miércoles, 10 de diciembre de 2008

Ilusión y desilusión estéticas

Ilusión y desilusión estéticas

Jean Baudrillard

Ha llegado el momento de plantear la cuestión terminal: la muerte del arte tal y como lo hemos entendido hasta hoy. La producción masiva de imágenes insignificantes es en realidad el espejo de un mundo abocado a la indiferencia y a la banalidad. Por eso el arte se ha convertido en una simple repetición de las formas que nos han precedido, incluidas las del arte contemporáneo. Para Jean Baudrillard, tras la muerte del arte vendrá el artesanado técnico de la electrónica y el cultivo primario de lo kitsch. Ahí morirá la forma estética. Pero queda la puerta abierta al redescubrimiento de la ilusión, del ardid que permite capturar a la realidad.

Da la impresión de que una parte del arte actual, la parte actual del arte, compite en un trabajo de disuasión, en un trabajo de duelo de la imagen y de lo imaginario, en un trabajo de duelo estético, frustrado la mayor parte del tiempo, que entrañ una melancolía general de la esfera artística, la cual parece sobrevivirse en el reciclaje de su historia y de sus vestigios (pero ni el arte ni la estética son los únicos abocados a ese destino melancólico de vivir ya no por encima de sus medios, sino más allá de sus propios fines).

Parece que estemos adscritos a la retrospectiva infinita de lo que nos ha precedido. Eso es tan cierto en la política, en la historia y en la moral como en el arte, que en esto no goza de ningún privilegio. Todo el movimiento de la pintura se ha retirado del futuro y se ha desplazado hacia el pasado. Cita, simulación, reapropiación: el arte actual insiste en reapropiarse de una forma más o menos lúdica o más o menos kitsch de todas las formas, de todas las obras del pasado, próximo o lejano, o ya incluso contemporáneo. Es lo que Russell Connor llama «el rapto del arte moderno». Desde luego, este remake y este reciclaje se pretenden irónicos, pero esa ironía es como la trama usada de un tejido, no nace sino de la desilusión de las cosas, es una ironía fósil. Ese guiño que consiste en yuxtaponer el desnudo de Almuerzo en la hierba con el Jugador de cartas de Cézanne no es más que un gag publicitario, el humor, la ironía, la crítica en trompe-l’oeil que caracteriza hoy a la publicidad y en la que ya se ha sumergido el mundo artístico. Es la ironía del arrepentimiento y del resentimiento respecto a la propia cultura. Tal vez el arrepentimiento y el resentimiento constituyan el estadio último de la historia del arte, del mismo modo que, según Nietzsche, constituyen el estadio último de la genealogía de la moral. Se trata de una parodia, al mismo tiempo que de una palinodia, del arte y de la historia del arte, una parodia de la cultura por sí misma en forma de venganza, característica de una desilusión radical.

Es como si el arte, al igual que la historia, hiciera sus propios basureros y buscara su redención en los detritus.

La ilusión cinematográfica perdida

No hay más que ver esas películas (Barton Fink, Instinto Básico, Sailor y Lula, etc.) que ya no dejan lugar a crítica alguna porque, de alguna manera, se destruyen a sí mismas desde dentro. Llenas de citas, prolijas, high-tech, llevan en sí el cáncer del cine, la excrecencia interna, cancerosa, de su propia técnica, de su propia escenografía, de su propia cultura cinematográfica. Dan la impresión de que el director ha tenido miedo de su propia película, a fondo que no ha podido soportarla (ya por exceso de ambición, ya por falta de imaginación).

De lo contrario, nada explicaría la catarata de medios y de esfuerzos empleados para descalificar su propia película por exceso de virtuosismo, de efectos especiales, de clisés megalómanos —como si se tratara de torturar, de hacer sufrir a las imágenes mismas, agotándoles sus efectos, hasta hacer de ese guión, que el director había soñado (eso esperamos) como parodia sarcástica, una pornografía de imágenes. Todo parece programado para la desilusión del espectador, a quien no se le deja otra constatación que la de este exceso de cine que pone fin a la ilusión cinematográfica.

¿Qué decir del cine sino, precisamente, que la ilusión, en el sentido fuerte del término, se ha ido retirando al hilo de su evolución, al hilo de su progreso técnico, desde la película muda hasta la hablada, hasta el color, hasta la alta tecnicidad de los efectos especiales? La ilusión se ha ido en la medida de esta tecnicidad, de esta eficiencia cinematográfica. El cine actual ya no conoce ni la alusión ni la ilusión: todo lo encadena de una manera hipertécnica, hipereficaz, hipervisible. No hay blancos, no hay vacíos, no hay elipses, no hay silencio, como tampoco lo hay en la televisión, con la que el cine se confunde cada vez más al perder la especificidad de las imágenes; vamos cada vez más hacia la alta definición, es decir, hacia la perfección inútil de la imagen. ¿Quién ya no es una imagen a fuerza de ser real, a fuerza de producirse en tiempo real? Cuanto más nos acercamos a la definición absoluta, a la perfección realista de la imagen, más perdemos su potencia de ilusión.

No hay más que pensar en la Ópera de Pekín: cómo con el simple movimiento dual de dos cuerpos en una barca se podía imitar y hacer viva toda la extensión del río, cómo dos cuerpos que se rozaban o se evitaban, moviéndose cada vez más cerca el uno del otro sin tocarse, en una copulación invisible, podían expresar la presencia física en la escénica oscuridad donde tal combate se libraba. Aquí la ilusión era total e intensa, un éxtasis más físico que estético, justamente porque se había apartado toda presencia realista de la noche y del río, y sólo los cuerpos se encargaban de la ilusión natural. Pero hoy se echaría mano de toneladas de agua en el escenario, se rodaría el dúo en infrarrojos, etc.

