martes, 9 de diciembre de 2008

La humanización del arte

La humanización del arte

Ilia Galán

Hoy tenemos un público masivamente educado, pero mayoritariamente alejado del arte contemporáneo. Las vanguardias han terminado produciendo hastío. En esa situación, empieza a ser necesario buscar expresiones nuevas. Una síntesis entre la tradición anterior a las grandes vanguardias del siglo XX y éstas parece más que posible y deseable en el siglo XXI, una vez se halla en derrumbe el mito de la novedad. El cambio tendrá que afectar a la noción misma de arte. El arte no es un conjunto de formas externas, lujo prescindible; puede recuperar su dimensión religiosa, de reasunción del sentido, de reencuentro con el fundamento por medio de la transcendencia.

¿Tiene el arte algo que ver con lo humano? ¿Tiene que ver el arte con la cultura? ¿Es que no hay artistas que huyen de los paradigmas y de la tradición para romper y hacer algo que no tenga apenas que ver con lo demás? Éstas y otras preguntas similares resultarían tal vez ridículas en cualquier otro período histórico que no fuera el del siglo XX, y más concretamente, con posterioridad a las grandes vanguardias (futurismo, dadaísmo, surrealismo...). Pero desde entonces se han convertido en un tópico, muchas veces soslayado, como si de algo insoluble se tratase; como si en arte, adoptando lo que Kant dice acerca de que no es posible hacer uso del concepto, fuera imposible no sólo ya algo similar al canon, sino también cualquier ordenación racional del mundo del arte y lo que éste significa o puede significar. El arte sería un terreno incomprensible y absurdo entregado fundamentalmente a los indefinidos brazos del caos.

Una cultura ajena al público culto

La primera pregunta ya tiene demasiado desarrollado en su concepción el feto de la respuesta, como si se gestara un monstruo en una hermosa madre: ¿es que sería posible que el arte no tuviera nada que ver con lo humano? ¿Sería realmente arte? Tales preguntas tendrían la con- tundencia de una severa respuesta, pero parece que nada de lo que el hombre hace con una relativa consciencia y cierta voluntad escapa a lo humano y de ello quedan impregnadas sus acciones y hasta las cosas que hace, como bien describió Hegel. ¿Cómo no va a ser humano el arte? Y no sólo eso, ¿acaso no es lo más profundamente humano? Sin embargo, esta fue la gran cuestión a principios del siglo XX y esta gran cuestión es la que parece revisarse en otro sentido a principios del siglo XXI. Cuando Ortega y Gasset escribió el libro La deshumanización del arte intentando responder a las cuestiones de fondo que la expansión de las vanguardias había promovido, no estaba en un plano de consideraciones muy distinto del que aquí vamos a afrontar, ni, pese a sus grandes diferencias, de aquel que hizo a los nazis condenar aquellas manifestaciones vanguardistas como un «arte degenerado», o de aquellas dudas y replanteamientos que hacen a un Sedlmayr condenar el «arte» de las vanguardias como algo demoníaco y destructivo, pleno de negatividad, apenas sin positividad alguna.

