miércoles, 31 de diciembre de 2008

Los hombres que no amaban a las mujeres

Los hombres que no amaban a las mujeres

MILLENNIUM 1

Stieg Larsson

Prólogo

Viernes, 1 de noviembre

Se había convertido en un acontecimiento anual. Hoy el destinatario de la flor cumplía ochenta y dos años. Al llegar el paquete, lo abrió y le quitó el papel de regalo. Acto seguido, cogió el teléfono y marcó el número de un ex comisario de la policía criminal que, tras jubilarse, se había ido a vivir a orillas del lago Siljan. Los dos hombres no sólo tenían la misma edad, sino que habían nacido el mismo día, lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias, sólo podía considerarse una ironía. El comisario, que sabía que la llamada se produciría tras el reparto del correo, hacia las once de la mañana, esperaba tomándose un café. Ese año el teléfono sonó a las diez y media. Lo cogió y dijo «hola» sin más.

—Ya ha llegado.

—Y este año, ¿qué es?

—No sé de qué tipo de flor se trata. Haré que me la identifiquen. Es blanca.

—Sin ninguna carta, supongo.

—No. Nada más que la flor. El marco es igual que el del año pasado. Uno de esos marcos baratos que puede montar uno mismo.

—¿Y el sello de correos?

—De Estocolmo.

—¿Y la letra?

—Como siempre: letras mayúsculas. Rectas y pulcras.

Con esas palabras ya estaba todo dicho, así que permanecieron callados durante algo más de un minuto. El ex comisario se reclinó en la silla, junto a la mesa de la cocina, chupeteando su pipa. Sabía perfectamente que yam nadie esperaba de él que hiciera la pregunta del millón, esa que pondría de manifiesto su gran ingenio y arrojaría nueva luz sobre el caso. Eso ya pertenecía al pasado; ahora la conversación entre los dos viejos se había convertido más bien en un ritual en torno a un misterio que nadie en el mundo tenía el más mínimo interés por resolver.

El nombre latino era Leptospermum (Myrtaceae) rubinette. Se trataba de una planta bastante insignificante, con pequeñas hojas parecidas a las del brezo y una flor blanca, de dos centímetros, con cinco pétalos. En total tenía unos doce centímetros de alto.

La especie era originaria de los bosques y las zonas montañosas de Australia, donde crecía entre grandes matas de hierba. En Australia la llamaban Desert Snow. Más tarde, una especialista de un jardín botánico de Uppsala constataría que se trataba de una flor poco común, raramente cultivada en Suecia. En su informe, la botánica explicaba que la planta estaba emparentada con la Leptospermum flavescens y que a menudo se confundía con su prima, la Leptospermum scoparium, considerablemente más frecuente, que crecía por doquier en Nueva Zelanda.

La diferencia, según la experta, consistía en que la Rubinette presentaba, en los extremos de los pétalos, un pequeño número de puntos microscópicos de color rosa, que le daban un tono ligeramente rosáceo.

En general, la Rubinette era una flor asombrosamente humilde. Carecía de valor comercial. No poseía ninguna propiedad medicinal conocida ni provocaba efectos alucinógenos. No era comestible, tampoco servía como condimento y resultaba inútil para fabricar tintes vegetales.

En cambio, tenía cierta importancia para los aborígenes de Australia, quienes, por tradición, consideraban sagradas la región de Ayers Rock y su flora. Por lo tanto, el único objeto existencial de la flor parecía ser el de alegrar el paisaje con su caprichosa belleza.

En su informe, la botánica de Uppsala comentaba que si la Desert Snow era rara en Australia, en Escandinavia resultaba simplemente excepcional. No había visto jamás un ejemplar, pero, tras consultar a unos colegas, pudo saber que se habían realizado intentos de introducir la planta en unos jardines de Gotemburgo y que, quizá, a título individual, fuera cultivada en pequeños invernaderos por amantes de las flores y aficionados a la botánica. Las dificultades de su cultivo en Suecia se debían a que requería un clima suave y seco; además, debía estar en el interior durante la época invernal. El suelo calizo resultaba inapropiado y, por si fuera poco, necesitaba que el agua se le suministrara desde abajo, para que la absorbiera la raíz directamente. En fin, exigía muchas atenciones.

En teoría, el hecho de que se tratara de una flor poco común en Suecia tendría que haberle facilitado el rastreo de su procedencia, pero en la práctica resultaba una tarea imposible. No había registros en los que buscar ni licencias que examinar. Nadie sabía cuántos botánicos o jardineros anónimos habrían intentado cultivar una planta tan delicada; podía tratarse de una sola persona o de centenares de aficionados que tuvieran semillas o plantas. Éstas quizá habían sido compradas personalmente o por correo a algún floricultor o jardín botánico de cualquier lugar de Europa. Incluso cabía la posibilidad de que se hubieran recogido directamente durante algún viaje a Australia. En otras palabras, identificar a esos cultivadores entre los millones de suecos con un pequeño invernadero o una maceta en la ventana del salón era una misión imposible.

Aquella flor tan sólo era una más de la larga serie de misteriosas flores que siempre llegaban en un sobre acolchado el 1 de noviembre. La especie variaba todos los años, pero siempre se trataba de flores hermosas y, en general, relativamente raras. Como de costumbre, la flor estaba prensada, puesta meticulosamente sobre un papel de acuarela y enmarcada con un cristal y un marco sencillo de 29 x 16 centímetros.

El misterio de las flores nunca llegó a ser conocido por los medios de comunicación ni por el público, sino tan sólo por un reducido círculo de personas. Tres décadas antes, la llegada anual de la flor había sido objeto de análisis no sólo por parte de expertos en huellas dactilares y grafólogos del Laboratorio Nacional de Investigación Forense e investigadores de la policía criminal, sino también por parte de un grupo de familiares y amigos del destinatario. Ya sólo quedaban tres personajes en escena: el anciano que cumplía años, el ex comisario y, naturalmente, el desconocido que enviaba el regalo. Además, como los dos primeros tenían una edad muy avanzada, y ya iba siendo hora de que se fueran preparando para lo inevitable, pronto el círculo se vería aún más reducido.

El ex comisario era un perro viejo bastante curtido. Jamás se olvidaría de su primera intervención, que consistió en arrestar a un guardagujas ferroviario, completamente borracho, antes de que provocara una desgracia.

Durante su carrera profesional había enchironado a cazadores furtivos, maltratadores de mujeres, estafadores, ladrones de coches y conductores ebrios. Había tratado con ladrones y atracadores, camellos, violadores y, por lo menos, con un dinamitero medio loco. Había participado en nueve investigaciones de asesinatos u homicidios.

Cinco de ellos fueron el típico caso en el que el mis - mo homicida llama a la policía y, lleno de remordimientos, confiesa que ha matado a su mujer, a su hermano o a algún otro allegado. Tres casos llegaron a ser objeto de investigaciones más amplias; dos se resolvieron en el plazo de dos o tres días y uno, con la ayuda de la Brigada Nacional de Homicidios, al cabo de dos años.

El noveno caso había quedado resuelto desde un punto de vista policial; es decir, los investigadores sabían quién era el asesino pero las pruebas no eran determinantes, de modo que el fiscal decidió no presentar cargos.

Al cabo de algún tiempo, para gran indignación del comisario, el caso prescribió. No obstante, al volver la vista atrás el comisario podía contemplar, en su conjunto, una impresionante carrera, razón por la cual debería sentirse satisfecho con lo que había conseguido.

Pero se sentía cualquier cosa menos satisfecho. El comisario tenía una espina clavada con el caso de las flores prensadas, el frustrante caso sin resolver al que, sin lugar a dudas, había dedicado más tiempo.

La situación resultaba más absurda aún porque, tras haberse sumido literalmente miles de horas en profundas cavilaciones tanto de servicio como en su tiempo libre, ni siquiera era capaz de determinar con seguridad que se hubiera cometido un crimen. Los dos hombres sabían que la persona que había enmarcado la flor había usado guantes; por eso no se detectaban huellas dactilares ni en el marco ni en el cristal. Sabían que sería imposible dar con el remitente. Sabían que el marco podía comprarse en cualquier tienda de fotografía o papelería del mundo. Simplemente no había por dónde empezar. Y el sello de correos variaba; la mayoría de las veces era de Estocolmo, pero en tres ocasiones provino de Londres, dos de París, otras dos de Copenhague, una vez de Madrid, una de Bonn, y otra, el sello más desconcertante de todos, de Pensacola, Estados Unidos. Mientras todas las demás ciudades eran capitales conocidas, Pensacola les resultó tan desconocida que el comisario tuvo que buscarla en un atlas.

Tras despedirse, el hombre que cumplía años se quedó sentado un largo rato contemplando la bella flor, desprovista de significado, originaria de Australia, y cuyo nombre seguía sin conocer. Luego levantó la mirada hacia la pared situada detrás de su mesa de trabajo. Allí colgaban cuarenta y tres flores prensadas y enmarcadas, dispuestas en cuatro filas de diez cuadros cada una, más una fila inacabada, con sólo cuatro. En la fila superior faltaba una flor; el lugar número nueve estaba vacío. La Desert Snow se convertiría en el cuadro número cuarenta y cuatro.

No obstante, por primera vez ocurrió algo que no se ajustaba a la pauta de los anteriores años. De pronto, inesperadamente, el viejo rompió a llorar. Él mismo se sorprendió del repentino ataque emocional que le había acometido después de casi cuarenta años.

Primera parte

Incitación

Del 20 de diciembre al 3 de enero

El dieciocho por ciento de las mujeres de Suecia han sido amenazadas en alguna ocasión por un hombre.



Capítulo 1

Viernes, 20 de diciembre

El juicio, inevitablemente, ya había terminado y todo lo que se había podido decir estaba ya dicho. Ni por un momento le cupo la duda de que lo iban a declarar culpable.

El fallo se hizo público, por escrito, el viernes a las diez de la mañana; ya sólo quedaba el análisis final de los reporteros que esperaban en el pasillo del juzgado.

Mikael Blomkvist los vio a través de la puerta abierta y se detuvo un instante. No quería hablar de la sentencia que acababa de recoger, pero sabía, mejor que nadie, que las preguntas resultaban inevitables, y que debían ser hechas y contestadas. «Así es como se siente un delincuente al otro lado del micrófono», pensó. Algo incómodo, irguió la cabeza y se esforzó en sonreír. Los periodistas le correspondieron y le saludaron amablemente con movimientos de cabeza, casi avergonzados.

—A ver… Aftonbladet, Expressen, la agencia TT, TV4… ¿Y tú de dónde eres…? ¡Anda!, del Dagens In - dustri. Me he hecho famoso —constató Mikael Blomkvist.

—Danos una buena frase, Kalle Blomkvist —dijo el reportero de uno de los dos grandes periódicos vespertinos. Mikael Blomkvist, cuyo nombre completo daba la casualidad de que era Carl Mikael Blomkvist, se obligó, como siempre, a no hacer muecas de desaprobación al escuchar su apodo. En una ocasión, hacía veinte años, cuando tenía veintitrés y acababa de empezar su primer trabajo como periodista —una sustitución de verano—, Mikael Blomkvist, sin mérito alguno, y por puro azar, desenmascaró a una banda de atracadores de bancos que, durante dos años, había cometido cinco espectaculares atracos. No cabía duda de que se trataba de la misma banda en todas las ocasiones; su especialidad era entrar con un coche en pequeñas poblaciones y robar uno o dos bancos con una precisión prácticamente militar. Llevaban máscaras de látex que representaban a personajes de Walt Disney, razón por la que se les bautizó, en una jerga policial no del todo exenta de lógica, como la banda del Pato Donald. No obstante, los periódicos la rebautizaron como la banda de los Golfos Apandadores, que les pegaba más, teniendo en cuenta que, en dos ocasiones, sin ninguna consideración y sin preocuparles aparentemente la seguridad de las personas, dispararon varios tiros al aire para amenazar a la gente que pasaba o que les parecía demasiado curiosa.

El sexto atraco se cometió en la provincia de Östergötland en pleno verano. Se dio la circunstancia de que un reportero de la radio local se hallaba en el banco precisamente cuando se produjo el golpe y reaccionó como correspondía a su oficio. En cuanto los atracadores abandonaron el banco se fue a una cabina telefónica y llamó a la radio, dando así la noticia en directo.

Mikael Blomkvist estaba pasando unos días con una amiga en la casa de campo que los padres de ella tenían cerca de Katrineholm. Ni siquiera cuando fue interrogado por la policía pudo explicar con exactitud por qué había relacionado los hechos, pero en el mismo momento en que escuchó la noticia le vino a la mente un grupo de cuatro chicos instalados en una casa situada a unos doscientos metros de la suya. Un par de días antes, cuando él y su amiga iban de camino al quiosco de helados, los había visto jugando al bádminton en el jardín.

Lo único que vio fue a cuatro jóvenes rubios y atléticos en pantalón corto y con el torso desnudo. Resultaba evidente que eran culturistas, pero había algo más en aquellos jugadores de bádminton que llamó su atención, quizá porque el partido se estaba jugando, a pesar del sofocante calor provocado por un sol abrasador, con una energía tremendamente intensa. No parecía un simple pasatiempo.

No había ninguna razón objetiva para sospechar que se tratara de atracadores de bancos, pero, aun así, Mikael dio un paseo y se sentó en una colina con vistas a la casa, que en ese momento parecía vacía. Llegaron al cabo de unos cuarenta minutos y aparcaron un Volvo en la entrada.