Miseria de la imagen superdotada, como la Guerra del Golfo vista en la CNN. Pornografía de la imagen en tres o cuatro dimensiones, de la música en tres o cuatro u ochenta pistas —para conseguir una ilusión perfecta (la de la semejanza, la del estereotipo realista perfecto), añadimos realidad, añadimos realidad a la realidad, pero es precisamente así como se mata la ilusión en profundidad. El porno, que añade una dimensión a la imagen del sexo, roba otra en la dimensión del deseo, y así descalifica toda ilusión de seducción. El apogeo de esa desimaginación de la imagen a través de la intoxicación, el apogeo de estos esfuerzos inauditos en todos los terrenos para hacer que una imagen ya no sea una imagen, es la digitalidad, la imagen de síntesis, la imagen numérica, la realidad virtual.

Una imagen es justamente una abstracción del mundo en dos dimensiones, es lo que priva de una dimensión al mundo real y, de ese modo, inaugura el poder de la ilusión. Por el contrario, la virtualidad, al hacernos entrar en la imagen, al recrear una imagen en tres dimensiones (incluso añadiendo una especie de cuarta dimensión a la realidad para hacer una hiperrealidad), destruye esa ilusión (el equivalente de esta operación en el tiempo es el «tiempo real», que hace que el lazo del tiempo se cierre sobre sí mismo, en la instantaneidad, para abolir toda ilusión tanto del pasado como del futuro).

La virtualidad tiende a la ilusión perfecta. Pero ya no se trata en absoluto de aquella misma ilusión creadora de la imagen (y del signo, del concepto, etc.), sino que es una ilusión «recreadora» (y recreativa), realista, mimética, hologramática. Pone fin al juego de la ilusión por la perfección de la reproducción, de la reedición virtual de la realidad. No aspira más que a la prostitución, al exterminio de la realidad por su doble (véase el museo donde se va a poder entrar en el Almuerzo en la hierba y sentarse allí uno mismo).

Inversamente, el trompe-l’oeil, al privar de una dimensión a los objetos reales, hace mágica su presencia y reencuentra el sueño, la irrealidad total en su exactitud minuciosa. El trompe-l’oeil es el éxtasis del objeto real en su forma inmanente, es lo que añade al encanto formal de la pintura el encanto espiritual del engaño, de la mistificación de los sentidos. Porque lo sublime no basta, hace falta también lo sutil, esa sutileza que consiste en desviar la realidad tomándola al pie de la letra. Eso es lo que hemos desaprendido de la modernidad: es la sustracción lo que da la fuerza, es en la ausencia donde le nace la potencia. Nosotros no hemos dejado de acumular, de sumar, de hinchar. Y si ya no somos capaces de afrontar el dominio simbólico de la ausencia, es porque hemos caído en la ilusión inversa, esa ilusión desencantada y material de la profusión, la ilusión moderna de la proliferación de pantallas e imágenes.

El arte, ilusión exacerbada

Hoy hay una gran dificultad para hablar de la pintura porque hay una gran dificultad para verla. Porque, la mayor parte del tiempo, lo que la pintura pretende no es exactamente ser mirada, sino ser visualmente absorbida y circular sin dejar huella. De algún modo sería la forma estética simplificada del intercambio imposible.

Y el discurso que mejor daría cuenta de eso sería un discurso donde no hubiera nada que ver. El equivalente de un objeto que no fuera un objeto. Pero un objeto que no es un objeto no es propiamente una nada, sino que es un objeto que no deja de obsesionar por su inmanencia, por su presencia vacía e inmaterial. Todo el problema, en los confines de la nada, está en materializar esa nada; en los confines del vacío, en trazar la filigrana del vacío; en los confines de la indiferencia, en jugar según las misteriosas reglas de la indiferencia.

El arte nunca es el reflejo mecánico de las condiciones positivas o negativas del mundo; es su ilusión exacerbada, su espejo hiperbólico. En un mundo abocado a la indiferencia, el arte no puede sino añadirse a esa indiferencia. Girar en torno al vacío de la imagen, del objeto que ya no es un objeto. Así el cine de autores como Wenders, Jarmush, Antonioni, Altman, Godard, Warhol, explora la insignificancia del mundo por la imagen, y por sus imágenes contribuye a la insignificancia del mundo, se añaden a su ilusión real o hiperreal, mientras que un cine como el de los últimos Scorsese, Greenaway, etc., bajo forma de maquinación barroca y high-tech, con una agitación frenética y ecléctica, no hace sino llenar el vacío de la imagen y, en consecuencia, aumentar nuestra desilusión imaginaria. Igual que esos simulacionistas de Nueva York que, hipostasiando el simulacro, no hacen sino hipostasiar la pintura misma como simulacro, como máquina devoradora de sí misma.

En muchos casos (Bad Painting, New Painting, instalaciones y performances) la pintura reniega de sí misma, se parodia, se vomita a sí misma. Deyecciones plastificadas, vitrificadas, congeladas... Gestión de los desechos, inmortalización de los desechos. Ahí ni siquiera existe la posibilidad de una mirada —eso ni siquiera suscita una mirada porque, en todos los sentidos del término, eso ya no nos concierne.

Si no nos concierne, si no nos mira, nos deja completamente indiferente. Y en efecto esta pintura se ha hecho completamente indiferente a sí misma en tanto que pintura, en tanto que arte, en tanto que ilusión más poderosa que la realidad. Ya no cree en su propia ilusión y cae en la simulación de sí misma, y en la irrisión.

