sábado, 20 de octubre de 2007

Heidegger transforma toda nuestra visión del mundo

Heidegger transforma toda nuestra visión del mundo









Vayamos al fondo último del pensamiento de Heidegger, a su quintaesencia. Preguntémonos, al cumplirse el 26 de mayo pasado, el 30.º aniversario de su muerte: ¿por qué su filosofía es tan profundamente novedosa? ¿Qué es lo que semejante pensamiento –el del mayor filósofo del siglo xx– transforma radicalmente? Lo que, interrogándolo, impugna es nada menos que toda nuestra tradición metafísica inaugurada a partir de Platón y Aristóteles. Es decir, toda nuestra tradición filosófica, religiosa y “cultural”: todo aquello que da aliento último a nuestra manera de ser y de sentir. Esto es, la idea de que existe –y si no existiera, todo se hundiría– un principio que vertebra y da sentido al mundo, que da razón última de las cosas; un “principio” real, consistente, existente: el Ser Supremo de los filósofos, el Dios de los creyentes…o el Ser no menos supremo –denominado “Hombre”– que la incrédula modernidad le sustituye.

Tales son las formas que ha revestido este “Gran Fundamento” con el cual los hombres han tratado de escapar siempre –salvo en la Grecia presocrática, precisaría Heidegger– a nuestra finitud. Pero cualesquiera que sean tales formas, todas nos suman en el error o, mejor, en la errancia. El “Gran Fundamento” es falso porque pretende dar razón de todo… cuando jamás podrá dar la menor razón de sí mismo. Ni siquiera lo pretende, por lo demás, pues lo propio de cualquier Fundamento Primero (si no, ya no sería primero, sino derivado… y así hasta el infinito) es que se instaura o fundamenta a sí mismo, es causa sui: causa de él mismo.


Así es como nos vemos abocados al hecho, tan portentoso como fascinante, de que las cosas son, el mundo es, todo está radiante de sentido y significación…, y nada sin embargo nos indica ni nos puede indicar la verdadera razón, la causa última de que las cosas sean. El problema, sin embargo, no está ahí. El problema no radica en el “misterio” que late en el fondo de esta maravilla por la cual las cosas son –es decir, están dotadas de presencia y significación. El problema no es el misterio por el cual (digámoslo con palabras de Heidegger) “existe algo en lugar de nada”. El problema no consiste en la conjunción de este misterio y de esta presencia, sino en el empecinamiento en no ver tal conjunción, en no asumirla: en los mil subterfugios con los que, en todas las épocas –y más que en ninguna en la nuestra– todo ello se ha intentado encubrir.

Conjunción de misterio y de presencia, de ocultación y de desvelamiento, decía: tal es la esencia misma de la verdad. Tal es, explica Heidegger, la esencia de esa verdad que nos resulta bien extraña, emperrados como estamos en confundir verdad y veracidad; en confundir la verdad que, desvelando y ocultando lleva al mundo, con la veracidad que, sólida y unívoca, lleva la mayoría de las cosas empíricas y fundamenta, al menos en parte, el saber científico-técnico. Sólo así, sólo mediante esta extraordinaria conjunción de contrarios efectuada a la manera de su maestro Heráclito de Éfeso, consigue Heidegger no caer jamás en el nihilismo en el que, sin embargo, sería tan fácil caer; en el nihilismo en el que, con su Voluntad de Poder como causa última, cayó Nietzsche, el otro gran iconoclasta; en el nihilismo, en suma, que nos acecha cuando, haciendo saltar por los aires el principio de no contradicción, decimos, como dice Heidegger, que el desvelamiento de la verdad conlleva su ocultación, o que en la ausencia misma del fundamento estriba la fundamentación de cuanto es.


Tal vez hubiera caído en el nihilismo, tal vez no hubiera podido Heidegger sostener toda esta extraordinaria tensión en que consiste su pensamiento, si se hubiese empeñado en mantener la filosofía en los cauces de la ciencia; en la senda de ese pensamiento científico que la ha guiado desde que Platón, después de expulsar a los poetas de su ciudad ideal, escribiera en el frontispicio de su Academia: “Nadie entra aquí si no es geómetra”. Es todo lo contrario lo que hace Heidegger –he ahí su gran innovación metodológica– cuando se pone a la escucha del decir poético y de la obra de arte en general, cuando se pone a dialogar con esa “donación inicial” –dirá en su famoso Holzwege– que el arte encarna, con ese “proyecto que nunca se plasma ni en el vacío y lo indeterminado, ni hacia ellos”.

¿Puede un proyecto como el que implica el pensamiento de Heidegger plasmarse en algo más que en un pensamiento? ¿Puede semejante forma de pensar marcar de algún modo nuestros días y nuestras vidas? Ciertamente no en lo inmediato. Un pensamiento como el que acabo de condensar es de todo punto extemporáneo: llega fuera de tiempo, antes de hora. Los tiempos aún no están ciertamente maduros para recibirlo. Siempre ha sucedido así, por lo demás, en la relación que los pensamientos decisivos guardan con el tiempo y sus hombres: siempre llegan demasiado pronto. Como llegó demasiado pronto, antes de que cuajara en lo que desgraciadamente acabó cuajando, el pensamiento, por ejemplo, de la Ilustración.


¿Puede suceder algo parecido con un pensamiento como el que inaugura Heidegger? No lo sabemos. Sólo sabemos que algo así es indispensable si queremos que una nueva forma de pensar y de sentir, desde la ciencia hasta la religión, pasando por la política y el arte, nos saque del marasmo en el que estamos; es decir, nos abra las puertas de esa pequeña esperanza que el propio Heidegger dejaba entrever cuando, en su famosa entrevista póstuma publicada en el Spiegel, decía de manera enigmática que “sólo un dios puede salvarnos”.

Alvaro Kröger

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