Parecían tener prisa y cada uno llevaba una bolsa de deporte, tal vez un indicio de que, simplemente, habían estado nadando. Sin embargo, uno de ellos volvió al coche y recogió un objeto que cubrió rápidamente con una cazadora. Incluso desde el lugar en el que se encontraba, relativamente lejano, Mikael pudo ver que se trataba de un auténtico AK4 de los de toda la vida, justo el tipo de arma con el que acababa de estar casado durante un año de servicio militar, de modo que llamó a la policía e informó de su descubrimiento.

Así se inició el asedio de la casa, que duró tres días. La noticia fue ampliamente cubierta por los medios de comunicación con Mikael en primera fila, lo que le permitió cobrar una generosa retribución como freelance de uno de los grandes periódicos vespertinos. La policía instaló su centro de operaciones en una caravana situada en el jardín de la casa donde Mikael se alojaba.

La consagración que todo joven periodista necesita en su profesión le vino a Mikael de la mano de la banda de los Golfos Apandadores. La cara negativa de la fama fue que el vespertino de la competencia no pudo resistirse a usar el titular «El superdetective Kalle Blomkvist resolvió el caso». El texto, de tono ligeramente burlón, estaba re dactado por una columnista de cierta edad y contenía al menos una docena de referencias al personaje de Kalle Blomkvist, el joven detective creado por la famosa escritora Astrid Lindgren. Para colmo de males, el periódico ilustraba el artículo con una foto borrosa en la que Mikael, con la boca semiabierta y el dedo índice levantado, parecía darle instrucciones a un agente uniformado. En realidad, no hacía más que indicarle el camino al retrete.

Poco importaba que Mikael Blomkvist jamás hubiera usado su primer nombre, Carl —mucho menos su apodo Kalle—, ni firmado ningún artículo como Carl Blomkvist.

Desde ese momento, para su propia desesperación, fue conocido entre sus compañeros de profesión como Kalle Blomkvist; un epíteto pronunciado con provocadora mofa, no con verdadera maldad, pero tampoco de manera muy agradable. Con todo el respeto para Astrid Lindgren, por mucho que le encantaran sus libros odiaba el apodo. Fueron necesarios varios años y méritos periodísticos de bastante más relevancia para que dejaran de llamarlo así.

Y todavía se sentía incómodo cada vez que lo oía. Así que sonrió serenamente y miró al reportero del vespertino a los ojos.

—Bah, invéntate tú algo. Siempre les pones mucha imaginación a tus textos.

El tono no resultaba, en absoluto, desagradable. Los peores críticos de Mikael no habían acudido y todos los allí presentes se conocían más o menos bien. Una vez colaboró con uno de ellos y en otra ocasión, en una fiesta, hacía ya algunos años, casi consiguió ligarse a «la de TV4».

—Te machacaron bien allí dentro —le soltó Dagens Industri, que, al parecer, había enviado a un joven suplente.

—Bueno, sí —reconoció Mikael. Difícilmente podría afirmar otra cosa.

—¿Y cómo te sientes?

A pesar de lo tenso de la situación, ni Mikael ni los periodistas más veteranos pudieron evitar sonreír por la pregunta. Mikael intercambió una mirada con «la de TV4». Los periodistas serios siempre habían sostenido que esa pregunta —«¿cómo te sientes?»— era la única que los periodistas deportivos bobos eran capaces de hacer al deportista jadeante al otro lado de la meta. Pero acto seguido recobró la seriedad.

—No puedo más que lamentar que el tribunal no haya llegado a otra conclusión —contestó de manera algo formal.

—Tres meses de prisión y ciento cincuenta mil coronas de indemnización por daños y perjuicios. Una sentencia que debe de resultar dura —dijo «la de TV4».

—Sobreviviré.

—¿Vas a pedirle disculpas a Wennerström? ¿A darle la mano?

—No, no creo. Mi idea sobre la ética empresarial del señor Wennerström no ha cambiado.

—¿Así que sigues pensando que es un sinvergüenza?

—se apresuró a preguntar Dagens Industri.

Tras aquella pregunta se escondía una cita acompañada de un devastador titular, y Mikael podría haber mordido el anzuelo si el reportero no le hubiese advertido del peligro al acercar su micrófono con un entusiasmo algo excesivo. Meditó la respuesta un instante.

El juez acababa de dictaminar que Mikael Blomkvist había calumniado al financiero Hans-Erik Wennerström, así que la condena impuesta fue por difamación. El juicio había concluido y Mikael no tenía intención de recurrir la sentencia. Pero ¿qué pasaría si, imprudentemente, repitiese sus declaraciones en las mismas escaleras del juzgado? Mikael decidió que no quería averiguarlo.

—Consideré que tenía buenas razones para publicar aquellos datos. El juez lo ha visto de otro modo y, naturalmente, debo aceptar que el proceso jurídico haya seguido su curso. Ahora vamos a comentar la sentencia detenidamente en la redacción antes de decidir qué hacer. No tengo nada más que añadir.

—Pero se te olvidó que un periodista debe probar sus afirmaciones —dijo «la de TV4» con un deje de dureza en la voz.

No podía negar lo que ella decía. Habían sido buenos amigos. Su cara mostraba indiferencia, pero Mikael creyó detectar en sus ojos una sombra de decepción y rechazo.

Mikael Blomkvist siguió contestando a los periodistas durante un par de interminables minutos más. La pregunta tácita que flotaba en el aire y que nadie se atrevía a hacer —quizá porque resultaba vergonzosamente incomprensible— era cómo había podido redactar un texto tan desprovisto de sustancia. Los periodistas allí presentes, a excepción del suplente de Dagens Industri, eran ya veteranos con una dilatada experiencia profesional. Para ellos la respuesta a aquella pregunta iba más allá del límite de lo concebible.

TV4 colocó a Mikael ante la cámara situada delante de la entrada del juzgado para poder hacerle las preguntas algo apartados de los demás. La periodista mostró más amabilidad de la que se merecía y la entrevista contó con las suficientes declaraciones para contentar a todo el mundo. La historia —resultaba inevitable— daría lugar a numerosos titulares, pero Mikael hizo un esfuerzo para recordar que no se trataba del suceso más importante del año. Los reporteros ya tenían lo que querían y volvieron a sus respectivas redacciones.

Mikael había pensado dar un paseo, pero era un día de diciembre muy ventoso y, además, había cogido frío durante la entrevista. Al encontrarse solo en las escaleras del juzgado levantó la mirada y descubrió a William Borg bajando de su coche, donde había permanecido mientras duró la entrevista. Sus miradas se cruzaron; acto seguido William Borg sonrió.

—Ha merecido la pena venir hasta aquí sólo para verte con ese papel en la mano.

Mikael no contestó. Conocía a William Borg desde hacía quince años. Una vez trabajaron juntos como reporteros suplentes de economía en un diario matutino.

Tal vez se debiera a una falta de química personal, pero lo cierto es que allí se asentó la base de su eterna enemistad.

A ojos de Mikael, Borg no sólo era un pésimo periodista, sino también una persona mezquina, vengativa y pesada, que incordiaba a los que le rodeaban con chistes y bromas estúpidas, y que hablaba con desprecio de los reporteros de más edad, evidentemente mucho más experimentados.

En especial le caían mal las reporteras veteranas. Tuvieron una primera discusión, a la que le sucedieron otros enfrentamientos, hasta que su antagonismo se convirtió en un asunto personal.

Luego, a lo largo de los años, Mikael y William Borg se encontraron con cierta regularidad, pero no fue hasta finales de los años noventa cuando se hicieron enemigos de verdad. Mikael publicó un libro sobre el periodismo económico, con numerosas citas de una serie de estúpidos artículos que llevaban la firma de Borg. En la versión de Mikael, Borg era caracterizado como un perfecto pedante que lo entendía todo al revés y que escribía artículos-homenaje a empresas puntocom al borde de la quiebra.

A Borg no le hizo ninguna gracia el análisis de Mikael, y en un encuentro casual en un bar del barrio de Söder faltó poco para que se liaran a puñetazos. Por las mismas fechas, Borg abandonó el periodismo para trabajar de informador —cobrando un sueldo considerablemente más alto— en una empresa que, para colmo, estaba dentro de la esfera de intereses del industrial Hans-Erik Wennerström.

Estuvieron mirándose el uno al otro durante un buen rato; luego Mikael se dio la vuelta y se marchó. Ir al juzgado sólo para reírse a carcajadas de él era muy típico de Borg.

Mientras iba andando, pasó el autobús 40 y subió, más que nada para alejarse del lugar cuanto antes. Bajó en Fridhemsplan y se quedó en la parada indeciso, con la sentencia aún en la mano. Finalmente, decidió cruzar la calle hasta el Kafé Anna, al lado del garaje de la jefatura de policía.

Menos de medio minuto después de haber pedido un caffè latte y un sándwich empezó el boletín informativo en la radio. Su historia se comentó en tercer lugar, después de la de un terrorista suicida en Jerusalén y la noticia de que el gobierno había constituido una comisión investigadora para estudiar la presunta formación de un cártel en el sector de la construcción.

Esta misma mañana el periodista Mikael Blomkvist de la revista Millennium ha sido condenado a tres meses de cárcel por haber difamado gravemente al industrial Hans- Erik Wennerström. En un artículo sobre el llamado «caso Minos», publicado a principios de año, Blomkvist afirmaba que Wennerström empleó fondos públicos —destinados a inversiones industriales en Polonia— para el tráfico de armas. Mikael Blomkvist también ha sido condenado a pagar ciento cincuenta mil coronas de indemnización por daños y perjuicios. En un comunicado, Bertil Camnermarker, abogado de Wennerström, dice que su cliente está contento con la sentencia. «Se trata de un caso de difamación sumamente grave», ha manifestado.

La sentencia tenía veintiséis páginas. Daba cuenta de las razones por las que Mikael había sido declarado culpable de quince casos de grave difamación al empresario

Hans-Erik Wennerström. Mikael hizo sus cálculos y llegó a la conclusión de que cada uno de los cargos de la acusación por los que había sido condenado valía diez mil coronas y seis días de cárcel, sin contar las costas judiciales y la retribución de su abogado. Le faltaban fuerzas para calcular a cuánto ascenderían los gastos, pero al mismo tiempo reconoció que podría haber sido peor; ya que el tribunal lo había absuelto de siete cargos.

A medida que iba leyendo los términos de la sentencia le invadió una sensación cada vez más pesada y desagradable en el estómago. Le sorprendió. Desde el mismo momento en el que se inició el juicio sabía que si no se producía un milagro, lo iban a condenar. No le cabía la menor duda y ya se había hecho a la idea. Asistió a los dos días del juicio de manera bastante despreocupada; además, durante once días, sin sentir nada en especial, estuvo esperando a que el tribunal terminara con sus deliberaciones y redactara el documento que tenía en las manos.

Y ahora, una vez concluido el proceso, un malestar empezó a apoderarse de él.

Al darle el primer mordisco al sándwich tuvo la sensación de que la miga le crecía en la boca. Le costó tragar y lo apartó.

Era la primera vez que condenaban a Mikael Blomkvist por un delito; nunca había sido sospechoso de nada, ni acusado por nadie. Si la comparaba con otras, la sentencia le parecía insignificante, un delito sin importancia.

Al fin y al cabo, no se trataba de un robo a mano armada, un homicidio o una violación. Sin embargo, desde el punto de vista económico, la condena impuesta le dolía. Millennium no era precisamente el buque insignia de los medios de comunicación con fondos ilimitados —la revista vivía al límite—, pero la sentencia tampoco suponía una catástrofe. El problema residía en que Mikael era uno de los socios de Millennium a la vez que, por idiota que pudiera parecer, ejercía tanto de escritor como de editor jefe de la revista. Mikael pensaba pagar la indemnización, ciento cincuenta mil coronas, de su propio bolsillo, lo cualdaría al traste prácticamente con la totalidad de sus ahorros.

La revista respondería de las costas judiciales. Administrando los gastos con prudencia, saldría adelante.Meditó la posibilidad de vender su casa, cosa que le partiría el corazón. A finales de los felices años ochenta, durante un período en el que contaba con un trabajo estable y unos ingresos relativamente decentes, se puso a buscar un domicilio fijo. Vio muchas casas y descartó la mayoría antes de dar con un ático de sesenta y cincometros cuadrados en Bellmansgatan, justo al principio de la calle. El anterior propietario había iniciado una reforma para convertirlo en una vivienda habitable, pero le salió un trabajo en una empresa puntocom del extranjero y Mikael pu do comprar aquella casa a medio reformar por un buen precio.

Mikael rechazó los bocetos del arquitecto y terminó la obra él mismo. Apostó por el baño y la cocina, y decidió no reformar el resto. En vez de poner parqué y levantar tabiques para hacer una habitación independiente, acuchilló las viejas tablas del suelo, encaló directamente los toscos muros originales y cubrió las imperfecciones más visibles con un par de acuarelas de Emanuel Bernstone.

El resultado fue un loft completamente abierto, con un salón-comedor junto a una pequeña cocina americana y un espacio para dormir ubicado tras una librería. La vivienda tenía dos ventanas de buhardilla y una ventana lateral con vistas a los tejados que se extendían hasta la bahía de Riddarfjärden y Gamla Stan. También se podía ver un poquito de agua de Slussen y el Ayuntamiento.

En la actualidad no habría podido comprar una casa así, de modo que quería conservarla.

Pero el riesgo de perderla no era nada en comparación con el tremendo golpe profesional que acababa de sufrir, cuyos daños tardaría mucho tiempo en reparar… si es que era posible.

Se trataba de una cuestión de confianza. En el futuro, muchos editores se lo pensarían más de una vez antes depublicar un texto firmado por él. Seguía teniendo suficientes amigos en la profesión que comprenderían que había sido víctima de las circunstancias y de la mala suerte, pero a partir de ahora no podía permitirse ni el más mínimo error.