La desencarnación de nuestro mundo

Así la abstracción fue la gran aventura del arte moderno. En su fase «irruptiva», primitiva, original, sea expresionista o geométrica, todavía formaba parte de una historia heroica de la pintura, de una desconstrucción de la representación y de un estallido del objeto. Al volatilizar su objeto, es el sujeto mismo de la pintura quien se aventura en los confines de su propia desaparición. Pero las formas múltiples de la abstracción contemporánea (y eso vale también para la Nueva Figuración) están más allá de esta peripecia revolucionaria, más allá de esta desaparición «en acto» —ya no llevan más huella que la del campo indiferenciado, banalizado, desintensificado, de nuestra vida cotidiana, de esa banalidad de las imágenes que ha entrado en las costumbres. Nueva abstracción y nueva figuración sólo se oponen en apariencia —de hecho, representan a partes iguales la desencarnación total de nuestro mundo, ya no en su fase dramática, sino en su fase banalizada. La abstracción de nuestro mundo ya es algo adquirido desde hace mucho tiempo, y todas las formas de arte de un mundo indiferente llevan los mismos estigmas de la indiferencia.

Esto no es ni un renegar ni una condena, sino, simplemente, el estado de las cosas: una pintura actual auténtica debe ser tan indiferente hacia sí misma como el propio mundo lo es —una vez desvanecidas las apuestas esenciales.

El arte en su conjunto ya no es sino el metalenguaje de la banalidad. ¿Puede esta simulación desdramatizada proseguir hasta el infinito? Sean cuales fueren las formas a las que recurramos, hemos partido para mucho tiempo hacia el psicodrama de la desaparición y de la transparencia. Sería cándido creer en una falsa continuidad del arte y de su historia.

En definitiva, para retomar la expresión de Benjamin, hay un aura del simulacro —así como para él había un aura de lo original, así hay también una simulación auténtica y una simulación inauténtica. Esto puede parecer paradójico, pero es cierto: hay una «verdadera» y una «falsa» simulación. Cuando Warhol pinta sus Sopas Campbell en los años sesenta, se produce un estallido de la simulación y de todo el arte moderno: de un solo golpe, el objeto-mercancía, el signo-mercancía, se encuentra irónicamente sacralizado —y ese es el único ritual que nos queda. el ritual de la transparencia. Pero cuando pinta las Soup Boxes en 1986, ya no está en ese estallido, sino en el estereotipo de la simulación.

En 1965, afrontaba el concepto de originalidad de una manera original. En 1986, reproduce la inoriginalidad de una manera inoriginal. En 1965, es todo el traumatismo estético de la irrupción de la mercancía en el arte lo que queda tratado de una forma a la vez ascética e irónica (el ascetismo de la mercancía, su lado a la vez puritano y feérico —enigmático, como decía Marx) y que simplifica de un sólo golpe la práctica artística. La genialidad de la mercancía, el genio maligno de la mercancía, suscita una nueva genialidad del arte —el genio de la simulación. Nada queda de eso en 1986, donde es simplemente el genio publicitario el que viene a ilustrar una nueva fase de la mercancía. Es de nuevo el arte oficial quien viene a estetizar la mercancía, y se vuelve a caer en aquella estetización cínica y sentimental que Baudelaire estigmatizó. Se puede pensar que hay una ironía superior en volver a hacer la misma cosa veinte años después. Yo creo que no. Yo creo en el genio (maligno) de la simulación, no creo en su fantasma. Ni en su cadáver, ni siquiera en estéreo. Yo sé que dentro de algunos siglos no habrá ninguna diferencia entre una verdadera villa pompeyana y el museo Paul Getty en Malibú, ni entre la Revolución Francesa y su conmemoración olímpica en Los Ángeles en 1989. Pero nosotros todavía vivimos de esa diferencia.

Imágenes donde no hay nada que ver

Todo el dilema está ahí. O bien la simulación es irreversible, no hay un más allá de la simulación, y esto no es ni siquiera un acontecimiento, sino nuestra banalidad absoluta, una obscenidad cotidiana; estamos en el nihilismo definitivo y nos preparamos para una repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura, esperando otro acontecimiento imprevisible —¿pero de dónde vendría? O bien hay cuando menos un arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita cada vez las apariencias del mundo para destruirlas. Si no, el arte ya no haría más que encarnizarse sobre su propio cadáver, como ocurre frecuentemente hoy. No se trata de añadir lo mismo a lo mismo y a lo mismo, y así hasta el abismo: eso es la simulación pobre. Se trata de arrancar lo mismo a lo mismo. Se trata de que cada imagen prive de algo a la realidad del mundo, que en cada imagen haya algo que desaparezca, pero no hay que ceder a la tentación de la aniquilación, de la entropía definitiva, sino que la desaparición debe seguir viva —ese es el secreto del arte y de la seducción. Hay en el arte —y esto, sin duda, en el arte contemporáneo tanto como en el clásico— una doble postulación y por tanto una doble estrategia. Un impulso de aniquilación, de borrar todas las huellas del mundo y de la realidad, y una resistencia inversa a este impulso. Según decía Michaux, el artista es «aquel que resiste con todas sus fuerzas el impulso fundamental de no dejar huellas».