La cuestión no es ajena a los principios del siglo XXI, cuando todavía gran parte de la población encuentra difícil asimilar el arte que se hace en su tiempo, y aun el del siglo pasado, el siglo XX. Incluso entre las clases cultas hay cier to rechazo a no pocos estilos y autores, aun consagrados, sobre todo de movimientos como dadá, pero más aún en las corrientes de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, en un neodadá desarrollado a veces por grupos como Fluxus o Zaj, y otros neoexpresionismos, abstracciones varias, etc. En el campo de la música, pese a estar consagrados Schönberg y todos los seguidores eminentes de la Escuela de Viena, al menos en las historias de la música y aun en las del arte, apenas tienen adeptos, como se ve en la llamativa ausencia de público que sigue dándose en los conciertos, pese a las subvenciones y a la publicidad que en apoyo de éstos se hace. Esto se verifica, insistimos, también entre personas cultas y que han estudiado música: se quedan a las puertas de esa gran ruptura, en Prokofiev, Shostakovich o Stravinsky, pero ya no pueden pasar por el tamiz del dodecafonismo o la atonalidad. Los apoyos oficiales recibidos por este tipo de música, no tienen correspondencia con sus frutos: puede hablarse de fracaso continuado ante el público —no así entre los compositores—, y no ya en la gran masa, en el pueblo, donde su incidencia es nula (salvo en músicas más o menos comerciales que siguen la senda del rock, el jazz, etc.), sino también entre el público culto que se queda, a menudo, en Mahler, en Richard Strauss o en Bruckner. Es más, autores que no siguen esa línea mayoritaria de la atonalidad, como ciertas obras del último Krysztof Penderecki, las de Falla o Joaquín Rodrigo, o la línea que desarrollara Boulez, reciben rápida acogida, siendo de la misma época que los rompedores. En arquitectura se muestra un cierto cansancio de las corrientes heredadas del racionalismo y de la Bauhaus, de edificios simples, sin adornos ni formas atractivas, pura estructura, que se ha repetido en versión económica y vulgar hasta la saciedad. En literatura hace tiempo que no se busca romper, sino decir algo de modo interesante, con buenas aptitudes técnicas, y aprovechando los recursos del surrealismo, las miradas propias del cine y otras, pero ajenos a cualquier vanguardia, sin preocuparse por ello.

Todavía es difícil asimilar el arte del siglo pasado y el de buena parte de nuestros tiempos, lo cual incluye un desprecio manifiesto por parte de algunos; incluso entre los que han recibido una educación universitaria y hasta los que, desarrollando las más altas carreras académicas, han atravesado los campos de las humanidades, la filosofía, la filología o la historia del arte. Y todo ello cuando se suponían más que asimiladas las primeras vanguardias (fauvismo, abstracción, futurismo, dadá, surrealismo, cubismo, etc.) consagradas en nuestros museos y rodeadas de cierto culto institucional, que, sin embargo, no sucede tanto con algunos continuadores, con ciertas instalaciones o con elaboraciones minimalistas. De hecho son necesarias mil y una justificaciones, hasta el punto de que la obra plástica o el sonido se han hecho a menudo prescindibles ante sus aparatos conceptuales de explicación, difusión y comercialización, como ya señaló con gran ironía Tom Wolfe con su libro La palabra pintada. Precisamente cuando el concepto, desde Kant, no se estima como válido, es cuando más razones pretenden darse para explicar motivos, intenciones y contexto de la obra.

De otra parte, los partidarios políticamente de ideas de izquierda o de lo que se entendía como progreso también se dividieron en el pasado siglo. Por un lado Adorno, con su defensa a ultranza de las vanguardias en cuanto que rompedoras de moldes, de la música atonal y de lo que hacía «avanzar» formalmente las artes frente a cualquier imposición tradicional (la paradoja hoy también se halla en que los jóvenes del siglo XXI encuentran ya como tradición e imposición las vanguardias establecidas e incluso académicas del siglo pasado). Adorno sigue la línea que privilegia al genio no sólo frente a los que dirigen el arte, sino incluso frente al público, aunque esperaba que ese arte sería más tarde popularmente asimilado (lo mismo que Benjamin pretende que la escritura de cartas entre obreros sea no sólo vista como mera correspondencia sino como literatura en sentido fuerte). Adorno sigue la tradición del mito del genio kantiano, como si cualquier artista fuese o pudiera ser un genio, y el genio, así visto, ha de romper para liberarse de las cadenas y la opresión cultural propia de unas determinadas condiciones socio-económicas. Pero, ¿qué pasa cuando ya parece todo roto?