Lo que más le dolía, no obstante, era la humillación. Tenía todas las de ganar, pero, aun así, perdió contra un gánster de medio pelo con traje de Armani. Un maldito y canalla especulador bursátil. Un yuppie con un abogado famoso que se había pasado todo el juicio con una burlona sonrisa en los labios.

¿Cómo diablos podían haberle salido tan mal las cosas? El caso Wennerström empezó, de modo muy prometedor, en la bañera de un velero Mälar-30 amarillo la noche de Midsommar, fiesta del solsticio de verano, hacía ahora un año y medio. Todo fue fruto de la casualidad: un ex colega periodista, actualmente informador de la Diputación provincial, quiso impresionar a su nueva novia y, sin reflexionar demasiado, alquiló un Scampi para pasar un par de días de navegación improvisada, aunque romántica, por el archipiélago. Tras oponer cierta resistencia, la novia, recién llegada de Hallstahammar para estudiar en Estocolmo, se dejó convencer con la condición de que su hermana y el novio de ésta también los acompañaran.

Ninguno de ellos había pisado jamás un barco de vela. Pero el verdadero problema era que el amigo informador, en realidad, tenía bastante menos experiencia como marinero que entusiasmo por la excursión. Tres días antes de partir llamó desesperadamente a Mikael y lo convenció para que los acompañara como quinto tripulante, el único con verdaderos conocimientos de navegación.

Al principio la propuesta no le hizo mucha gracia, pero acabó aceptando ante la expectativa de pasar unos días placenteros en el archipiélago y de disfrutar de buena comida y una agradable compañía, como se suele decir.

No obstante, sus esperanzas se frustraron y el viaje fue más desastroso de lo que hubiera imaginado jamás. Navegaron por una ruta bonita, pero poco emocionante, a una velocidad de apenas cinco metros por segundo, subiendo desde Bullandö y pasando por Furusund. Aun así, la nueva novia del informador se mareó enseguida. La hermana se puso a discutir con su novio y nadie mostró el menor interés por aprender lo más mínimo de navegación.

Pronto quedó claro que esperaban que Mikael se encargara del barco mientras los demás le daban consejos bienintencionados, pero en su mayoría absurdos. Después de pasar la primera noche en una cala de Ängsö, estaba dispuesto a atracar en Furusund y volver a casa en autobús. Sólo las súplicas desesperadas del informador le hicieron quedarse en el barco.

A eso de las doce del día siguiente, lo suficientemente pronto para que todavía quedaran algunos sitios libres, amarraron en el embarcadero de Arholma. Prepararon la comida y, mientras terminaban de comer, Mikael reparó en un M-30 amarillo de fibra de vidrio que estaba entrando en la cala, deslizándose sólo con la vela mayor.

El barco hizo un suave viraje mientras el capitán buscaba un hueco en el embarcadero. Mikael echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que el espacio entre su Scampi y un barco-H que había a estribor era, probablemente, el único hueco; el estrecho M-30 cabría allí, aunque algo justo. Se puso de pie en la popa y señaló con el brazo; el capitán del M-30 levantó la mano en señal de agradecimiento y se dirigió rumbo al embarcadero. «Un navegante solitario que no tenía intención de molestarse en arrancar el motor», pensó Mikael. Escuchó el ruido de la cadena del ancla y unos segundos después vio arriar la vela mayor, mientras el capitán se movía como una culebra para mantener el timón derecho y al mismo tiempo preparar la amarra de proa.

Mikael subió a la borda y le tendió una mano, dispuesto a prestarle ayuda. El navegante hizo un último cambio de rumbo y entró deslizándose sin ningún problema, casi completamente parado, hasta la popa del Scampi. Hasta que el recién llegado no le dio la cuerda a Mikael no se reconocieron; una sonrisa de satisfacción se dibujó en sus rostros.

—¡Hombre, Robban! —exclamó Mikael—. ¿Por qué no usas el motor? Así no les rascarías la pintura a todos los barcos del puerto.

—¡Hola, Micke! Ya decía yo que me sonaba esa cara. No me importaría usarlo si arrancara. El condenado se me murió hace dos días en Rödlöga.

Se dieron la mano por encima de las bordas.

En el instituto de Kungsholmen, en los años setenta —hacía ya una eternidad—, Mikael Blomkvist y Robert Lindberg habían sido amigos, incluso íntimos amigos.

Como pasa a menudo con los viejos compañeros de estudios, la amistad acabó después del día de la graduación.

Cada uno tiró por su camino y durante los últimos veinte años apenas si se habían visto en media docena de ocasiones. En aquel momento, cuando se encontraron inesperadamente en el embarcadero de Arholma, habían pasado por lo menos siete u ocho años desde la última vez. Se observaron el uno al otro con curiosidad. Robert estaba bronceado, tenía el pelo enmarañado y una barba de dos semanas.

De repente, Mikael se sintió de mucho mejor humor. Cuando el informador y sus bobos acompañantes subieron hacia la tienda del pueblo, al otro lado de la isla, para celebrar la noche de Midsommar bailando en la explanada alrededor del mayo, él se quedó en la bañera del M-30, charlando con su viejo amigo de instituto en torno a unos arenques y unos chupitos de aguardiente.

En algún momento de la noche, tras abandonar la lucha contra los mosquitos de Arholma, tristemente célebres, y trasladarse a la cabina, la conversación, después de un considerable número de chupitos, se convirtió en un amistoso duelo verbal sobre la ética y la moral en el mundo de los negocios. Los dos habían elegido carreras profesionales que, de alguna manera, tenían que ver con la economía del país. Robert Lindberg pasó del instituto a la Escuela Superior de Economía de Estocolmo y, desde allí, dio el salto al sector bancario. Mikael Blomkvist se graduó en la Escuela Superior de Periodismo y llevaba gran parte de su vida profesional dedicándose a revelar y denunciar dudosas operaciones, precisamente en el ámbito de la banca y de los negocios. La conversación empezó a girar en torno a lo moralmente defendible en ciertos contratos blindados de los años noventa. Después de haber defendido valientemente algunos de los casos más llamativos, Lindberg dejó el vaso y, muy a su pesar, tuvo que reconocer que en el mundo de los negocios, seguramente también habría algún que otro corrupto cabrón.

De pronto miró a Mikael seriamente.

—Tú que eres periodista de investigación y te ocupas de fraudes económicos, ¿por qué no escribes algo sobre Hans-Erik Wennerström?

—Ignoraba que hubiera algo que decir sobre él.

—Busca. Tienes que buscar, joder. ¿Qué sabes del programa CADI?

—Pues que era una especie de programa de subvenciones que en los años noventa ayudó a la industria de los países del Este a levantarse. Se suspendió hace un par de años. No he escrito nada sobre eso.

—Las siglas significan Comité de Ayuda para el Desarrollo Industrial, un proyecto que tuvo apoyo gubernamental y fue dirigido por representantes de una decena de grandes empresas suecas. El CADI recibió garantías estatales que le permitieron poner en marcha una serie de proyectos acordados con los gobiernos de Polonia y de los Países Bálticos. El sindicato LO hizo su pequeña aportación como avalista para reforzar también el movimiento sindical obrero en el Este, siguiendo las pautas del modelo sueco. Formalmente se trataba de un proyecto de apoyo al desarrollo basado en los principios de ayuda como forma de incentivar el progreso, lo cual les daría a los regímenes del Este la oportunidad de sanear su economía. Sin embargo, en la práctica se trataba de que ciertas empresas suecas recibieran subvenciones estatales para entrar y establecerse como socios de empresas de países del Este. Aquel maldito ministro de los democristianos era un entusiasta partidario del CADI. Se abrió una fábrica papelera en Cracovia, se reformó una industria metalúrgica en Riga, una fábrica de cemento en Tallin… La dirección del CADI, compuesta por pesos pesados del mundo de la banca y de la industria suecas, repartió el dinero.

—¿Te refieres al dinero de los contribuyentes?

—Alrededor del cincuenta por ciento provenía de subvenciones estatales, el resto lo pusieron los bancos y la industria. Pero no pienses que se trataba de una labor sin ánimo de lucro. Los bancos y las empresas contaban con sacar una buena tajada. Si no, el tema no les hubiese interesado una mierda.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Espera, hombre; escúchame. El CADI estaba compuesto principalmente por compañías suecas de toda la vida que querían entrar en los mercados del Este, importantes sociedades como ABB, Skanska y similares. En otras palabras, nada de empresas especuladoras.

—¿Me estás diciendo que Skanska no se dedica a especular?

¿No despidieron acaso al director ejecutivo de Skanska por dejar que uno de sus chavales especulara y perdiera quinientos millones buscando dinero rápido? ¿Y qué te parecen sus histéricos negocios inmobiliarios en Londres y Oslo?

—Sí, bueno; en todas las empresas del mundo hay idiotas, pero ya sabes a lo que me refiero. Por lo menos son empresas que producen algo concreto. La columna vertebral de la industria sueca y todo ese rollo…

—¿Y qué pinta Wennerström en esto?

—Wennerström es la gran incógnita. A ver, es un tipo que surgió de la nada, que no tiene ningún pasado en la industria pesada y que realmente no pinta nada en esos círculos, pero ha amasado una colosal fortuna en la bolsa y la ha invertido en empresas ya consolidadas. Digamos que ha entrado por la puerta de atrás.

Mikael se sirvió un chupito de aguardiente Reimersholms y se acomodó en la cabina pensando en lo que sabía de Wennerström, lo cual, en realidad, no era gran cosa.

Había nacido en algún lugar de Norrland, donde fundó una empresa inversora en los años setenta. Ganó su buen dinero y se trasladó a Estocolmo, donde hizo una carrera meteórica durante los felices años ochenta. Creó el Grupo Wennerström, que, al abrir oficinas en Londres y Nueva York, se rebautizó como Wennerstroem Group, de modo que la empresa empezó a aparecer en los mismos artículos de prensa que Beijer. Negociaba con acciones y opciones, y especulaba con la forma de ganar dinero rápido. No tardó en aparecer en la prensa del corazón como uno más de esos numerosos nuevos ricos propietarios de un ático en Strandvägen, una magnífica residencia veraniega en Värmdö y un yate de veintitrésmetros de eslora que, en su caso, compró a una estrella retirada del tenis con problemas de solvencia. En realidad, no era más que un simple contable, pero la de los ochenta fue la década de los contables y de los especuladores inmobiliarios. Y Wennerström no destacó más que otros; más bien al revés, siguió siendo una figura relativamente anónima entre Los Grandes Chicos.

Carecía de las rimbombantes maneras de Stenbeck y no se prostituía en la prensa como Barnevik. Rechazaba los negocios inmobiliarios y, en su lugar, invertía masivamente en el antiguo bloque comunista. Cuando se desinfló la burbuja económica de los noventa y todos los altos cargos, uno tras otro, se vieron obligados a cobrar sus contratos blindados, la empresa de Wennerström se las arregló sorprendentemente bien. Ni el más mínimo escándalo. «A Swedish success story», tituló el mismísimo Financial Times.

—Era 1992. De repente Wennerström se puso en contacto con el CADI y les comunicó que quería dinero. Presentó un plan, aparentemente bien arraigado entre las partes interesadas de Polonia, con el fin de crear una empresa que fabricara envases para la industria alimentaria.

—O sea, una fábrica de latas de conserva.

—No exactamente, pero algo por el estilo. No tengo ni idea de a quién conocía en el CADI, pero salió sin problemas con sesenta millones de coronas.

—Esto empieza a ponerse interesante. Déjame adivinar: fue la última vez que alguien vio ese dinero.

—No —replicó Robert Lindberg, y esbozó una sonrisa antes de animarse con un poco más de aguardiente—. Lo que sucedió después fue digno de una lección magistral de contabilidad. Wennerström fundó realmente una industria de embalajes en Polonia, en Lodz, para ser más exacto. La empresa se llamaba Minos. El CADI recibió unos alentadores informes durante el año 1993; luego… silencio. De repente, en 1994, Minos se vino abajo. Para ilustrar el hundimiento de la empresa, Robert Lindberg dio un golpe en la mesa con la copa vacía.

—El problema del CADI era que no existía ningún tipo de procedimiento sobre cómo rendir cuentas de esos proyectos. Te acuerdas del espíritu de la época, ¿no? Todo ese optimismo cuando cayó el muro de Berlín: que se instauraría la democracia, que la amenaza de guerra nuclear ya era historia y que los bolcheviques se iban a convertir en capitalistas de la noche a la mañana. El gobierno quería afianzar la democracia en el Este. Todos los capitalistas querían subirse al tren y ayudar a construir la nueva Europa.

—No sabía que los capitalistas estuvieran tan dispuestos a dedicarse a hacer obras de caridad.

—Créeme, estamos hablando del sueño húmedo de cualquier capitalista. Quizá Rusia y los países del Este constituyan, después de China, el mercado restante más grande del mundo. A la industria no le importaba ayudar al gobierno, especialmente porque las empresas sólo tenían que responder de una pequeña parte de los gastos.

En total, el CADI se comió más de treinta mil millones de coronas de los contribuyentes. El dinero volvería en forma de futuras ganancias. Formalmente el CADI era una iniciativa del gobierno, pero la influencia de la industria era tan grande que, en la práctica, la dirección del CADI trabajaba de manera independiente.

—Entiendo. Pero ¿aquí hay material para un artículo o no?

—Paciencia. Cuando los proyectos se pusieron en marcha no hubo problemas para financiarlos. Suecia aún no había sido golpeada por la crisis surgida a raíz de la enorme subida de los intereses. El gobierno estaba contento porque con el CADI se pondría de manifiesto la gran aportación sueca a favor de la democracia en el Este.