El arte se ha hecho iconoclasta. El iconoclasmo moderno ya no consiste en romper las imágenes, sino en fabricar imágenes, una profusión de imágenes donde ya no hay nada que ver. Son literalmente imágenes que no dejan huella. No tienen consecuencias estéticamente propiamente hablando. Pero, detrás de cada una de ellas, hay algo que ha desaparecido. Ahí está su secreto, si tienen alguno, y ahí está el secreto de la simulación. En el horizonte de la simulación, no sólo el mundo real ha desaparecido, sino que la cuestión misma de su existencia ya no tiene sentido.

Si reflexionamos, es el mismo problema de la iconoclastia en Bizancio. Los iconólatras eran gentes sutiles que pretendían representar a Dios para su mayor gloria, pero que, en realidad, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban el problema de su existencia. Cada imagen era un pretexto para no plantearse el problema de la existencia de Dios. De hecho, detrás de cada imagen Dios había desaparecido. No estaba muerto, sino que había desaparecido, es decir, que el problema ni siquiera se podía plantear.

El problema de la existencia o la inexistencia de Dios quedaba resuelto por la simulación. Pero se puede pensar que la estrategia del propio Dios es desaparecer, y justamente detrás de las imágenes. Dios aprovecha las imágenes para desaparecer obedeciendo él mismo al impulso de no dejar huellas. Así se verifica la profecía: vivimos en un mundo de simulación, un mundo en el que la más alta función del signo es hacer desaparecer la realidad, y al mismo tiempo enmascarar esta desaparición. El arte no hace otra cosa. Hoy los medios de comunicación tampoco hacen otra cosa. Por eso están abocados al mismo destino.

Tras la orgía de las imágenes hay algo que se esconde. Ese mundo que se esconde tras la profusión de imágenes es tal vez otra forma de ilusión, una forma irónica (véase la parábola de Canetti sobre las bestias: tras cada una de ellas, se tiene la impresión de que algo humano se esconde y nos desprecia).

La ilusión que procedía de la capacidad, a través de la invención de formas, de arrancarse a la realidad, de oponerle otra escena, de pasar al otro lado del espejo, esa ilusión que inventa otro juego y otra regla del juego, hoy ya es imposible porque las imágenes han pasado a las cosas. Ya no son el espejo de la realidad, sino que han investido el corazón de la realidad y lo han transformado en hiperrealidad, y ahí, de pantalla en pantalla, la imagen ya no tiene más destino que la imagen. La imagen ya no puede imaginar la realidad porque ella es la realidad; no puede trascenderla, transfigurarla ni soñarla, porque la imagen es su realidad virtual.

En la realidad virtual es como si las cosas hubieran engullido su espejo. Al engullir el espejo se han hecho transparentes a sí mismas, ya no tienen secreto, ya no pueden constituir una ilusión (porque la ilusión va ligada al secreto, al hecho de que las cosas están ausentes de sí mismas, se retiran de sí mismas en sus apariencias) —aquí no hay más que transparencia, y las cosas, enteramente presentes a sí mismas en su visibilidad, en su virtualidad, en su trascripción inexorable (eventualmente en términos numéricos en las últimas tecnologías), ya no se inscriben sino en una pantalla, en los miles de millones de pantallas en cuyo horizonte la realidad, pero también la imagen propiamente dicha, han desaparecido.

Todas las utopías de los siglos XIX y XX, al realizarse, han expulsado a la realidad de la realidad y nos han dejado en una hiperrealidad vacía de sentido, pues toda perspectiva final ha sido como absorbida, digerida, sin dejar más residuo que una superficie sin profundidad.

Quizá la tecnología sea la única fuerza capaz de religar los fragmentos dispersos de la realidad, pero ¿dónde ha ido la constelación del sentido? ¿Dónde ha ido la constelación del secreto?

Fin de la representación, pues; fin de la estética, fin de la imagen misma en la virtualidad superficial de las pantallas. Pero —y aquí hay un efecto perverso y paradójico, quizá positivo— se diría que al mismo tiempo que la ilusión y la utopía han sido expulsadas de la realidad por la fuerza de todas nuestras tecnologías, por la virtud de esas mismas tecnologías, la ironía ha pasado a las cosas.

Habría pues una contrapartida a la pérdida de la ilusión del mundo que sería la aparición de la ironía objetiva de este mundo. La ironía como forma universal y espiritual de la desilusión del mundo. Espiritual en el sentido del rasgo de espíritu, que surge del corazón mismo de la banalidad técnica de nuestros objetos y nuestras imágenes. Los japoneses presienten una divinidad en cada objeto industrial. Entre nosotros, esa presencia divina se ha reducido a una pequeña luz irónica, pero sigue siendo una forma espiritual.

El objeto, amo del juego

Ya no hablamos de una función del sujeto, un espejo crítico donde se refleja la incertidumbre, la sinrazón del mundo, sino del espejo mismo del mundo, del mundo objetual y artificial que nos envuelve, y donde se reflejan la ausencia y la transparencia del sujeto. La función crítica del sujeto ha sido sustituida por la función irónica del objeto, ironía objetiva y ya no subjetiva. Desde el momento en que se trata de productos fabricados, de artefactos, de signos, de mercancías, las cosas ejercen una función artificial e irónica por su existencia misma.

