge. Respecto a la localización de las entrevistas, Ancira es el nombre clásico de Ankara, la actual capital turca, entonces cabeza de la Galacia, región así llamada por el origen celta de sus habitantes históricos, los gálatas.

Cuando se hubieron sentado en torno a nosotros, según lo acostumbrado, abordé el asunto de la siguiente manera: «La ley de Moisés viene de Dios. Eso queda demostrado por la multitud de sus milagros sobrenaturales. Pues Moisés no habría podido hacer tales prodigios, que superan la naturaleza, si sus leyes no le hubieran sido comunicadas por Dios. Y Dios manifiestamente ha honrado esta ley con constantes obras y palabras; no sólo por aquellas con las que ha glorificado al legislador antes, durante y después de la promulgación de la Ley, sino también por el hecho de que, por así decirlo, odiaba y rechazaba a aquellos que no la observaban, y si alguno la despreciaba, él mismo lo despreciaba y le infligía el conveniente castigo. »Pero yo pretendo enseñarte de forma clara y breve la diferencia entre las dos Leyes [la cristiana y la musulmana]. »Casi todos los hombres se dividen en tres grupos: el de Moisés, el de Cristo y el de aquel al que tú no temes comparar con quien ha visto a Dios. Pero vuestra Ley es la única que a ojos de todos, y desde todos los puntos de vista, no tiene nada de sano.

»Considera esto: Vosotros decís que la Ley de Moisés ha descendido de Dios y que la nuestra es sin duda aún mejor que ésta. De modo que vosotros juzgáis buenas a las dos. Pero preferís la vuestra, que no es alabada por nadie, sino desacreditada por todos. »He aquí la prueba: Si se preguntara al conjunto de los hombres cuál es la mejor de todas las Leyes y cuál es la peor, todos afirmarían esto: la suya es la mejor, pero la de Mahoma es la peor. Planteamos esto a modo de suposición, pero tú no ignoras que ésa es la verdad. Y si pretendieras desdeñar la opinión de todos los hombres, tomándolos por enemigos, razonarías mal. El testimonio que cada cual da sobre sí mismo, seguramente hay que juzgarlo como inconveniente, y como inválida su opinión; pero el testimonio y la opinión del conjunto de los hombres, si resulta que son convergentes, deben ser admitidos, sea cual fuere el asunto considerado.

»De modo que a tu Ley no se la puede llamar propiamente Ley, ni situar a quien la estableció en el rango de los legisladores. Y ello porque los artículos más importantes de esta nueva Ley son más antiguos incluso que la legislación de Moisés. Pues poseen un origen muy lejano y no es Mahoma quien los ha ins-

Cuando Manuel habla de «nuestra Ley» se refiere, evidentemente, a la Ley de Cristo, posterior a la de Moisés y anterior a la de Mahoma. »Pero creo que debo explicarme más claramente. Según decís, de tres opciones posibles, una debe necesariamente suceder a los hombres en la Tierra:

– o someterse a la Ley,

– o pagar tributos y ser reducidos a la esclavitud,

– o, a falta de la una y la otra, ser pasados sin consideración por la espada.

»Pero esto es completamente absurdo. ¿Por qué? Porque Dios no puede complacerse en la sangre y porque no actuar razonablemente es algo ajeno a Dios.

Lo que dices sobrepasa, o casi, los límites de la sinrazón. Para empezar, en efecto, ¿no es absurdo que se pueda comprar con dinero la facultad de llevar una vida impía y contraria a la Ley?8

Es la célebre referencia a las disposiciones del Corán sobre la Guerra Santa (Corán, 9) que, por otro lado, tanta polémica ha despertado cuando Benedicto XVI citó este pasaje.

Manuel opera aquí la refutación de la espada por la razón; es el argumento que recupera Benedicto XVI en su discurso de Ratisbona.

La alusión del Paleólogo a los que pagan la impiedad con dinero es, en realidad, una reducción al absurdo: trata de hacer patente la inconsistencia del comportamiento político-religioso del Imperio otomano —y de sus predecesores islámicos—, que por un lado abordaban la guerra santa contra el infiel, pero, por otro, aceptaban que territorios infieles solventaran el problema mediante el pago de tributos. En efecto, si lo que justifica la guerra en el islam es la impiedad del enemigo, no tiene sentido tolerar que otros enemigos compren su derecho a la impiedad con el oro de los tributos.

En efecto, desprenderse de la aberración de la idolatría, repudiar el politeísmo, creer en un solo Dios creador, recibir la circuncisión como signo de la fe y todos los otros puntos semejantes, son cosas que ya Abraham estableció sin Escritura. Después Moisés las consignó por escrito y las promulgó, añadiendo cuanto Dios mismo le transmitió y ordenó. Así pues, es claro que esta Ley más reciente ha tomado y reanudado los fundamentos y principios de la más antigua, y no al revés. Porque ¿cómo podría lo más antiguo ser tributario de lo más reciente? No hacen falta muchos discursos para demostrarlo. Pero ¿por qué hablo siquiera de fundamentos y principios, cuando la verdad es que lo que más perfecto parece en tu Ley, todo aquello en lo que, según parece, tu Ley consiste, está manifiestamente tomado de la Ley antigua? Nada nuevo se encuentra en ella, sino que las mismas cosas han sido dichas dos veces o, más bien, han sido descaradamente copiadas. Pues muéstrame qué ha instituido Mahoma que sea nuevo: nada encontrarás que no sea malvado e inhumano, como

Éste va a ser un argumento central del Paleólogo a lo largo de toda la discusión: la inferioridad de la Ley de Mahoma residiría, en buena medida, en su retorno a la Ley de Moisés y a preceptos incluso anteriores a ésta. Lo que necesita quien desee llevar a alguien a la fe, es una lengua hábil y un justo pensar, no la violencia, ni la amenaza, ni arma alguna que hiera o golpee. Cuando hay que someter a una naturaleza no razonable, no se puede recurrir a la persuasión; del mismo modo, para persuadir a un alma razonable, no se puede recurrir a la fuerza del brazo, ni al látigo ni a ninguna otra amenaza de muerte.