—¿Y todo esto pasó con el gobierno de derechas?

—No metas a los políticos en esto. Se trata de dinero e importa una mierda si los que designan a los ministros son socialistas o de derechas. Así que adelante, a toda pastilla. Luego llegaron los problemas de divisas y después unos chalados llamados los nuevos demócratas (sin duda te acordarás del partido Nueva Democracia) empezaron a quejarse de que no había transparencia en lo que hacía el CADI. Uno de sus payasos confundió al CADI con la Agencia Sueca de Cooperación Internacional para el Desarrollo y creyó que se trataba de algún maldito proyecto de ayuda en plan caritativo como el de Tanzania.

Durante la primavera de 1994 se designó una comisión para investigar al CADI. A esas alturas varios proyectos ya habían sido criticados, pero uno de los primeros en inspeccionarse fue el de Minos.

—Y Wennerström no pudo dar cuenta del dinero.

—Al contrario. Wennerström presentó un excelente libro de cuentas demostrando que más de cincuenta y cuatro millones de coronas habían sido invertidas en Minos, pero que seguía habiendo problemas estructurales demasiado importantes en la rezagada Polonia para que pudiera funcionar una moderna industria de envases, por lo que, en la práctica, la competencia de un proyecto alemán similar les había ganado la partida. Los alemanes estaban en pleno proceso de compra de todo el bendito bloque del Este.

—Dijiste que le dieron sesenta millones.

—Exacto. El dinero del CADI se gestionó como un crédito sin intereses. La idea era, por supuesto, que las empresas acabaran devolviendo parte del dinero durante una serie de años. Pero Minos quebró y el proyecto fracasó; nadie pudo reprocharle nada a Wennerström. Aquí entraban las garantías del Estado, por lo que Wennerström quedó libre de responsabilidades. Simplemente no tuvo que devolver el dinero perdido cuando quebró Minos, y al mismo tiempo pudo demostrar que había perdido una suma equivalente de su propio dinero.

—A ver si lo he entendido bien: el gobierno ofrece el dinero de los contribuyentes y pone a los diplomáticos al servicio de una serie de hombres de negocios para abrirles puertas. La industria coge el dinero y lo usa para invertir en joint ventures de las que luego saca una buena tajada. En fin: la misma historia de siempre. Algunos se forran y otros pagan la cuenta, y ya sabemos muy bien qué papel interpreta cada uno.

—¡Qué cínico eres! Los créditos se iban a devolver al Estado.

—Pero has dicho que estaban libres de intereses. Por tanto, significa que los contribuyentes no recibieron ni un duro por poner la pasta. Le dieron a Wennerström sesenta kilos, de los cuales invirtió cincuenta y cuatro. ¿Qué pasó con los restantes seis millones?

—En el momento en que quedó claro que el proyecto del CADI sería objeto de estudio por parte de una comisión, Wennerström envió un cheque de seis millones al CADI como pago de la diferencia. Con eso, jurídicamente hablando, el caso quedaba cerrado. Robert Lindberg se calló y miró, desafiante, a Mikael.

—Suena como si Wennerström hubiera perdido un poco del dinero del CADI, pero en comparación con los quinientos millones que desaparecieron de Skanska o la historia del contrato blindado de aquel director de ABB que cobró una indemnización por despido de más de mil millones, algo que realmente indignó a la gente, esto no parece ser gran cosa para un artículo —dijo Mikael—.

La verdad es que los lectores de hoy en día están bastante hartos de textos sobre especuladores incompetentes, aunque sea dinero que provenga de los impuestos. ¿Hay algo más en toda esta historia?

—Esto no ha hecho más que empezar.

—¿Cómo es que sabes tanto sobre los negocios de Wennerström en Polonia?

—En los años noventa trabajé en Handelsbanken. Adivina quién era el encargado de hacer las investigaciones para el representante del banco en el CADI.

—Vale, ahora lo entiendo. Anda, sigue.

—Entonces… para resumir, el CADI recibió una explicación por parte de Wennerström. Se firmaron los documentos pertinentes. El resto del dinero se devolvió. Ese detalle de los seis millones devueltos fue una jugada muy astuta. A ver, si alguien llama a tu puerta para darte una bolsa de dinero, ¿cómo coño vas a pensar que no es trigo limpio?

—Ve al grano.

—Blomkvist, ¡por favor!; ése es el grano. Los del CADI se quedaron satisfechos con el libro de cuentas de Wennerström. La inversión se fue al garete, pero no había nada que objetar en cuanto a la gestión. Miramos facturas, transferencias y todo tipo de papeles. Todo impoluto. Yo me lo creí. Mi jefe se lo creyó. El CADI se lo creyó y el gobierno no tuvo nada que añadir.

—Entonces ¿dónde está la pega?

—Ahora es cuando la historia se pone interesante—dijo Lindberg y, de repente, pareció asombrosamente sobrio—. Ya que eres periodista, que conste que esto es off the record.

—¡Joder, no puedes estar contándome cosas para luego decirme que no me dejas utilizarlas!

—Claro que sí. Lo que te he explicado hasta ahora es de conocimiento público. Busca el informe y échale un vistazo si te apetece. El resto de la historia, lo que no te he contado todavía, publícalo si quieres, pero tienes que tratarme como una fuente anónima.

—Vale, pero según la terminología general off the record significa que me han revelado confidencialmente algo sobre lo que no puedo escribir nada.

—A la mierda con la terminología. Escribe lo que quieras, pero yo soy una fuente anónima. ¿De acuerdo?

—Vale —contestó Mikael.

Naturalmente, a la luz de los acontecimientos posteriores su respuesta constituía un error.

—Muy bien. Aquella historia de Minos tuvo lugar hará unos diez años, justo después de caer el muro, cuando los bolcheviques se estaban convirtiendo en capitalistas decentes. Yo era una de las personas que investigaba a Wennerström y había algo que me daba mala espina.

—¿Por qué no dijiste nada entonces?

—Se lo comenté a mi jefe. El caso era que no había nada en concreto. Todos los papeles estaban en orden.

No tuve más remedio que firmar el informe. Pero ahora, cada vez que me encuentro con el nombre de Wennerström en la prensa me viene a la mente la historia de Minos.

—Vale. ¿Y?

—Unos años después, a mediados de los noventa, mi banco hizo negocios con Wennerström, negocios bastante importantes, de hecho. Y no salieron muy bien.

—¿Os timó?

—No; tanto como eso, no. Los dos ganamos dinero. Lo que pasó fue más bien que… no sé muy bien cómo explicártelo; estoy hablando de mi propia empresa y eso no me gusta. Pero el balance de todo aquello —o sea, la impresión general, por decirlo de alguna manera— no es positivo. A Wennerström le definen en los medios de comunicación como un impresionante oráculo de la economía. De eso vive. Es su valor seguro.

—Sé lo que quieres decir.

—Yo siempre tuve la sensación de que se trataba simplemente de un fanfarrón. No mostraba ninguna habilidad para los negocios. Todo lo contrario; me pareció asombrosamente superficial e ignorante en muchos temas. Tenía un par de jóvenes tiburones realmente muy agudos como consejeros, pero personalmente me cayó fatal.

—¿Y?

—Hace unos años fui a Polonia para un asunto completamente diferente. Nuestro grupo cenó en Lodz con unos inversores y por casualidad acabé en la misma mesa¡ que el alcalde. Hablamos de lo difícil que resultaba levantar la economía polaca y de cuestiones similares; y, entre unas cosas y otras, mencioné el proyecto Minos. Al principio el alcalde pareció no entenderme, como si en su vida hubiera oído hablar de Minos, pero luego se acordó de que era un pequeño negocio de mierda que nunca llegó a ser nada. Despachó el tema con una carcajada y dijo, cito literalmente, que si eso era todo lo que eran capaces de hacer los inversores suecos, nuestro país no tardaría en hundirse por completo. ¿Me sigues?

—El comentario da a entender que el alcalde de Lodz es un hombre inteligente. Venga, continúa.

—No pude sacarme esas palabras de la cabeza. Al día siguiente tenía una reunión por la mañana, pero por la tarde estaba libre. Por pura maldad me fui a ver la fábrica abandonada de Minos, situada en un pequeño pueblo a las afueras de Lodz, con una taberna en un granero y retretes fuera de las casas. La gran fábrica de Minos era un almacén en ruinas, un viejo cobertizo de chapa que había montado el Ejército Rojo en los años cincuenta. Me encontré con un guardia que sabía un poco de alemán y me contó que uno de sus primos había trabajado en Minos.

El primo vivía muy cerca, así que fuimos a verlo. El guardia me acompañó para hacer de intérprete. ¿Quieres saber lo que dijo?

—Me muero por saberlo.

—Minos empezó sus actividades en el otoño de 1992. Llegó a tener un máximo de quince empleados, en su mayoría mujeres mayores. Cobraban ciento cincuenta coronas al mes. Al principio no había maquinaria, de modo que los empleados se pasaban el día limpiando aquel almacén. A primeros de octubre llegaron tres máquinas para hacer cartones, compradas en Portugal. Estaban viejas, desgastadas por el uso y completamente anticuadas.

Su valor como chatarra no pasaría de un par de miles de coronas. Es verdad que las máquinas funcionaban, pero se rompían cada dos por tres. Naturalmente, no había piezas de repuesto, así que Minos se veía afectada por constantes paradas en la producción. Por regla general, un empleado siempre acababa reparando la máquina de manera provisional.

—Esto ya empieza a parecerse a un artículo —reconoció Mikael—. ¿Y en realidad qué fabricaban en Minos?

—Durante 1992 y la mitad de 1993 fabricaron cartones perfectamente normales para detergentes, hueveras y cosas por el estilo. Luego se dedicaron a las bolsas de papel. Pero la fábrica sufría una constante escasez de materia prima y nunca llegó a tener mucha producción.

—No suena precisamente como una inversión muy importante.

—He hecho mis cálculos. El gasto total del alquiler rondaría las quince mil coronas en dos años. Los sueldos podrían haber ascendido, como mucho, y estoy siendo muy generoso, a unas ciento cincuenta mil. Compra de maquinaria y transportes, una furgoneta que distribuía las hueveras… a ojo de buen cubero, unas doscientas cincuenta mil. Eso sin contar los costes administrativos de permisos y unos pocos billetes de avión; según parece, tan sólo una persona de Suecia visitaba el pueblo en muy contadas ocasiones. Bueno, digamos que toda la operación salió por un total de algo menos de un millón. Un día del verano de 1993, el capataz bajó a la fábrica y anunció que estaba cerrada; poco después apareció un camión húngaro y se llevó toda la maquinaria. Hasta la vista, Minos.

Durante el juicio, Mikael se acordó a menudo de aquella noche de Midsommar. El tono de la conversación le recordaba los años de instituto: la típica discusión de amigos, juvenil y desenfadada. Como adolescentes habían compartido los problemas propios de esa edad. Como adultos eran, en realidad, perfectos desconocidos; dos personas completamente distintas, en el fondo. A lo largo de aquella noche, Mikael se estuvo preguntando por qué no podía acordarse de lo que les había convertido en buenos amigos durante el bachillerato. El recuerdo que guardaba de Robert era el de un chaval callado y reservado que mostraba una incomprensible timidez con las chicas. De adulto se había convertido en un exitoso… llamémosle trepa, del mundo de la banca. A

Mikael no le cabía la menor duda de que su compañero tenía opiniones que estaban totalmente en desacuerdo con su propia visión del mundo.

Mikael raramente se emborrachaba, pero aquel encuentro casual había convertido una fracasada navegación en una de esas agradables veladas donde el nivel de la botella de aguardiente va acercándose lentamente al fondo. Debido precisamente a ese tono adolescente de la conversación, en un principio no se tomó en serio la historia de Robert, si bien sus instintos periodísticos acabaron aflorando. De repente, se puso a escuchar la historia con mucha atención, y entonces se le ocurrieron algunas objeciones lógicas.

—Espera un momento —suplicó Mikael—. Wennerström se encuentra entre la élite de los especuladores

bursátiles. Si no me equivoco es multimillonario…

—Un cálculo rápido situaría a Wennerstroem Group en unos doscientos mil millones. Ahora te estarás preguntando por qué un multimillonario de esa categoría se molestaría en montar una estafa así para ganar una miserable calderilla de unos cincuenta millones, ¿verdad?

—Bueno, más bien por qué iba a arriesgarlo todo cometiendo un fraude tan obvio.

—No sé si estoy de acuerdo en llamarlo obvio precisamente; la junta directiva del CADI al completo, la gente de la banca, los interventores y los auditores del gobierno y del Parlamento… Todos han aceptado el rendimiento de cuentas de Wennerström.

—No obstante, estamos hablando de una miseria.

—Cierto, pero piensa que Wennerstroem Group es una de esas empresas inversoras que se meten en todo tipo de negocios con los que se puede ganar un dinero rápido: inmuebles, valores, opciones, divisas… you name it.

Wennerström se puso en contacto con el CADI en 1992, justo cuando el mercado estaba a punto de hundirse. ¿Te acuerdas del otoño de 1992?

—¿Cómo no me voy a acordar? Tenía un interés variable en mi hipoteca y el Banco de Suecia lo subió al quinientos por ciento en octubre. Tuve que enfrentarme a un interés del diecinueve por ciento durante un año.

—Bueno, bueno; ¡qué tiempos aquéllos! —dijo Robert sonriendo—. Yo perdí una barbaridad de dinero ese año. Y Hans-Erik Wennerström, como los demás actores del mercado, tuvo que hacer frente al mismo problema.