Ya no hay necesidad de proyectar la ironía sobre el mundo real, ya no hay necesidad de que un espejo exterior tienda al mundo la imagen de su doble —nuestro universo ha engullido a su doble y se ha hecho espectral, transparente, ha perdido su sombra, y la ironía de ese doble incorporado estalla a cada instante, en cada fragmento de nuestros signos, de nuestros objetos, de nuestras imágenes, de nuestros modelos. Ni siquiera es necesario, como hicieron los surrealistas, exagerar la funcionalidad, confrontar los objetos a lo absurdo de su función, en una irrealidad poética: las cosas ya se encargan por sí solas de iluminarse irónicamente, se deshacen de su sentido sin esfuerzo, no es necesario señalar su artificiosidad o su no-sentido, porque todo eso forma parte de su representación misma, de su encadenamiento visible, demasiado visible, de su superfluidad, que crea por sí misma un efecto de parodia. Tras la física y la metafísica, estamos en una patafísica de los objetos y de la mercancía, en una patafísica de los signos y de lo operacional. Todas las cosas, privadas de su secreto y de su ilusión, están condenadas a la existencia, a la apariencia visible, están condenadas a la publicidad, al hacer creer, al hacer ver, al hacer valer.

Nuestro mundo moderno es publicitario en su esencia (o más bien en su transparencia). Tal y como es, se diría que ha sido inventado para hacerse publicidad en otro mundo. No hay que creer que la publicidad haya venido después de la mercancía; en el corazón de la mercancía (y, por extensión, en el corazón de todo nuestro universo de signos) hay un genio maligno publicitario, un trickster, que ha integrado la bufonería de la mercancía y de su puesta en escena. Un guionista genial (tal vez el capital mismo) ha transformado el mundo en una fantasmagoría cuyas víctimas fascinadas somos todos.

Todas las cosas quieren hoy manifestarse. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, los artefactos de toda suerte quieren significar, ser vistos, ser leídos, ser grabados, ser fotografiados. Creemos estar fotografiando tal o cual cosa por placer, pero en realidad es ella la que quiere ser fotografiada, y nosotros no somos más que la figura de su puesta en escena, secretamente movidos por la perversión autopublicitaria de todo este mundo que nos envuelve. Ahí está la ironía de la situación, y estaría tentado de decir la ironía patafísica de la situación. Toda metafísica, en efecto, es borrada por esta inversión de papeles donde el sujeto ya no está en el origen del proceso, donde el sujeto ya no es más que el agente, el operador, de la ironía objetiva del mundo. Ya no es el sujeto quien se representa el mundo (I will be your mirror!), sino que el objeto refracta al sujeto y sutilmente, a través de todas nuestras tecnologías, le impone su presencia y su forma aleatoria.

De manera que ya no es el sujeto quien domina el juego, y parece que haya habido como una inversión de la relación. Es la potencia del objeto la que se abre un camino a través de todo el juego de la simulación y de los simulacros, a través del artificio mismo que le hemos impuesto. Ahí hay algo parecido a una revancha irónica: el objeto se convierte en un atractor extraño.

Y ahí está el límite de la aventura estética, del dominio estético del mundo por el sujeto (pero también está el fin de la aventura de la representación). Porque el objeto como atractor extraño ya no es un objeto estético. Despojado de todo secreto, de toda ilusión por la propia técnica, despojado de su origen y después generado por modelos, despojado de toda connotación de sentido y de valor, exorbitado, es decir, separado de la órbita del sujeto al mismo tiempo que de aquel modo de visión determinado que formaba parte de la definición estética del mundo —es entonces cuando, de algún modo, deviene en objeto puro y cuando encuentra algo de la fuerza y de la inmediatez de las formas de antes, o de después, de la estetización general de nuestra cultura. Todos esos artefactos, todos esos objetos e imágenes artificiales ejercen sobre nosotros una forma de radiación artificial, de fascinación; los simulacros ya no son simulacros, sino que se reconvierten en una evidencia material —quizá fetiches, a la vez completamente despersonalizados, des-simbolizados, y sin embargo de una intensidad máxima, investidos directamente como médium —como lo está el objeto fetiche, sin mediación estética. Tal vez es ahí donde nuestros objetos más superficiales, más estereotipados, reencuentran una potencia de exorcismo, como las máscaras sacrificiales. Exactamente como las máscaras, que absorben la identidad de los actores, de los danzantes, de los espectadores, y cuya función es por ello provocar una suerte de vértigo taumatúrgico (¿traumatúrgico?), así creo yo que todos esos artefactos modernos, desde lo publicitario hasta la electrónica, desde lo mediático hasta lo virtual, objetos, imágenes, modelos, redes, tienen una función de absorción y de vértigo del interlocutor (nosotros, los sujetos, los supuestos actuantes), mucho más que de comunicación o de información —y al mismo tiempo de eyección y de rechazo, exactamente como en las formas exorcísticas y paroxísticas anteriores. We shall be your favorite disappearing act!

Estos objetos reanudan así, más allá de la forma estética, las formas de juego aleatorio y de vértigo de las que hablaba Caillot y que se oponían a los juegos de representación, miméticos o estéticos. Esos objetos, esos simulacros modernos, reflejan bien la sociedad en la que vivimos, que es una sociedad de paroxismo y de exorcismo, es decir, una sociedad en la que hemos absorbido hasta el vértigo nuestra propia realidad, nuestra propia identidad, y en la que buscamos rechazarla con la misma fuerza con la que la realidad entera ha absorbido hasta el vértigo su propio doble y busca expulsarlo bajo todas sus formas.

Esos objetos banales, esos objetos técnicos, esos objetos virtuales, serían pues los nuevos atractores extraños, los nuevos objetos del más allá de la estética, trans-estéticos, esos objetosfetiche, sin significación, sin ilusión, sin aura, sin valor, y que serían el espejo de nuestra desilusión radical del mundo. Objetos puros, esos objetos irónicos, como lo son las imágenes de Warhol.