»Quien use de la violencia no puede excusarse diciendo que no es por su propia voluntad, sino porque Dios se lo ordena. Si fuera bueno atacar con la espada a los que son totalmente increyentes, y si esto fuera una ley de Dios descendida del cielo —como sostiene Mahoma—, sin duda habría que matar a todos los que no abrazan esta Ley y esta predicación. Porque, en efecto, es muy impío comprar la piedad con dinero, seguro que estás de acuerdo conmigo. Pero si eso no es bueno, matar es todavía peor.

»Sin embargo, si resulta que Mahoma ha añadido algo a la Ley de Moisés, tú te apresuras a llamar a eso Ley. Y no te contentas con hablar así, sino que exiges que se prefiera esta Ley a las que la han precedido. ¿En virtud de qué? Ni siquiera es justo llamarla Ley. »Porque, en efecto, las mismas cosas que permiten considerarla como Ley, son las que, por otro lado, la privan de ese carácter. Una de las propiedades de la Ley es la de establecer nuevas prescripciones agradables a Dios. Pero la vuestra hace alarde de prescripciones que ha tomado prestadas. Así que si le quitáramos los artículos más antiguos, le pasaría lo mismo que al grajo de la fábula: se le ponen plumas de todo tipo, se las quitamos después, y ya es otra vez un grajo

»Si esto es así, todo el mundo juzgará que vuestra ley —llamémosla Ley por darte placer— es inferior a la de los judíos. Y si es inferior a ésta, aún más lo será a la Ley de Cristo, la cual, según vuestra opinión y según la opinión de todos, es abundantemente superior a la de los judíos.»

Es una antiquísima fábula que entre nosotros recogió, por ejemplo, Samaniego bajo el título «El grajo vano» (Fábula XVIII). Dice así: «Con las plumas de un pavo / un Grajo se vistió. Pomposo y bravo / en medio de los pavos se pasea: / La manada lo advierte, lo rodea; / todos le pican, burlan y lo envían, / ¿dónde, si ni los grajos lo querían? / ¿Cuánto ha que repetimos este cuento, / sin que haya en los plagiarios escarmiento?». El reproche mayor de Manuel a Mahoma es, en efecto, haber plagiado a Moisés



Una palabra común entre nosotros y vosotros

En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso

Los musulmanes y los cristianos forman juntos más de la mitad de la población mundial. Sin paz y justicia entre estas dos comunidades religiosas no puede haber una paz significativa en el mundo. El futuro del mundo depende de la paz entre musulmanes y cristianos.

La base para esta paz y comprensión ya existe. Forma parte de los principios más fundamentales de ambos credos: el amor por el único Dios y el amor por el prójimo. Estos principios se encuentran reafirmados una y otra vez en los textos sagrados del Islam y del cristianismo. Así, la Unidad de Dios, la necesidad de amarlo y la necesidad de amar al prójimo son el terreno común entre el Islam y el cristianismo. A continuación pueden verse algunos ejemplos:

Sobre la unidad de Dios, Dios dice en el Sagrado Corán: “Di: Él es Dios, el Uno / Dios, suficiente a Sí mismo” (Al-Ikhlas, Sura de la sinceridad 112, 1-2). Sobre la necesidad del amor de Dios, Dios dice en el Sagrado Corán: “Así invoca el nombre de tu Señor y se devoto a Él con una devoción total” (Al-Muzzammil, Sura del envuelto en el manto 73). Sobre la necesidad del amor por el prójimo, el profeta Muhammad (la Paz y Bendiciones sean sobre él) dijo: “Ninguno de vosotros tiene fe hasta que no ama por el prójimo lo que ama por sí mismo”.

El Nuevo Testamento, Jesucristo (sobre él la paz) dijo: “Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno, y tú amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Este es el primer mandamiento. Y el segundo es este: Tú amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos” (Marcos 12, 29-31).

En el Sagrado Corán, Dios Altísimo ordena a los musulmanes transmitir el siguiente reclamo a los cristianos (y judíos – la Gente del Libro):

“Di: ¡Oh, Gente del Libro! Venid a un acuerdo entre nosotros y vosotros: que no adoremos a otros sino a Dios, y no asociemos a Él cosa alguna, y que ninguno de nosotros escoja otro señor junto a Dios. Y si ellos no aceptan decid a ellos: Den testimonio de que somos aquellos que se han dado completamente a Él” (Aal ‘Imran, Sura de la familia de ‘Imran 3:64).

Las palabras: “no asociamos a Él cosa alguna” se refieren a la unidad de Dios y las palabras: “no adoramos a otro sino a Dios” son referidas a ser completamente devotos a Dios. Por lo tanto ellas se refieren todas al “primer y más grande mandamiento”. Según uno de los más antiguos y más autorizados comentarios del Sagrado Corán, las palabras “ninguno de nosotros escoja otros señores junto a Dios” significan que “ninguno de nosotros debería obedecer a otros desobedeciendo a lo que Dios ha ordenado”. Esto se refiere al segundo mandamiento porque justicia y libertad de religión son aspectos centrales del amor al prójimo.

Así, en la obediencia al Sagrado Corán, como musulmanes, invitamos a los cristianos a encontrarse con nosotros sobre la base de lo que nos es común, que es también lo que hay de más esencial en nuestra fe y práctica: dos mandamientos de amor.

Recopilación Alvaro Kröger

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