La empresa tenía miles de millones invertidos a plazo fijo en valores de distintos tipos, pero una cantidad asombrosamente reducida de dinero en efectivo. Ya no podían pedir prestadas más sumas astronómicas. Lo normal en una situación así es vender inmuebles y lamerse las heridas por la pérdida. Pero en 1992, de la noche a la mañana, nadie quiso comprar ni una sola casa.

—Cash-flow problem.

—Exacto. Y Wennerström no fue el único con ese tipo de problemas. Todos los empresarios…

—No los llames empresarios; emplea otra palabra, porque llamándolos así estás insultando a una categoría profesional seria.

—Vale, de acuerdo: todos los especuladores bursátiles tenían, por aquel entonces, cash-flow problems…Míralo así: Wennerström recibió sesenta millones de coronas. Devolvió seis, pero al cabo de tres años. Los gastos de Minos no podían haber ascendido a mucho más de un millón. Sólo los intereses de sesenta millones durante tres años suponen ya bastante. Dependiendo de cómo lo hubiera invertido, podría haber doblado o multiplicado por diez aquel dinero de la CADI. No es moco de pavo. Por cierto, ¡chinchín!

Capítulo 2

Viernes, 20 de diciembre

Dragan Armanskij había nacido en Croacia hacía cincuenta y seis años. Su padre era un judío armenio de Bielorrusia y su madre una musulmana bosnia de ascendencia griega. Fue ella la que se encargó de su educación, de modo que, cuando se hizo adulto, Dragan entró a formar parte de ese gran grupo heterogéneo que los medios de comunicación etiquetaban como musulmanes. Por raro que pueda parecer, la Dirección General de Migraciones le registró como serbio. Su pasaporte confirmaba que era ciudadano sueco, y la foto mostraba un rostro anguloso de prominente mandíbula, una oscura sombra de barba y unas sienes plateadas. A menudo le llamaban «el árabe» pese a no existir ni el más mínimo antecedente árabe en su familia. Sin embargo, tenía un cruce genético de esos que los locos de la biología racial describirían, con toda probabilidad, como raza humana de inferior categoría.

Su aspecto recordaba vagamente al del típico jefe segundón de las películas americanas de gánsteres. Sin embargo, en realidad no era narcotraficante ni matón de la mafia, sino un talentoso economista que había empezado a trabajar como ayudante en la empresa de seguridad Milton Security a principios de los años setenta y que, tres décadas después, ascendió a director ejecutivo y jefe de operaciones de la empresa.

Su interés por los temas de seguridad había ido aumentando poco a poco hasta convertirse en fascinación. Era como un juego de guerra: identificar amenazas, desarrollar estrategias defensivas e ir siempre un paso por delante de los espías industriales, los chantajistas y los ladrones.

Todo empezó el día en el que descubrió la destreza con la que se había estafado a un cliente valiéndose de la contabilidad creativa. Pudo descubrir al culpable entre un grupo de doce personas. Treinta años después, todavía recordaba su asombro al darse cuenta de que la indebida apropiación del dinero se debió a que la empresa había pasado por alto tapar unos pequeños agujeros en sus procedimientos de seguridad. De simple contable pasó a ser un importante miembro de la empresa, así como experto en fraudes económicos. Al cabo de cinco años entró en la junta directiva y diez años más tarde llegó a ser, no sin cierta oposición por su parte, director ejecutivo. Pero hacía ya mucho tiempo que esa resistencia suya había desaparecido. Durante los años que llevaba al mando, había convertido Milton Security en una de las empresas de seguridad más competentes y más solicitadas de Suecia.

Milton Security tenía trescientos ochenta empleados en plantilla, además de unos trescientos colaboradores free lance de confianza a los que se recurría cuando era necesario. Se trataba, por lo tanto, de una empresa pequeña en comparación con Falck o Svensk Bevakningstjänst.

Cuando Armanskij entró en la sociedad seguía llamándose Johan Fredrik Miltons Allmäna Bevaknings AB y tenía una cartera de clientes compuesta por centros comerciales necesitados de controladores y guardias de seguridad musculosos. Bajo su dirección la empresa pasó a denominarse Milton Security, un nombre mucho más práctico internacionalmente, y apostó por la tecnología punta. La plantilla se renovó: los vigilantes nocturnos que habían conocido mejores días, los fetichistas del uniforme y los estudiantes de instituto que hacían un trabajillo extra fueron sustituidos por personal altamente preparado. Armanskij contrató a ex policías de cierta edad como jefes de operaciones, a expertos en ciencias políticas especializados en terrorismo internacional, protección de personas y espionaje industrial; y, sobre todo, a expertos en telecomunicaciones e informática. La empresa se trasladó desde el barrio de Solna al de Slussen, a un local de más prestigio en pleno centro de Estocolmo.

Al comenzar la década de los noventa, Milton Security ya estaba preparada para ofrecer un tipo de seguridad completamente nuevo a una selecta y reducida cartera de clientes, fundamentalmente medianas empresas con un volumen de facturación extremadamente alto, y gente adinerada: estrellas de rock recién enriquecidas, corredores de bolsa y ejecutivos de empresas puntocom.

Gran parte de la actividad se centraba en ofrecer la protección de guardaespaldas y diferentes sistemas de seguridad para empresas suecas en el extranjero, sobre todo en Oriente Medio. Esa parte de las actividades empresariales suponía actualmente casi el setenta por ciento de lo que se facturaba. Con Armanskij al frente, el volumen de facturación aumentó desde poco más de cuarenta millones de coronas anuales hasta casi dos mil millones.

Vender seguridad era un negocio extremadamente lucrativo. La actividad se dividía en tres áreas principales: consultas de seguridad, que consistía en identificar peligros posibles o imaginarios; medidas preventivas, que normalmente se traducían en instalar costosas cámaras de seguridad, alarmas de robo y de incendio, cerraduras electrónicas y equipamiento informático; y, finalmente, protección personal para particulares o empresas que se creían víctimas de algún tipo de amenaza, ya fuese real o ficticia. En sólo una década, este último mercado se había multiplicado por cuarenta y, durante los últimos años, había surgido una nueva clientela constituida por mujeres relativamente acomodadas que buscaban protección, bien contra ex novios o esposos, bien contra acosadores anónimos que se habían obsesionado con sus ceñidos jerséis o con el carmín de sus labios al verlas por la tele.

Además, Milton Security colaboraba con empresas del mismo prestigio de otros países europeos y de Estados Unidos, y se encargaba de la seguridad de numerosas personalidades internacionales que visitaban Suecia; por ejemplo, una actriz estadounidense muy conocida que rodó una película en Trollhättan durante dos meses, y cuyo agente consideró que su estatus era tan alto que necesitaba guardaespaldas cuando daba sus escasos paseos alrededor del hotel.

Una cuarta área, de tamaño considerablemente más pequeño, estaba compuesta tan sólo por unos pocos colaboradores. Se ocupaban de las llamadas IP o I-Per, esto es, investigaciones personales, conocidas en la jerga interna como «iper».

A Armanskij no le entusiasmaba del todo esa parte de la actividad. Desde el punto de vista económico resultaba menos rentable; además, se trataba de un tema delicado que requería del colaborador no sólo conocimientos concretos en telecomunicaciones o en instalación de discretos aparatos de vigilancia, sino sobre todo sensatez y competencia. Las investigaciones personales le resultaban aceptables cuando había que comprobar simplemente la solvencia de alguien, el historial laboral de algún candidato a un empleo, o cuando se trataba de investigar las sospechas de que algún empleado filtraba información de la empresa o se dedicaba a actividades delictivas. En ese tipo de casos, las «iper» formaban parte de la actividad operativa.

No obstante, eran demasiadas las ocasiones en que sus clientes acudían con problemas particulares que, normalmente, ocasionaban todo tipo de líos innecesarios: «Quiero saber quién es ese macarra que sale con mi hija…»,

«Creo que mi mujer me pone los cuernos…», «Es un buen chaval, pero se junta con malas compañías…», «Me están chantajeando…». En general, Armanskij se negaba rotundamente: si la hija era mayor de edad, tenía derecho a salir con quien le diera la gana, y la infidelidad era un asunto que los esposos debían aclarar entre ellos. Bajo todas esas demandas se ocultaban trampas potenciales que podían dar lugar a escándalos y originar problemas jurídicos a Milton Security. Por eso, Dragan Armanskij vigilaba muy de cerca todos esos casos, a pesar de que sólo se trataba de calderilla en comparación con el resto de la facturación de la empresa.

Por desgracia, el tema de aquella mañana era, precisamente, una investigación personal. Dragan Armanskij se alisó la raya de los pantalones antes de echarse hacia atrás en su cómoda silla. Observó desconfiado a su colaboradora, Lisbeth Salander, treinta y dos años más joven que él, y constató por enésima vez que sería difícil encontrar otra persona que pareciera más fuera de lugar en esa prestigiosa empresa de seguridad. Se trataba de una desconfianza tan sensata como irracional. A ojos de Armanskij, Lisbeth Salander era, sin ninguna duda, la investigadora más competente que había conocido en sus cuarenta años de profesión. Durante los cuatro años que ella llevaba trabajando para él no había descuidado jamás un trabajo ni entregado un solo informe mediocre.

Todo lo contrario: sus trabajos no tenían parangón con los del resto de colaboradores. Armanskij estaba convencido de que Lisbeth Salander poseía un don especial.

Cualquier persona podía buscar información sobre la solvencia de alguien o realizar una petición de control en el servicio de cobro estatal, pero Salander le echaba imaginación y siempre volvía con algo completamente distinto de lo esperado. Él nunca había entendido muy bien cómo lo hacía; a veces su capacidad para encontrar información parecía pura magia. Conocía los archivos burocráticos como nadie y podía dar con las personas más difíciles de encontrar. Sobre todo, tenía la capacidad de meterse en la piel de la persona a la que investigaba. Si había alguna mierda oculta que desenterrar, ella iba derecha al objetivo como si fuera un misil de crucero programado.

No cabía duda de que tenía un don.

Sus informes podían suponer una verdadera catástrofe para la persona que fuera alcanzada por su radar. Armanskij todavía se ponía a sudar cuando se acordaba de aquella ocasión en la que, con vistas a la adquisición de una empresa, le encomendó el control rutinario de un investigador del sector farmacéutico. El trabajo debía hacerse en el plazo de una semana, pero se fue prolongando. Tras un silencio de cuatro semanas y numerosas advertencias, todas ellas ignoradas, Lisbeth Salander volvió con un informe que ponía de manifiesto que el tipo en cuestión era un pedófilo; al menos en dos ocasiones había contratado los servicios de una prostituta de trece años en Tallin. Además, ciertos indicios revelaban un interés malsano por la hija de la mujer que por aquel entonces era su pareja.

Salander tenía características muy singulares que, de vez en cuando, llevaban a Armanskij al borde de la desesperación.

Al descubrir que se trataba de un pedófilo no llamó por teléfono para advertir a Armanskij ni irrumpió apresuradamente en su despacho pidiendo una reunión urgente. Todo lo contrario: sin indicar con una sola palabra que el informe contenía material explosivo de proporciones más bien nucleares, una tarde lo depositó encima de su mesa, justo cuando Armanskij iba a apagar la luz y marcharse a casa.

Se llevó el informe y no lo leyó hasta más tarde, por la noche, cuando, ya relajado en el salón de su chalé de Lidingö, compartía con su esposa una botella de vino mientras veían la tele.

Como siempre, el informe estaba redactado con una meticulosidad casi científica, con notas a pie de página, citas y fuentes exactas. Los primeros folios daban cuenta del historial de aquel individuo, de su formación, su carrera profesional y su situación económica. No fue hasta la página 24, en un discreto apartado, cuando Salander —en el mismo tono objetivo que empleó para informar de que el susodicho vivía en un chalé de Sollentuna y conducía un Volvo azul oscuro— dejó caer la bomba de la verdadera finalidad de los viajes que el tipo realizaba a Tallin. Para demostrar sus afirmaciones Lisbeth remitía a la documentación contenida en un amplio anexo, donde había, entre otras cosas, fotografías de la niña de trece años en compañía del sujeto. La foto se había hecho en el pasillo de un hotel de Tallin y él tenía una mano bajo el jersey de la niña. Además —sabe Dios cómo—, Lisbeth consiguió localizar a la niña y logró convencerla para que dejara grabada una detallada declaración.

El informe creó aquel caos que precisamente Armanskij quería evitar a toda costa. Para empezar tuvo que tomarse un par de pastillas de las que su médico le había recetado para la úlcera. Luego convocó al cliente a una triste reunión relámpago. Al final, y a pesar de la lógica reticencia del cliente, tuvo que entregarle el material a la policía. Esto último quería decir que Milton Security se arriesgaba a verse involucrada en una espiral de acusaciones y contraacusaciones. Si la documentación no hubiera resultado lo suficientemente fidedigna o el hombre hubiese sido absuelto, la empresa habría corrido el riesgo potencial de ser procesada por difamación. En fin, una pesadilla. Sin embargo, la llamativa ausencia de compromiso emocional de Lisbeth Salander no era lo que más le molestaba. En el mundo empresarial la imagen resultaba fundamental, y la de Milton representaba una estabilidad conservadora. Salander encajaba en esa imagen tanto como una excavadora en un salón náutico.