Warhol, introducción al fetichismo

Andy Warhol parte de no importa qué imagen para eliminar de ella lo imaginario y hacer un puro producto visual. Lógica pura, simulacro incondicional. Steve Miller (y todos aquellos que reelaboran «estéticamente» la imagenvideo, la imagen científica, la imagen de síntesis) hacen exactamente lo contrario: rehacen lo estético con un material bruto. Uno se sirve de la máquina para rehacer el arte, el otro (Warhol) es una máquina. La verdadera metamorfosis mecánica es Warhol. Steve Miller no hace más que simulación mecánica y se agarra a la técnica para crear ilusión. Warhol nos entrega la ilusión pura de la técnica —la técnica como ilusión radical—, muy superior hoy a la de la pintura.

En este sentido, una máquina puede hacerse célebre y Warhol nunca ha aspirado a otra cosa que a esa celebridad maquinal, sin consecuencias y que no deja huellas. Celebridad fotogénica que se deriva, igualmente, de la actual exigencia de toda cosa, de todo individuo, de ser visto, de ser plebiscitado por la mirada. Así lo hace Warhol: no es más que el agente de la aparición irónica de las cosas. Es el médium de esa gigantesca publicidad que se hace el mundo a través de la técnica, a través de las imágenes, forzando a nuestra imaginación para que se borre, y a nuestra pasiones para salir de sí, rompiendo el espejo que le tendíamos, por otra parte hipócritamente, para captarla en nuestro provecho.

Evidencia de la máquina Warhol, de esta extraordinaria máquina de filtrar el mundo en su evidencia material. Las imágenes de Warhol no son en absoluto banales porque sean el reflejo de un mundo banal, sino porque nacen de la ausencia de cualquier pretensión del sujeto de interpretarlo —nacen de la elevación de la imagen a figuración pura, sin la menor transfiguración.

Ya no es, pues, una trascendencia, sino un aumento de potencia del signo que, al perder toda significación natural, resplandece en el vacío con toda su luz artificial. Warhol es el primero que nos introduce en el fetichismo. Pero, si reflexionamos bien, ¿qué hacen los artistas modernos de todas maneras? Los artistas desde el Renacimiento pensaban estar haciendo pintura religiosa y hacían de hecho obras de arte. ¿Acaso hacen otra cosa nuestros artistas modernos cuando piensan producir obras de arte? ¿Los objetos que producen no son algo distinto al arte? Objetos-fetiche, por ejemplo, pero fetiches desencantados, objetos puramente decorativos de uso temporal (Roger Caillois diría: ornamentos hiperbólicos). Objetos literalmente supersticiosos, en el sentido de que ya no proceden de una naturaleza sublime del arte ni responden ya a una creencia profunda en el arte, pero que no por ello perpetúan menos la superstición del arte bajo todas sus formas.

Fetiches, pues, de la misma inspiración que el fetichismo sexual, que también es sexualmente indiferente: al constituir su objeto en fetichismo, deniega a la vez la realidad del sexo y del placer sexual. El fetichismo sexual no cree en el sexo, sólo cree en la idea del sexo (idea que, por supuesto, es asexuada). De la misma manera, nosotros ya no creemos en el arte, sino sólo en la idea del arte (idea que, por supuesto, no tiene nada de estético).

Por eso el arte, que ya no es sino sutilmente una idea, se ha puesto a trabajar sobre las ideas. El botellero de Duchamp es una idea, la lata Campbell de Warhol es una idea, Yves Klein vendiendo aire con cheques en blanco en una galería es una idea. Todo eso son ideas, signos, alusiones, conceptos. Eso ya no significa nada, pero al menos significa. Lo que hoy llamamos arte parece dar testimonio de un vacío irremediable. El arte es travestido por la idea, la idea es travestida por el arte. Es una forma, nuestra forma de transexualidad, de travestismo ampliado a todo el terreno del arte y de la cultura.

Transexual a su manera es este arte atravesado por la idea, atravesado por los signos vacíos del arte y, particularmente, por los signos de su desaparición.

Todo el arte moderno es abstracto en el sentido de que está atravesado por la idea, más que por la imaginación de las formas y de las sustancias. Todo el arte moderno es conceptual en el sentido de que fetichiza en la obra el concepto, el estereotipo de un modelo cerebral del arte —exactamente del mismo modo en que lo fetichizado en la mercancía no es el valor real, sino el estereotipo abstracto del valor. Abocado a esta ideología fetichista y decorativa, el arte ya no tiene existencia propia. En esta perspectiva, se puede decir que estamos en vías de una desaparición total del arte en tanto que actividad específica. Esto puede conducir ya sea a una reversión del arte en la técnica y el artesanado puro, eventualmente transferido a la electrónica, como vemos hoy por todas partes, ya sea a un ritualismo primario donde cualquier cosa puede servir de artefacto estético, y el arte acabará en el kitsch universal del mismo modo que el arte religioso, en su tiempo, acabó en el kitsch de las estampitas. ¿Quién sabe? El arte, en tanto que tal, quizá no haya sido más que un paréntesis, una especie de lujo efímero de la especie humana. Lo enojoso es que esta crisis del arte parece ser interminable. Y la diferencia entre Warhol y los demás, que en el fondo se regocijan en esta crisis interminable, es que con Warhol la crisis del arte está ya acabada en su sustancia.

Reencontrar la ilusión positiva

¿Existe aún una ilusión estética? O, si no, ¿existe al menos la vía hacia una ilusión transestética, esa ilusión radical del secreto de la seducción, de la magia? ¿Existe aún lugar para una imagen en los confines de la hipervisibilidad y de la transparencia, de la virtualidad? ¿Lugar para un enigma? ¿Lugar para acontecimientos de la percepción, lugar para una potencia efectiva de la ilusión, una verdadera estrategia de las formas y de las apariencias?