Por otro lado, la izquierda establecida e institucional que buscaba más una proyección política del arte, no como mero lujo o como algo no sólo destinado a una elite económica, social o cultural. El arte debía servir al pueblo, a la humanidad en general y no sólo a una parte de los humanos, y así resulta útil, pues por el arte el hombre resolvería parte de sus alienaciones y volvería a encontrarse a sí mismo, liberándose de las opresiones. En los países del Bloque del este, y bajo la supervisión soviética, se convirtió a las artes plásticas, por las teorías elaboradas en torno al «realismo socialista», en un instrumento al servicio del partido, un medio de propaganda y que, a menudo, se confundió con la simple publicidad, con un medio para una utilidad supuestamente revolucionaria. De ahí la importancia del cartelismo o los murales que exaltaban los valores revolucionarios. Aunque se dio una gran repetición en temas y estilos, con bajas calidades en muchos casos, también hubo obra interesante; no podía ser menos en una pintura o escultura, unos modos de hacer, que se extendieron desde Berlín, Praga, Tirana, Budapest o Bucarest a Moscú y Pekín, y que, en Iberoamérica dejó, de otro modo, y sin estar los artistas sometidos a las directrices férreas de un partido, obras como las de Diego Rivera o Siqueiros, sin dejar a muchos autores que durante esas varias generaciones hicieron una obra más fácilmente accesible por el pueblo con ideas revolucionarias o de acción por parte del artista en lo social.

El resultado actual es un público masivamente educado pero mayoritariamente alejado del «arte contemporáneo». Se admite a algunos autores, a los que se tolera, y muchos —no todos— admiran a Picasso o a Dalí, ya a menos a Miró y a Oteiza, y menos todavía a Tàpies. No todos los grandes movimientos del siglo XX, sobre todo los de la segunda mitad de esa centuria, son admitidos por igual, porque no toda supuesta vanguardia tiene que imponerse necesariamente.

Tampoco todo candidato a genio llega a serlo ni todos los supuestos genios logran comunicar su poética ni hacer admisible, digerida o comprensible su estética, porque no hay tiempo en la vida humana para asimilar indefinidos lenguajes, a cada cual más complejo y elaborado, y mucho menos si en algunos no hay contenidos satisfactorios que estimulen a su aprendizaje.

El cansancio de la vanguardia

El comienzo del siglo XXI parece seguir las líneas del siglo XX. Sin embargo, ya al morir el pasado siglo de vanguardias comenzaron las críticas y se levantaron autores entendidos como progresistas a señalar los límites de la interpretación (como Eco, después de su Obra abierta), Baudrillard, G. Steiner o H. Bloom, incluso reclamando la atención hacia la idea de canon.

Ya no es tan necesaria la idea de modernidad, a la que incluso se renuncia (algunos postmodernos así lo pretenden), ni es necesario parecer progresista frente al fascismo, porque ya pasó mucho de la revancha que el arte se tomó con las vanguardias frente al reduccionismo de los que se limitaban a unos modos de crear y condenaban el resto como arte degenerado, o a los que lo constreñían a un sistema dictatorial dirigido por un partido que se apropiaba de los deseos del pueblo, sustituyendo incluso la mente y la voluntad de los individuos a la hora de decidir lo que hay o no que hacer. Por otro lado, el mito del progreso se hundió después de la Primera Guerra Mundial, naufragio confirmado por la segunda gran guerra planetaria y las atrocidades que se cometen con la ciencia; el desastre ecológico o la superabundancia en Occidente y el derroche continuo frente a la miseria del Tercer Mundo hacen sospechar que la humanidad difícilmentetiene fácil remedio, y que incluso cabe dudar de su racionalidad, también en el arte y en las ciencias (tras las críticas que con Kuhn y sobre todo con Feyerabend y Popper se han desarrollado). El progreso se da a veces pero no siempre ni en todo, y menos moralmente, al menos de modo seguro. E incluso puede haber retrocesos, véase la Alemania del siglo XIX, con todo su esplendor, frente al horror de la misma Alemania sumida en el nazismo.

De otra parte, puede considerarse que las vanguardias de Kandinsky, Marinetti, Tzara o Breton hace tiempo que envejecieron, y su período de asimilación en esa supuesta aceleración de movimientos artísticos que algunos atribuían al fallido y cercano fin de la historia, ya se ha extendido a lo largo de casi un siglo, saturando estéticamente no pocas opciones y produciéndose el habitual cansancio de las formas.