A Armanskij le costaba hacerse a la idea de que su investigadora estrella fuera una chica pálida de una delgadez anoréxica, pelo cortado al cepillo y piercings en la nariz y en las cejas. En el cuello llevaba tatuada una abeja de dos centímetros de largo. También se había hecho dos brazaletes: uno en el bíceps izquierdo y otro en un tobillo. Además, al verla en camiseta de tirantes, Armanskij había podido apreciar que en el omoplato lucía un gran tatuaje con la figura de un dragón. Lisbeth er pelirroja, pero se había teñido de negro azabache. Solía dar la impresión de que se acababa de levantar tras haber pasado una semana de orgía con una banda de heavy metal.

En realidad, no tenía problemas de anorexia; de eso estaba convencido Armanskij. Al contrario: parecía consumir toda la comida-basura imaginable. Simplemente había nacido delgada, con una delicada estructura ósea que le daba un aspecto de niña esbelta de manos finas, tobillos delgados y unos pechos que apenas se adivinaban bajo su ropa. Tenía veinticuatro años, pero aparentaba catorce.

Una boca ancha, una nariz pequeña y unos prominentes pómulos le daban cierto aire oriental. Sus movimientos eran rápidos y parecidos a los de una araña; cuando trabajaba en el ordenador, sus dedos volaban sobre el teclado. Su cuerpo no era el más indicado para triunfar en los desfiles de moda, pero, bien maquillada, un primer plano de su cara podría haberse colocado en cualquier anuncio publicitario. Con el maquillaje —a veces solía llevar, para más inri, un repulsivo carmín negro—, los tatuajes, los piercings en la nariz y en las cejas resultaba… humm… atractiva, de una manera absolutamente incomprensible.

El hecho de que Lisbeth Salander trabajara para Armanskij era ya de por sí asombroso. No se trataba del tipo de mujer con el que Armanskij acostumbraba a relacionarse, y mucho menos el que solía considerar para ofrecerle un empleo. Ella había sido contratada en la oficina como una especie de chica para todo cuando Holger Palmgren, un abogado medio jubilado que se ocupaba de los negocios personales del viejo J. F. Milton, la recomendó presentándola como «una chica lista pero con un carácter un poco difícil». Palmgren le pidió a Armanskij que le diera una oportunidad a la chica, cosa que éste prometió con desgana. Palmgren pertenecía a esa clase de hombres que sólo interpretaba un no como un motivo para doblar sus esfuerzos, así que lo más fácil era aceptar abiertamente. Armanskij sabía que Palmgren se dedicaba a ayudar a niñatos conflictivos y a otras chorradas sociales, pero tenía buen criterio.

Dragan Armanskij se arrepintió en el mismo momento en que conoció a Lisbeth Salander. No sólo le parecía problemática; a ojos de Armanskij ella era la viva representación del término. No había conseguido el certificado escolar, jamás había pisado el instituto y carecía de cualquier tipo de formación superior.

Durante los primeros meses, Lisbeth trabajó a jornada completa; bueno, casi completa. Por lo menos aparecía de vez en cuando por su lugar de trabajo. Preparaba café, traía el correo y se encargaba de la fotocopiadora. Sin embargo, no se preocupaba en lo más mínimo del horario ni de las rutinas normales de la oficina.

En cambio, poseía un gran talento para sacar de quicio a los demás empleados. Se ganó el apodo de «la chica con dos neuronas»: una para respirar y otra para mantenerse en pie. Nunca hablaba de sí misma. Los compañeros que intentaban conversar con ella raramente recibían respuesta y enseguida desistían. Los intentos de broma nunca caían en terreno abonado: o contemplaba al bromista con grandes ojos inexpresivos o reaccionaba con manifiesta irritación.

Además, tenía fama de cambiar de humor drásticamente si se le antojaba que alguien le estaba tomando el pelo, algo bastante habitual en aquel lugar de trabajo. Su actitud no invitaba ni a la confianza ni a la amistad, así que rápidamente se convirtió en un bicho raro que rondaba como un gato sin dueño por los pasillos de Milton.

La dejaron por imposible: allí no había nada que hacer. Al cabo de un mes de constantes problemas, Armanskij la llamó a su despacho con el firme propósito de despedirla. Cuando le dio cuenta de su comportamiento, ella lo escuchó impasible, sin nada que objetar y sin ni siquiera levantar una ceja. Nada más terminar de sermonearla sobre su «actitud incorrecta», y cuando ya estaba a punto de decirle que, sin duda, sería una buena idea que buscara trabajo en otra empresa que «pudiera aprovechar mejor sus cualidades », ella lo interrumpió en medio de una frase. Por primera vez hablaba enlazando más de dos palabras seguidas.

—Oye, si necesitas un conserje puedes ir a la oficina de empleo y contratar a cualquiera. Yo soy capaz de averiguar lo que sea de quien sea, y si no te sirvo más que para organizar las cartas del correo, es que eres un idiota. Armanskij todavía se acordaba del asombro y de la rabia que se apoderaron de él mientras ella continuaba tan tranquila:

—Tienes un tío que ha tardado tres semanas en redactar un informe, que no vale absolutamente nada, sobre un yuppie al que piensan reclutar como presidente de la junta directiva en esa empresa puntocom. Hice las fotocopias de esa mierda anoche y veo que ahora lo tienes aquí delante.

La mirada de Armanskij buscó el informe y por una vez alzó la voz.

—No debes leer informes confidenciales.

—Probablemente no, pero las medidas de seguridad de tu empresa dejan mucho que desear. Según tus instrucciones, él mismo debería fotocopiar ese tipo de cosas, pero anoche, antes de irse por ahí a tomar algo, me puso el informe en mi mesa. Y, dicho sea de paso, su anterior informe me lo encontré en el comedor hace un par de semanas.

—¿Qué? —exclamó Armanskij, perplejo.

—Tranquilo. Lo metí en su caja fuerte.

—¿Te ha dado la combinación de su archivador privado?—preguntó Armanskij, sofocado.

—No, no exactamente. Lo tiene apuntado en un papel que guarda debajo de la carpeta de su mesa, junto con el código de su ordenador. Pero lo que importa aquí es que ese payaso de investigador ha hecho una investigación personal que no vale una mierda. Se le ha pasado que el tipo tiene unas deudas de juego que son una pasada y que esnifa coca como una aspiradora; además, su novia tuvo que buscar protección en un centro de acogida de mujeres después de que él la zurrara de lo lindo.

Ella se calló. Armanskij permaneció en silencio un par de minutos hojeando el informe en cuestión. Estaba estructurado de un modo profesional, redactado en una prosa comprensible y lleno de referencias a opiniones de amigos y conocidos del sujeto en cuestión. Al final, levantó la mirada y dijo tan sólo una palabra: «Demuéstralo».

—¿Cuánto tiempo tengo?

—Tres días. Si no puedes probar tus afirmaciones, el viernes por la tarde te despediré.

Tres días más tarde, sin pronunciar palabra, Lisbeth le entregó un informe elaborado a partir de numerosas fuentes en el que ese joven yuppie, aparentemente tan simpático, se revelaba como un cabrón de mucho cuidado. Armanskij leyó el informe varias veces durante el fin de semana y se pasó parte del lunes comprobando algunas de las afirmaciones sin poner mucho empeño en ello, ya que antes de empezar sabía que la información resultaría correcta.

Armanskij estaba desconcertado y furioso consigo mismo porque, evidentemente, la había juzgado mal. La había considerado tonta, incluso tal vez retrasada. No esperaba que una chica que se había pasado los años de colegio faltando a clase, hasta el punto de que ni siquiera le dieron el certificado escolar, redactara un informe que no sólo era lingüísticamente correcto sino que, además, contenía observaciones e informaciones que Armanskij no entendía en absoluto cómo podía haber conseguido.

Estaba convencido de que en Milton Security nadie habría sido capaz de obtener un historial médico confidencial de un centro de acogida de mujeres maltratadas.

Cuando le preguntó cómo lo había hecho, no recibió más que respuestas evasivas.

Dijo que no pensaba revelar sus fuentes. Al cabo de algún tiempo le quedó claro que Lisbeth Salander no tenía ninguna intención de hablar de sus métodos de trabajo, ni con él ni con nadie. Eso le preocupaba, pero no lo suficiente como para poder resistirse a la tentación de ponerla a prueba.

Reflexionó sobre el asunto un par de días. Recordó las palabras de Holger Palmgren cuando se la envió: «Todas las personas tienen derecho a una oportunidad ». Pensaba en su propia educación musulmana, de la que había aprendido que su deber ante Dios era ayudar a los necesitados. Es cierto que no creía en Dios y que no visitaba una mezquita desde su adolescencia, pero veía a Lisbeth Salander como una persona necesitada de ayuda y de un firme apoyo. Además, a decir verdad, durante las últimas décadas no había cumplido mucho con su deber.

En vez de despedirla, la convocó a una entrevista personal, durante la cual intentó comprender de qué pasta estaba hecha la problemática chica. Reforzó su convicción de que Lisbeth Salander sufría algún tipo de trastorno grave, pero también descubrió que tras su arisca apariencia se ocultaba una persona inteligente. Por una parte, la veía frágil e irritante, pero, por otra, y para su sorpresa, empezaba a caerle bien.

Durante los meses siguientes, Armanskij tuvo a Lisbeth Salander bajo su protección. Para ser sincero consigo mismo, lo cierto es que la acogió como si se tratara de un pequeño proyecto social. Le encomendaba sencillas tareas de investigación e intentaba darle ideas de cómo debía actuar. Ella lo escuchaba con mucha paciencia y luego llevaba a cabo la misión totalmente a su manera. Le pidió al jefe técnico de Milton que le diera a Lisbeth un curso básico de informática; Salander se pasó toda una tarde sentada en el pupitre sin rechistar, hasta que el jefe técnico, algo molesto, informó de que ya parecía poseer mejores conocimientos de informática que la mayoría de la plantilla.

Pronto Armanskij se dio cuenta de que Lisbeth Salander, a pesar de esas charlas formativas sobre el desarrollo personal, las ofertas de cursos de formación interna y otros modos de persuasión, no tenía intención de adaptarse a la rutina laboral de Milton, lo cual no dejaba de ser un tema complicado para Armanskij.

Continuaba siendo un motivo de irritación para los demás trabajadores de la empresa. Armanskij era consciente de que no habría aceptado que cualquier otro empleado fuera y viniera como le diera la gana; en otras circunstancias, le habría dado un ultimátum exigiendo una rectificación. También sospechaba que si le diera a Lisbeth Salander un ultimátum o la amenazara con un despido, ella sólo se encogería de hombros, y no la volvería a ver. Así que se veía obligado a deshacerse de ella o a aceptar que no funcionaba como los demás.

Un problema aún mayor para Armanskij lo constituía el hecho de no tener claros sus propios sentimientos hacia la joven. Era como un picor molesto, repulsivo, pero al mismo tiempo atrayente. No se trataba de una atracción sexual; por lo menos, Armanskij no lo consideraba así. Las mujeres a las que Dragan solía mirar de reojo eran rubias con muchas curvas y con labios carnosos que despertaban su imaginación; además, llevaba veinte años casado con una finlandesa llamada Ritva, que todavía, a su mediana edad, cumplía de sobra con esos requisitos.

Nunca había sido infiel; bueno, puede que en alguna ocasión hubiera ocurrido algo que su mujer podía malinterpretar en el caso de enterarse, pero el matrimonio vivía feliz y tenía dos hijas de la edad de Salander. De todas maneras, no le interesaban las chicas sin pecho que, a distancia, podrían confundirse con chicos flacos. En fin, no era su tipo.

Aun así, había empezado a sorprenderse a sí mismo con fantasías inapropiadas sobre Lisbeth Salander y reconocía que no se sentía del todo indiferente cerca de ella.

Pero la atracción, pensaba Armanskij, radicaba en que Lisbeth Salander le parecía un ser extraño. Podría haberse enamorado perfectamente del cuadro de una ninfa griega. Salander representaba una vida irreal, que le fascinaba, pero que no podía compartir y en la que, de todos modos, ella le prohibiría participar.

En una ocasión, Armanskij estaba tomando algo en una terraza de Stortorget, en Gamla Stan, cuando Lisbeth Salander se acercó andando despreocupadamente y se sentó a una mesa de la parte opuesta del café. La acompañaban tres chicas y un chico, todos vestidos de forma muy similar. Armanskij la contempló con curiosidad. Parecía igual de reservada que en el trabajo, pero lo cierto es que esbozó una ligera sonrisa al oír lo que le contaba una chica de pelo violeta.

Armanskij se preguntaba cómo reaccionaría Salander si un día él se presentara en el trabajo con el pelo verde, vaqueros desgastados y una chupa de cuero toda pintarrajeada y llena de remaches y cremalleras. ¿Le aceptaría como un igual? A lo mejor; daba la sensación de aceptar todo lo de su entorno con la típica actitud de not my business. Pero lo más probable es que simplemente le sonriera burlonamente.

En la terraza del café, ella estaba sentada de espaldas a él y no se dio la vuelta ni una sola vez, así que, aparentemente, ignoraba por completo que él estuviera allí. Armanskij se sentía extrañamente molesto ante su presencia y cuando, al cabo de un rato, se levantó para desaparecer imperceptiblemente, de repente ella volvió la cabeza y lo miró de frente, como si todo el tiempo hubiera sabido que estaba allí, dentro del radio de alcance de su radar. Su mirada fue tan repentina que la interpretó como un ataque y, al abandonar la terraza con pasos apresurados, fingió no haberla visto. Ella no lo saludó, pero lo siguió con la vista y hasta que Armanskij dobló la esquina sus ojos no dejaron de abrasarle la espalda.

Lisbeth apenas se reía. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, Armanskij pareció notar una actitud un poco más relajada por su parte. Tenía un sentido del humor seco —por no decir otra cosa— que, de vez en cuando, producía una torcida e irónica sonrisa.