Contra toda esa superstición moderna de una «liberación», hay que decir que no se libera a las formas ni a las figuras. Al contrario, se las encadena: la única forma de liberarlas es encadenarlas, es decir, encontrar su encadenamiento, el hilo que las engendra y las liga, que las encadena la una a la otra mediante la dulzura. Por otro lado, ellas se encadenan y se engendran por sí mismas, y todo el arte consiste en entrar en la intimidad de ese proceso. «Más vale para ti haber reducido a la esclavitud, por la dulzura, a un solo hombre libre, que haber liberado a mil esclavos» (Omar Khayyam).

Objetos cuyo secreto no es el de su expresión «centrífuga», de su forma (o de su deformación) representativa, sino, al contrario, el de su atracción hacia el centro y su inmediata dispersión en el ciclo de las metamorfosis. De hecho, hay dos formas de escapar a la trampa de la representación: o bien la de su desconstrucción interminable, donde la pintura no deja de mirarse morir en los fragmentos del espejo para juguetear después con sus restos, siempre en contra-dependencia de la significación perdida, siempre hostil a un reflejo o a una historia; o bien salir simplemente de la representación, olvidar toda sed de lectura, de interpretación, de desciframiento, olvidar la violencia crítica del sentido y del contrasentido, para volver a la matriz donde aparecen las cosas, donde simplemente declinan su presencia, pero en formas múltiples, desmultiplicadas según el espectro de las metamorfosis.

Entrar en el espectro de dispersión del objeto, en la matriz de distribución de las formas, es la forma misma de la ilusión, de la puesta en juego (illudere). Sobrepasar una idea es negarla. Sobrepasar una forma, es pasar de una forma a otra. Lo primero define la posición intelectual crítica, y esa posición es frecuentemente la de la pintura moderna cuando aprehende el mundo. Lo segundo describe el principio mismo de la ilusión, para el cual la forma no tiene otro destino que la forma. En ese sentido nos faltan ilusionistas que sepan que el arte y la pintura son ilusión, es decir, algo tan lejos de la crítica intelectual del mundo como de la estética propiamente dicha (que supone ya una discriminación reflexiva de lo bello y lo feo). Ilusionistas que sepan que todo el arte es ante todo un trompe-l’oeil, que igual que engaña al ojo engaña a la vida, del mismo modo que toda teoría es un ardid, un engaño al sentido (un trompe- sentido), que toda la pintura, lejos de ser una versión expresiva y por tanto prematuramente verídica del mundo, consiste en dibujar ardides, engaños donde la supuesta realidad del mundo sea lo bastante ingenua para dejarse atrapar. Del mismo modo que la teoría no consiste en tener ideas (y por tanto en flirtear con la verdad), sino en dibujar engaños, trampas donde el sentido será lo bastante ingenuo para dejarse atrapar. Encontrar, a través de la ilusión, una forma de seducción fundamental.

Exigencia delicada de no sucumbir al encanto nostálgico de la pintura, y de mantenerse en esa línea sutil que debe menos a la estética que al engaño, heredera de una tradición ritual que nunca se ha mezclado verdaderamente con la de la pintura: la del trompe-l’oeil. Dimensión que reanuda, más allá de la ilusión estética, una forma mucho más fundamental de ilusión que yo llamaría «antropológica» — para designar esa función genérica que es la del mundo y de su aparición, en la que el mundo se nos aparece mucho antes de haber tomado un sentido, antes de ser interpretado o representado, antes de hacerse real, algo que no se ha hecho sino tardíamente, y sin duda de manera efímera. No la ilusión negativa y supersticiosa de otro mundo, sino la ilusión positiva de este mundo de aquí, de la escena operística del mundo, de la operación simbólica del mundo, de esa ilusión vital de las apariencias de la que habla Nietzsche —la ilusión como escena primitiva, muy anterior, mucho más fundamental que la escena estética.

El campo de los artefactos sobrepasa ampliamente al del arte. El reino del arte y de laestética es el de una gestión convencional de la ilusión, una convención que neutraliza los efectos delirantes de la ilusión, que neutraliza la ilusión como fenómeno extremo. La estética constituye una suerte de sublimación, de dominio mediante la forma de la ilusión radical del mundo, que de otra manera nos aniquilaría.

Otras culturas han aceptado la evidencia cruel de esta ilusión original del mundo intentando componer un equilibrio artificial. Nosotros, las culturas modernas, ya no creemos en esta ilusión del mundo, sino en su realidad (lo cual es sin duda la última de las ilusiones), y hemos elegido atemperar los estragos de la ilusión con esa forma cultivada, dócil del simulacro que es la forma estética.

La ilusión no tiene historia. La forma estética sí la tiene. Pero precisamente porque tiene una historia, también tiene un sólo tiempo, y es sin duda hoy cuando estamos asistiendo al desvanecimiento de esta forma condicional, de esta forma estética del simulacro —en provecho del simulacro incondicional, es decir, de algún modo, en una escena primitiva de la ilusión, donde reanudamos los rituales y las fantasmagorías inhumanas de las culturas anteriores a la nuestra.



La informática hace peligrar al idioma más hablado del mundo

El chino mandarín, el idioma más hablado en el mundo, está amenazado por el avance de la informática y la influencia extranjera, según advierten los expertos chinos a la vista de los resultados de una encuesta. Una «asombrosa » mayoría, esto es, el 80% de los 432 participantes en la encuesta, realizada a través de internet, opina que el chino necesita «con urgencia una mayor protección».