Además, los ancianos que ahora enseñan en las facultades de Bellas Artes, en las universidades donde se elabora la historia de las artes, cátedras de composición en los conservatorios, los que acaparan jurados de premios y organizan los destinos de los jóvenes, son hijos directos de aquellas vanguardias, las mismas que, al poco de triunfar, se han convertido, paradójicamente, en algo de tipo académico. De ahí que no extrañe escuchar a nuevas voces rebelarse contra aquellos manidos lenguajes y se exija la libertad de escoger otros, antiguos o nuevos, para expresar contenidos a veces con pretensiones de volver a la noción de clásico o a criterios de presunta eternidad. Como la ruptura ya la hicieron sus abuelos, y todo quedó roto, queda recomponer usando los pedazos para hacer o reelaborar nuevas formas. La clave ya no está en romper o innovar; son muchas las innovaciones aún no digeridas y, por otro lado, no cesan de repetirse los modelos, como el de no pocas formas de elaborar la abstracción. Si el gusto se quedase sólo en lo subjetivo, resulta patente que muchas formas del presente no acaban de gustar e incluso molestan; ya ni siquiera hay sorpresa sino más bien hastío y bostezo; ni revueltas estéticas: todo se acepta en un ambiente cómodo donde no hay criterios.

La saturación de las abstracciones, instalaciones, música atonal y racionalismo arquitectónico ha llevado a mirar con asombro formas todavía más llamativas, como las de la exposición Sensation, o a trabajar con el elemento biológico (la genética y la biología parece que serán las ciencias reinas en el siglo XXI) y con huesos, piel y cadáveres humanos. Ahí las obras de D. Hirst o Von Hagen, con su tenebrosa plastinación de cadáveres. Otra vez se replantean los límites del arte, no ya en relación a la ética y los valores convenidos, sino a lo que parece ir contra el respeto a lo más común de los humanos, a su esencia. Otra vez se vuelve a preguntar qué es arte y para qué el arte; se duda de los objetos y obras, y se advierte una estetización de lo no artístico, como analiza Marchán Fiz, y una desartización de lo artístico.

De este modo, parece imperioso preguntarse por el sentido del arte, una vez más, y parece que la respuesta no es posible sólo darla mirando en las formas exteriores, como se ha tendido a hacer en las últimas décadas, una especie de manierismo que continuó con lo que esbozaron las viejas vanguardias. Si el arte no es para el hombre y no sirve a lo humano, ¿para qué tantos esfuerzos en costearlo y mantenerlo? Y si además, como Von Hagen, parece peligroso, por qué no eliminarlo, se dicen algunos. Si lo que salió como más íntimamente humano se vuelve contra el hombre que lo hizo, por qué venerarlo cuando más bien habría que librarse de ello; el hombre liberado de su expresión, mudo, en silencio por temor a una palabra que blasfema y le rompe, que le arranca el sentido en vez de crearlo o entregárselo.

La renovación del arte

Por tanto, parece necesario desarrollar un arte renovado que sea verdadera expresión del espíritu, pero para ello hay que mirar más allá de las formas, de la cáscara, e ir a masticar directamente el fruto inagotable al que no queda más remedio que hacer frente si se quiere lograr el desvelamiento o la entrega del misterio, con su saber hacia la voluntad que lo tiende y hacia la que nuestras voluntades tienden. Si el arte fue y puede ser, también hoy, algo relacionado con la belleza, más necesario parece ahora recuperar el sentido hondo, el de la sublimidad, que tiene su raíz (según la génesis histórica que desde Longino parte) en la infinitud, y por ello no abandona la idea del pulchrum clásico, entendido como un transcendental al igual que el bonum, el verum o el unum. Así el arte no sería un conjunto de formas externas, lujo prescindible, sino que recuperaría su dimensión religiosa, de reasunción del sentido, reencuentro con el fundamento por medio del transcender, del nexo; los dioses huidos a los que hace mención Heidegger volverían a poblar con su sentido los seres finitos y la infinitud podría recobrarse por medio de las formas limitadas del arte, en las que se hallan, como vio Schelling, unido en el objeto, lo racional y lo irracional, lo consciente e inconsciente, lo subjetivo y lo objetivo, lo finito y lo infinito.

Para ello, ese arte renovado tendría que ahondar en sus raíces, y no sólo en las formas exteriores, sino en la profundidad que hace rebrotar lo mismo de un modo siempre nuevo, pero con una novedad que responde al enfoque hondo de una sustancia inagotable a la que se intenta alcanzar, aun siendo inaprensible.