A veces Armanskij se sentía tan irritado por su falta de respuesta emocional que le entraban ganas de agarrarla y sacudirla para traspasar su coraza y ganarse su amistad o, por lo menos, su respeto.

En una sola ocasión, cuando Lisbeth ya llevaba nueve meses en la empresa, Armanskij intentó hablar de esos sentimientos con ella. Ocurrió una noche de diciembre, durante la fiesta de Navidad de Milton Security; por una vez, él no estaba del todo sobrio. No sucedió nada inadecuado; en realidad, sólo le quiso decir que le caía bien; sobre todo, explicarle que sentía un instinto protector hacia ella y que, si alguna vez necesitaba ayuda, siempre podría dirigirse a él con toda confianza. Incluso hizo ademán de abrazarla. Amistosamente, por supuesto.

Ella se zafó de su torpe abrazo y abandonó la fiesta. Después no apareció por la oficina ni contestó al móvil. Dragan Armanskij vivió su ausencia como una tortura, casi como un castigo personal. No tenía con quién hablar de sus sentimientos y, por primera vez, con una claridad aterradora, se dio cuenta del poder que Lisbeth Salander ejercía sobre él.

Tres semanas después, una noche de enero, ya tarde, en la que Armanskij se había quedado en su despacho para revisar el balance anual, Salander volvió. Entró tan imperceptiblemente como un fantasma; de repente, él advirtió que, a dos pasos de la puerta, alguien le estaba observando desde la penumbra. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí.

—¿Quieres café? —preguntó ella, ofreciéndole una taza de la máquina de café del comedor. Lo aceptó en silencio y sintió tanto alivio como temor cuando Lisbeth, después de cerrar la puerta con la punta del pie y sentarse en la silla, lo miró directamente a los ojos. Luego le hizo la pregunta prohibida de tal manera que le resultó imposible desviarla con una broma o evitarla—. Dragan, ¿yo te pongo?

Armanskij se quedó como paralizado mientras buscaba desesperadamente una respuesta. Su primer impulso fue negarlo todo con aire ofendido. Luego vio su mirada y se dio cuenta de que, por primera vez, le había hecho una pregunta íntima. Sonaba seria y si intentaba esquivarla con una broma, se lo tomaría como un insulto personal. Quería hablar con él; Dragan se preguntó cuánto tiempo llevaría armándose de valor para soltarle la pregunta. Lentamente, dejó su bolígrafo en la mesa y se echó hacia atrás en la silla. Al final, acabó relajándose.

—¿Qué te hace pensar eso? —le preguntó.

—Tu modo de mirarme y el de no mirarme. Y las veces que has estado a punto de extender la mano para tocarme y te has detenido.

De repente él sonrió.

—Me da la sensación de que me cortarías la mano de un mordisco si te llegara a poner un dedo encima.

Ella no sonrió. Seguía esperando.

—Lisbeth, yo soy tu jefe y aunque me sintiera atraído por ti nunca haría nada.

Ella todavía seguía esperando.

—Entre tú y yo: sí, ha habido momentos en los que me he sentido atraído hacia ti. No puedo explicármelo, pero es así. Por alguna razón que no entiendo te quiero mucho. Pero no me pones.

—Bien. Porque nunca pasará nada entre tú y yo.

De repente Armanskij se rió. Por primera vez, Salander le había dicho algo personal, aunque fuese la respuesta más negativa que un hombre podía oír. Intentaba buscar las palabras adecuadas.

—Lisbeth, entiendo perfectamente que no te interese un viejo de más de cincuenta años.

—No me interesa un viejo de más de cincuenta años que es mi jefe —dijo, levantando una mano—. Espera, déjame hablar. A veces eres idiota y un burócrata insoportable, aunque, al mismo tiempo, me pareces un hombre atractivo y… yo también puedo sentirme… Pero eres mi jefe; además, conozco a tu mujer y quiero conservar este trabajo. Lo más estúpido que podría hacer sería tener un rollo contigo.

Armanskij permaneció callado sin apenas atreverse a respirar.

—Soy consciente de lo que has hecho por mí y te estoy muy agradecida. Aprecio que hayas demostrado estar por encima de tus prejuicios y que me hayas dado una oportunidad. Pero ni te quiero como amante ni eres mi viejo.

Ella se calló. Al cabo de un rato Armanskij suspiró desamparado.

—¿Y qué es lo que quieres de mí?

—Quiero seguir trabajando para ti. Si te parece bien, claro.

Él asintió con la cabeza y luego le contestó de la manera más sincera que pudo:

—Estoy encantado de que trabajes para mí. Pero también quiero que tengas algún tipo de amistad o de confianza conmigo.

Ella asintió en silencio.

—No eres alguien que incite a la amistad —le soltó Armanskij de repente. La notó un poco apesadumbrada pero, aun así, continuó implacablemente—. Ya he entendido que no quieres que nadie se meta en tu vida e intentaré no hacerlo. Pero ¿me dejas que te siga teniendo cariño?

Salander lo meditó durante un buen rato. Luego, a modo de respuesta, se levantó, bordeó la mesa y le dio un abrazo. Se quedó totalmente perplejo. Cuando ella lo soltó, cogió su mano y preguntó:

—¿Podemos ser amigos?

Ella asintió con un solo movimiento de cabeza.

Fue la única vez que le mostró algo de ternura, y la única vez que lo tocó. Un momento que Armanskij recordaba con mucho cariño.

Cuatro años después Salander seguía sin revelarle a Armanskij prácticamente nada sobre su vida privada ni sobre su pasado. En una ocasión aplicó sus propios conocimientos en el arte de las «iper» para investigarla personalmente.

Además, mantuvo una larga conversación con el abogado Holger Palmgren —quien no pareció sorprenderse al verlo— y lo que descubrió no contribuyó precisamente a aumentar su confianza en Lisbeth.

Nunca jamás lo comentó con ella, ni le dio a entender que había estado husmeando en su vida privada. Más bien al contrario, ocultó su preocupación y aumentó su nivel de alerta.

Antes de que terminara aquella extraña noche, Salander y Armanskij llegaron a un acuerdo: en el futuro ella haría investigaciones como freelance y él le daría una pequeña retribución mensual fija, tanto si le encargaba algo como si no. Los verdaderos ingresos estarían en lo que facturara por cada uno de los encargos. Podría trabajar a su manera; a cambio, se comprometía a no hacer nunca nada que lo avergonzara a él o que pudiera involucrar a Milton Security en un escándalo.

Para Armanskij se trataba de una solución práctica que le favorecía a él, a la empresa y a la propia Salander.

Redujo el incómodo departamento de IP a una sola persona: un colaborador ya mayor que hacía trabajos rutinarios decentes y se encargaba de comprobar la solvencia de los individuos investigados. Todas las tareas complicadas o dudosas se las dejó a Salander y a unos cuantos freelance que en la práctica —en caso de que hubiera, realmente líos— serían autónomos, de modo que Milton Security no tendría en realidad ninguna responsabilidad sobre ellos. Armanskij la contrataba a menudo, así que ella se sacaba un buen sueldo. Podría ganar mucho más, pero sólo trabajaba cuando le apetecía; y si eso no le gustaba, que la despidiera.

Armanskij la aceptaba tal y como era, pero no le permitía tratar personalmente con los clientes. Hacía escasas excepciones a la regla, y el asunto del día, desgraciadamente, pertenecía a esa categoría.

Aquel día Lisbeth Salander llevaba una camiseta negra con la cara de un E.T. con colmillos y el texto I am also an alien. Una falda negra, rota en el dobladillo, una desgastada chupa de cuero negra que le llegaba a la cintura, unas fuertes botas de la marca Doc Martens, y calcetines con rayas verdes y rojas hasta la rodilla. Se había maquillado en una escala cromática que dejaba adivinar un problema de daltonismo. En otras palabras, iba bastante más arreglada que de costumbre.

Armanskij suspiró y dirigió la mirada a la tercera persona presente en la habitación, un cliente con traje clásico y gafas gruesas. El abogado Dirch Frode tenía sesenta y ocho años y había insistido en conocer personalmente al autor del informe para poder hacerle unas preguntas.

Armanskij había intentado impedir el encuentro con evasivas como, por ejemplo, que Salander estaba resfriada, de viaje u ocupadísima con otra misión. Frode contestaba despreocupadamente que no importaba, que no se trataba de un asunto urgente y que no le molestaba tener que esperar unos cuantos días. Armanskij se maldijo a sí mismo, pero al final no tuvo más remedio que reunirlos a los dos, y ahora el abogado Frode estaba observando a Lisbeth Salander con los ojos entornados y una manifiesta fascinación. Lisbeth Salander le devolvió la mirada airadamente, con una cara que no dejaba entrever sentimientos demasiado cálidos.

Armanskij volvió a suspirar, contemplando la carpeta que ella acababa de depositar encima de su mesa. En la portada se leía el nombre de CARL MIKAEL BLOMKVIST, seguido de su número de identificación personal, pulcramente escrito con letras de imprenta. Pronunció el nombre en voz alta, de modo que el abogado despertó de su hechizo y buscó a Armanskij con la mirada.

—Bien, ¿qué es lo que me puede contar de Mikael Blomkvist? —preguntó.

—Ésta es la señorita Salander, la autora del informe.

—Armanskij dudó un instante y luego continuó hablando con una sonrisa que, aunque intentaba ser de complicidad, le salió irremediablemente exculpatoria—.

No se deje engañar por su juventud. Es, sin duda, nuestra mejor investigadora.

—Estoy convencido de que así es —contestó Frode con una voz seca que insinuaba todo lo contrario—.

Cuénteme la conclusión a la que ha llegado.

Resultaba evidente que el abogado Frode no tenía ni idea de cómo tratar a Lisbeth Salander y que intentaba encontrar un terreno más familiar dirigiéndole la pregunta a Armanskij, como si ella no se encontrara en el despacho. Salander aprovechó la ocasión e hizo un gran globo con su chicle. Antes de que Armanskij pudiera contestar, miró a su jefe como si Frode no existiese.

—Pregúntale al cliente si quiere la versión corta o la larga.

Frode se dio cuenta enseguida de que había metido la pata. Se produjo un silencio incómodo y breve; finalmen - te se dirigió a Lisbeth Salander y, en un tono amablemente paternal, intentó remediar su error.

—Agradecería que la señorita me hiciera un resumen oral de sus conclusiones.

Salander parecía un depredador núbil y malvado que contemplaba la posibilidad de pegarle un bocado a Frode para ver si le servía de almuerzo. Había tanta hostilidad en su mirada que a Frode le recorrió un escalofrío por la espalda. De repente el rostro de la joven se relajó. Frode se preguntó si la expresión de esos ojos habría existido sólo en su imaginación. El inicio de su presentación sonó como el discurso de un ministro:

—Permítame que empiece por decir que este cometido no ha sido especialmente complicado, a excepción de la propia descripción de la tarea, ciertamente bastante imprecisa. Usted quería saber «todo lo que se pudiera averiguar» sobre él, pero sin especificar si buscaba algo en particular. Por esa razón, el informe se ha efectuado a modo de compendio, incluyendo los hechos más significativos de su vida. Contiene 193 páginas, pero más de 120 son, en realidad, copias de artículos escritos por la persona en cuestión, o recortes de prensa en los que ha aparecido. Blomkvist es una persona pública con pocos secretos y no mucho que ocultar.

—Entonces ¿tiene secretos? —preguntó Frode.

—Todas las personas ocultan secretos —contestó Lisbeth

Salander en un tono neutro—. Sólo es cuestión de averiguar cuáles son.

—Soy todo oídos.

—Mikael Blomkvist vino al mundo el 18 de enero de 1960; va a cumplir, por tanto, cuarenta y cuatro años.

Nació en Borlänge, pero nunca ha vivido allí. Sus padres, Kurt y Anita Blomkvist, ya fallecidos, rondaban los treinta y cinco años cuando Mikael nació. Su padre trabajaba como instalador de máquinas industriales, cosa que le obligaba a viajar con frecuencia. Por lo que he podido averiguar, su madre era ama de casa. La familia se trasladó a Estocolmo cuando Mikael empezó el colegio. Tiene una hermana tres años más joven que se llama Annika y es abogada. También tiene tíos y primos.

¿Piensas servir ese café?

Las últimas palabras iban dirigidas a Armanskij, quien se apresuró a abrir la cafetera termo que había pedido para la reunión. Le hizo un gesto a Salander invitándola a continuar.

—Así que en 1966 la familia se mudó a Estocolmo. Vivían en Lilla Essingen. Al principio, Blomkvist asistió a un colegio de Bromma y luego al instituto de bachillerato de Kungsholmen. Sus notas finales no estuvieron mal: 4,9 sobre 5. Hay copias en la carpeta. Durante la época del instituto se dedicó a la música y tocó el bajo en un grupo de rock llamado Bootstrap; sacaron un sencillo que sonó en la radio durante el verano de 1979. Después del instituto trabajó un tiempo en las taquillas del metro, ahorró algo de dinero y se fue al extranjero. Estuvo fuera un año; al parecer, viajó sobre todo por Asia –India y Tailandia– y se dio una vuelta por Australia. Empezó a estudiar periodismo en Estocolmo a la edad de veintiún años, pero interrumpió los estudios después del primer año para hacer la mili en la Escuela de Infantería de Kiruna, Laponia. Estuvo en una especie de compañía de élite, muy machos todos, de la que salió con 10-9-9, una buena calificación. Después del servicio militar terminó la carrera de periodismo y desde entonces ha estado trabajando. ¿Hasta qué punto quiere que entre en detalles?

—Cuente lo que le parezca importante.