La escritura del chino en el ordenador se realiza mediante el uso del «pinyin» o transcripción fonética en caracteres latinos. Una vez tecleada la transcripción, el programa muestra todos los ideogramas o «hanzi» posibles del monosílabo, a menudo decenas.

A juicio de los expertos, éste es el motivo por el que los chinos, que tardan más años que otros pueblos en aprender a escribir su idioma por las dificultades que entraña, están olvidando cómo escribir los trazos que componen un carácter y el milenario arte de la caligrafía.

El mandarín es el idioma más usado en el mundo, con más de 1.300 millones de hablantes, seguido del inglés y el español. El índice de alfabetización medio en China se sitúa en el dominio de 3.000 ideogramas, un objetivo que suele alcanzarse al final de la escuela primaria (12 años de edad) tras al menos cinco años de estudio mnemotécnico.

Alain de Benoist en la televisión

Entrevistado por Fernando Sánchez Dragó, Alain de Benoist participó en dos emisiones del programa Noches Blancas de Telemadrid. He aquí algunas de sus declaraciones.

• «La globalización es la transformación del mundo en un supermercado, el sueño de un planeta uniforme. La lógica del capitalismo implica demoler el Estado. El capitalismo es anarquista.»

• «La globalización implica un horizonte de la fatalidad: quieren hacernos creer que éste es el único y el mejor mundo posible.»

• «En este mundo actual, nada tiene valor pero todo tiene precio.»

• «El multiculturalismo es una falacia: cada vez somos más monoculturales. Los flujos migratorios son pluriétnicos, pero monoculturales. »

• «La cultura es mucho más que la civilización. No puede haber un choque de civilizaciones porque hoy sólo hay una civilización imperante: la occidental. La tesis de Huntington muestra un deseo de predominio de los Estados Unidos. Un eventual choque, sí, puede ser el que enfrente a los Estados Unidos contra el mundo.»

• «¿Cuál es el papel del hombre en la tierra? La ecología no se limita a preservar lo natural, también debe preservar las visiones diversas del mundo.»

• «La ecología implica desarrollar otro hogar en el mundo más allá de los valores mercantiles.»

• «No es casualidad que la political correctness nos llegue de los Estados Unidos. No es más que un neopuritanismo que limita la libertad de expresión. Todo debate debe significar que todo el mundo tenga derecho a decir lo que piensa.»

• «La inmigración suscita resistencias e implica confrontación. Tanto los inmigrantes como los pueblos de acogida sufren de desarraigo por causa de la inmigración.»

• «La única forma posible de detener los flujos migratorios es ayudar a los pueblos de origen de esos mismos flujos migratorios.»

• «Me siento europeo porque Europa es una necesidad para mantenerse firme en un mundo multipolar. Un mundo unipolar es una desgracia.»

• «Europa se está construyendo de una manera muy mala, obviamente no la que yo quisiera deseable. Pero es lo que tenemos. La alternativa no europeísta sería desastrosa para Europa y para sus pueblos.»

• «Detestaría una Europa conducida por el eje franco-alemán. La lengua inglesa es la lengua del atlantismo, y el francés o el alemán son las lenguas del eje franco-alemán. ¿Por qué no el español como lengua de Europa? No, no se sonría —ante una sonrisa de Sánchez Dragó—. Le aseguro que es un debate muy actual en Francia.»



Picasso y Dalí, príncipes entre burócratas

Fue Dalí quien reveló al mundo en su Dia rio de un Genio el vínculo paterno-filial que le unía a dos señores: el primero, el notario don Salvador Dalí i Cusí, su padre biológico; y el segundo, un pintor de Málaga, conocido universalmente como Pablo Picasso. Y de ambos afirma: «Fue contra la autoridad de estos dos hombres contra lo que, desde mi tierna adolescencia, me rebelé heroicamente, sin la menor vacilación». Así describió la situación Avida Dollars, como Breton le definiese con tanta envidia como pragmatismo. Picasso y Dalí representan la síntesis de los vicios hegelianos y kantianos de la modernidad. Contra ambos se han izado muchas rabias adolescentes. Picasso encarnando el arte como momento de la historia y su práctica como un desiderátum constante de hallar la dichosa forma de la finalidad.

Dalí como encarnación consciente de la figura del Genio kantiano y autoproclamado Salvador de la tradición occidental, iniciada en el momento hegeliano del arte, es decir, en Grecia, y elevada a su máximo esplendor en el momento daliniano del arte, es decir, en Cadaqués.

Ambos jugaron con lo feo, repugnante, bonito, sublime, barato, excelente, mediocre, deleznable, grotesco, agradable, escatológico, lujoso y, también, con lo bello. Picasso disfrutó de una, para él, plácida ocupación alemana de Francia. Dalí no rechazó el franquismo sino que lo justificó. Picasso fue comunista y partidario de Stalin. Dalí fue surrealista, católico y admirador de Pío XII. Ambos usaron procedimientos diversos y ambos tornaron, cuando quisieron, a modos tradicionales de representación.

Se lo podían permitir: el ánimo de ruptura no les dominó —sólo el honrado ánimo de lucro. A diferencia de la mayor parte de sus colegas, no les hizo falta postrarse, arrastrando una mano ante la magnificencia de los ricos y la otra pidiendo amparo ante algún ente político que les perdonase el éxito. Muy al contrario, era ante ellos donde los ricos y los políticos doblaban la rodilla. A diferencia de la mayor parte de sus colegas, prefirieron vivir como príncipes toscanos que morir como intelectuales orgánicos.

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