—De acuerdo. Da la impresión de ser un poco «don Perfecto». Hasta hoy ha sido un periodista exitoso. Durante los años ochenta realizó numerosas sustituciones, primero en la prensa de provincias y luego en Estocolmo. Adjunto una lista. La consagración le llegó con la historia de la banda de los Golfos Apandadores, aquellos atracadores a los que desenmascaró.

—El superdetective Kalle Blomkvist.

—Un apodo que odia, lo cual es comprensible. Si alguien me llamara Pippi Calzaslargas en un titular, le partiría la cara.

Le lanzó una mirada asesina a Armanskij. Éste tragó saliva. En más de una ocasión había pensado que Lisbeth Salander se parecía a Pippi Calzaslargas y agradeció a su buen juicio no haber intentado jamás hacer una broma al respecto. Con el dedo índice le hizo un gesto para que continuara.

—Una fuente afirma que hasta ese momento quería ser reportero criminal y, de hecho, hizo sustituciones como tal en un vespertino, pero lo que le ha dado a conocer ha sido su trabajo como periodista político y económico. Fundamentalmente ha trabajado como freelance; tan sólo tuvo un empleo fijo en un vespertino a finales de los años ochenta. Se fue en 1990, cuando participó en la fundación de la revista mensual Millennium. Ésta empezó de manera manifiestamente independiente, sin el respaldo de una editorial sólida. La tirada ha ido aumentando y hoy en día ronda los ventiún mil ejemplares. La redacción se encuentra en Götgatan, a sólo unas manzanas de aquí.

—Una revista de izquierdas.

—Eso depende de lo que se entienda por izquierdas. Generalmente, Millennium es considerada una revista crítica con la sociedad, pero seguro que los anarquistas piensan que es una revista pequeñoburguesa de mierda, como Arena u Ordfront, mientras que la Asociación de Estudiantes Moderados probablemente crea que la redacción está compuesta por bolcheviques. No he encontrado nada que indique que Blomkvist haya participado activamente en política, ni siquiera durante la época más «progre», en sus años de instituto. Durante su época de estudiante en la Escuela Superior de Periodismo vivía con una chica que por entonces colaboraba con los sindicalistas, y que hoy en día es diputada del Partido de Izquierda.

Parece ser que el sello izquierdista ha surgido más que nada porque se ha especializado en reveladores reportajes sobre la corrupción y los oscuros trapicheos del mundo empresarial. Ha realizado unos devastadores retratos de directores y políticos, bien merecidos sin duda, y ha provocado una serie de dimisiones. Además, muchos de sus textos tuvieron repercusiones legales. El escándalo más conocido es el caso Arboga, que forzó la dimisión de un político del bloque no socialista y envió a la cárcel a un antiguo contable municipal por malversación de fondos. Pese a todo, no creo que se pueda considerar la denuncia de actividades delictivas como una manifestación de izquierdismo.

—Entiendo lo que quiere decir. ¿Qué más?

—Ha escrito dos libros. Uno sobre el caso Arboga y otro sobre periodismo económico titulado La orden del Temple, que se publicó hace tres años. No he leído el libro, pero a juzgar por las reseñas parece que fue muy controvertido. Dio lugar a numerosos debates en los medios de comunicación.

—¿Y su situación económica? —preguntó Frode.

—No es rico, pero tampoco pasa hambre. Las declaraciones de la renta se adjuntan en el informe. Tiene ahorradas unas doscientas cincuenta mil coronas en el banco, repartidas entre fondos de pensiones y fondos de inversión.

Además, dispone de una cuenta de unas cien mil coronas que usa para gastos corrientes, como viajes y cosas así. Es propietario de un apartamento que ha terminado de pagar —sesenta y cinco metros cuadrados, en Bellmansgatan— y no tiene préstamos ni deudas pendientes. Salander levantó un dedo.

—Hay otro bien más: un inmueble en la costa, en Sandhamn. Es una caseta de pescadores de treinta metros cuadrados que ha transformado en vivienda y que está junto al mar, en medio de la zona más atractiva del pueblo. Por lo visto, fue adquirida por un tío suyo en los años cuarenta, cuando ese tipo de operaciones seguían siendo posibles para los simples mortales; gracias a una herencia, la caseta acabó en manos de Blomkvist. Repartieron la herencia de tal modo que la hermana se quedó con el piso de los padres en Lilla Essingen, y Mikael Blomkvist con la caseta. No sé lo que valdrá hoy en día, sin duda varios millones, pero, en cualquier caso, no parece dispuesto a venderla porque suele ir a Sandhamn con bastante frecuencia.

—¿Ingresos?

—Como ya he comentado, es copropietario de Millennium, pero no gana más de doce mil coronas al mes. El resto lo consigue con sus trabajos como freelance, de modo que su salario final es variable. Alcanzó su máximo hace tres años cuando fue contratado por numerosos medios y ganó cerca de cuatrocientas cincuenta mil.

El año pasado sólo ingresó ciento veinte mil con sus actividades de freelance.

—Debe pagar una indemnización de ciento cincuen - ta mil coronas, además de los honorarios del abogado y otras cosas —puntualizó Frode—. Digamos que el coste final será bastante elevado; eso sin mencionar que carecerá de ingresos cuando tenga que cumplir la sentencia en prisión.

—Eso significa que se va a quedar bastante tieso —sentenció Salander.

—¿Se trata de una persona honesta? —preguntó Dirch Frode.

—Ése es, por decirlo de alguna manera, su valor seguro. Va dando la imagen del típico guardián de la moral, insobornable, que se enfrenta al mundo empresarial. Y como tal le invitan con bastante frecuencia a comentar distintos asuntos en la televisión.

—No creo que quede gran cosa de ese valor seguro después de la sentencia de hoy —reflexionó Dirch Frode.

—Debo reconocer que no sé exactamente lo que se exige de un periodista, pero supongo que pasará algún tiempo antes de que el superdetective Blomkvist reciba el Gran Premio de Periodismo. Ha metido la pata hasta el fondo —dijo Salander sobriamente—. Si se me permite una reflexión personal…

Armanskij abrió los ojos de par en par. Durante los años que Lisbeth Salander llevaba con él, jamás había hecho ni una sola reflexión personal en una investigación de estas características. Para ella sólo contaban los hechos puramente objetivos.

—No forma parte de mi investigación estudiar el caso Wennerström, pero seguí el juicio y tengo que admitir que me quedé bastante asombrada. Hay algo raro en el caso y está completamente… out of character. A Mikael Blomkvist no le pega nada publicar una cosa tan surrealista.

Salander se rascó el cuello. Frode se mostró paciente. Mientras, Armanskij se preguntaba si estaba equivocado o es que Lisbeth no sabía realmente cómo continuar. La Salander que él conocía no dudaba ni se mostraba insegura jamás. Al final ella pareció decidirse.

—Esto que no conste en acta… No me he metido mucho en el caso Wennerström, pero la verdad es que creo que a Kalle Blomkvist… perdón, a Mikael Blomkvist, se la han jugado bien. Pienso que toda esta historia oculta algo totalmente diferente a lo que dicta la sentencia.

Ahora fue Dirch Frode el que se incorporó bruscamente en la silla. El abogado examinó a Salander con ojos inquisitivos, y Armanskij advirtió que, por primera vez desde que ella inició su presentación, el cliente mostraba una atención que iba más allá de la mera cortesía.

Tomó nota mentalmente de que el caso Wennerström parecía albergar un especial atractivo para Frode. «Rectifico —pensó Armanskij enseguida—; Frode no estaba interesado en el caso Wennerström: ha reaccionado cuando Salander insinuó que a Blomkvist se la jugaron bien.»

—¿Qué quiere decir? —preguntó Frode.

—No es más que una simple suposición, pero estoy prácticamente convencida de que alguien lo ha engañado.

—¿Y qué es lo que le hace pensar eso?

—Toda la trayectoria profesional de Blomkvist indica que se trata de un reportero muy prudente. Todas las controvertidas revelaciones que ha publicado anteriormente han ido acompañadas de una sólida documentación.

Un día asistí al juicio: no argumentó nada en contra, pareció rendirse sin luchar. No casa con su carácter. Según el tribunal, se ha inventado la historia de Wennerström sin la más mínima prueba y la ha publicado como si fuera un terrorista suicida del periodismo. Simplemente, no es el estilo de Blomkvist.

—Y según usted, ¿qué es lo que pasó?

—No tengo más que conjeturas. Blomkvist creía en su historia, pero algo debió de suceder mientras tanto y la información resultó ser falsa. Eso significa, además, que su informante era una persona en la que confiaba o que alguien le proporcionó información falsa conscientemente, lo cual me parece demasiado enrevesado para ser cierto. La otra alternativa es que sufriera amenazas tan serias que tirara la toalla; prefiere que lo consideren un idiota incompetente antes que plantarles cara y luchar. Pero al fin y al cabo sólo estoy especulando.

Cuando Salander hizo ademán de continuar la presentación, Dirch Frode levantó la mano. Permaneció callado un rato, tamborileando pensativamente con los dedos sobre el brazo de la silla, antes de volver a dirigirse a Salander con cierta vacilación.

—Si nosotros la contratáramos para hallar la verdad del caso Wennerström…, ¿qué probabilidades habría de que descubriera usted algo?

—No sé qué decir. Tal vez no haya nada.

—Pero ¿estaría dispuesta a intentarlo?

Ella se encogió de hombros.

—No depende de mí. Trabajo para Dragan Armanskij; es él quien decide los trabajos que debo hacer. También depende del tipo de información que quiera usted que encuentre.

—Entonces, permítame que se lo explique de la siguiente manera… Supongo que esta conversación es confidencial, ¿no? —Armanskij asintió con la cabeza—.

No conozco nada de este asunto, pero sé, sin lugar a dudas, que Wennerström no ha sido honesto en otras ocasiones.

El caso Wennerström ha tenido una enorme repercusión en la vida de Mikael Blomkvist y me gustaría averiguar si hay algo detrás de todo esto.

La conversación había tomado un rumbo inesperado y Armanskij se puso en guardia inmediatamente. Lo que Dirch Frode solicitaba era que Milton Security se encargara de remover un juicio penal ya concluido, en el que posiblemente existiera algún tipo de amenaza ilegal contra Mikael Blomkvist, y, por tanto, Milton corriera el riesgo de colisionar con el ejército de abogados de Wennerström.

A Armanskij no le gustaba nada la idea de soltar a Lisbeth Salander en un enredo así, como un misil de crucero incontrolable.

No se trataba sólo de un gesto de consideración hacia la empresa. Salander había dejado muy claro que no quería que Armanskij ejerciera el papel de padrastro preocupado, y después de su acuerdo se había esforzado en no hacerlo, pero en su fuero interno nunca dejaría de preocuparse por ella. A veces se sorprendía a sí mismo comparando a Salander con sus propias hijas. Se consideraba un buen padre que no se metía en sus vidas privadas de manera innecesaria, pero sabía que nunca aceptaría que se comportaran como Lisbeth Salander, ni que llevaran ese tipo de vida.

En lo más profundo de su corazón croata —o tal vez bosnio o armenio— nunca había podido liberarse de la convicción de que la vida de Salander iba derecha a una desgracia. Ante sus ojos, ella constituía la víctima perfecta para todo aquel que le deseara el mal y temía la mañana en la que lo despertara la noticia de que alguien le había hecho daño.

—Una investigación así puede llegar a ser muy costosa —dijo Armanskij de modo prudentemente disuasorio con el fin de sondear la seriedad de la solicitud de Frode.

—Bueno, podemos poner un tope —replicó Frode sobriamente—. No pido lo imposible, pero resulta evidente que su colaboradora, tal y como me ha asegurado usted, es competente.

—¿Salander? —preguntó Armanskij con una ceja levantada.

—De momento no tengo otra cosa.

—Vale. Pero quiero que nos pongamos de acuerdo en los procedimientos. Escuchemos primero el resto del informe.

—No son más que detalles de su vida privada. En 1986 se casó con una mujer llamada Monica Abrahamsson y ese mismo año tuvieron una hija. Se llama Pernilla y tiene dieciséis años. El matrimonio no duró mucho tiempo; se divorciaron en 1991. Abrahamsson se volvió a casar, pero, por lo visto, siguen siendo amigos. La hija vive con su madre y no ve a su padre muy a menudo.

Frode pidió más café y se dirigió de nuevo a Salander.

—Al principio usted dejó caer que todas las personas guardan secretos. ¿Ha descubierto alguno?

—Quería decir que todos tenemos cosas que consideramos privadas y que no nos gusta anunciar a bombo y platillo. Al parecer, a Blomkvist le va bastante bien con las mujeres. Ha tenido varias historias de amor y diversas relaciones esporádicas. En resumen: su vida sexual es muy intensa. Sin embargo, hay una persona constante en su vida con la que mantiene una relación algo extraña.

—¿En qué sentido?

—Erika Berger, redactora jefe de Millennium, y él son amantes. Berger es una chica de clase alta, de madre sueca y padre belga residente en Suecia. Se conocen desde la facultad y desde entonces mantienen una relación más o menos estable, aunque intermitente.

—Quizá no sea tan raro —respondió Frode.

—No, puede que no. Pero da la casualidad de que Erika Berger está casada con el artista Greger Beckman, un tipo famosillo que ha hecho un montón de cosas horribles en locales públicos.

—Así que ella es infiel.

—No. Beckman conoce la relación. Se trata de un ménage à trois que, al parecer, es aceptado por todas las partes implicadas. A veces duerme con Blomkvist y a veces con su marido. No sé muy bien cómo funciona, pero sin duda fue un factor decisivo en la ruptura del matrimonio de Blomkvist con Abrahamsson.