Esta renovación que suele darse especialmente intensa en ciertas épocas y en algunos momentos de determinados autores, no excluye la posibilidad de reinterpretar y volver a considerar la idea de canon, no como una prescripción fija, matemática o mecánica, sino más bien como un referente, que se correspondería más bien con las categorías de nuestra mente o con nuestros modos de percibir, por un lado, y por otro con la objetividad material y las características formales del objeto artístico. Sin embargo, no se trata de volver a prescribir y organizar las artes y sus manifestaciones bajo un esquema rígido, sino de tomar los datos objetivos que nos suministran los objetos, las cosas que se ofrecen a la mirada general, y ello a fin de poder desarrollar una concepción elástica y más cercana a la biología que a la mecánica de las estructuras físicas en los seres inertes. Una síntesis entre la tradición anterior a las grandes vanguardias del siglo XX y éstas parece más que posible y deseable en el siglo XXI, una vez se halla en derrumbe el mito de la novedad (entendido normalmente como una novedad formal o externa, a menudo superficial, que no deja penetrar adentro de la obra misma, siendo así obras que no hallan al sujeto que las hizo y por las que resbala con facilidad el sujeto contemplador —sin sujeto, nada tiene sentido—, y por tanto no transciende).

Si el arte no remarca tanto su función de espectáculo o entretenimiento meramente lúdico y vuelve a tomar sus vuelos de altura, podrá diferenciarse más claramente de lo más plano y de la materialidad indiferenciada propia de los objetos de consumo, de las mercancías de usar y tirar. Desde ese alzar el vuelo volvería a contemplarse el panorama y se recuperaría el horizonte y, por tanto, la dimensión relacional (real e ideal a la vez) de los objetos con los sujetos. El arte sería modo de conocimiento y de autoconocimiento, y, como síntesis imposible pero real, una armonía desde el mismo caos; o un caos que nos armonizaría la totalidad.

Para esto, el arte ha de volver a profundizar en sí mismo, en su dimensión puramente espiritual y por tanto en el sujeto, en el artista, que debe buscar en sí lo mismo que el espectador, el yo por medio del objeto. Siendo así espiritual en sentido fuerte, reasume con máximo empeño su protagonismo como motor de cultura y civilización, como aspecto irrenunciable de lo humano (arte y religión distinguen, más que el uso de útiles o el lenguaje, al animal primate del humano).

Eso significa que se recupera la obra como lo que transciende lo dado y permite la ensoñación; lo que sugiere no tanto una huida del mundo como una profundización en el mundo; por medio de la fantasía o de una textura matérica sobre un lienzo o en un paraje, por ejemplo, al centro del yo o del universo. No es fuga sino fluir como transcender y por tanto como reencuentro en lo otro, desde lo otro que me constituye y a lo que modifico en los nexos que mantiene cada uno con el mundo. El ir con el transcender, el cuadro que nos lleva más allá de sí, como la música o el poema, nos lleva más allá de nuestros límites, y allí, al salir de nosotros mismos es donde recuperamos nuestro ser y su verdadera dimensión de impulso, de extensión creciente y de intensificación por medio de las sustancias que se nos diluyen en la vida a nuestro alrededor. Recuperamos nuestro ser, diluido y a la vez concentrado en acciones o materias, en los múltiples horizontes que nos dan significación.

La belleza

Después de las múltiples derivaciones de las artes, en una versión superficial o formal de lo sublime —perdido su contenido de infinitud— es posible una vuelta a la belleza, que no tiene que ir desligada de lo sublime, como al adorno en arquitectura o a la variedad de formas que hacen más humanas, cálidas, la rigidez de las geometrías —el ser humano es más curva que recta; el racionalismo responde a un ideal, no a lo que somos como cuerpo viviente—; y esa vuelta a lo bello puede recuperar lo amable para el espectador, si así se conviene, pues no todo arte ha de ser necesariamente difícil de contemplar. La saturación de los feísmos parece propiciar esta renovación. No es lo mismo la fealdad o la suciedad, según los relativamente mutantes criterios consensuados de los espectadores, que sus contrarios, ni es lo mismo habitar en una funcional ciudad dormitorio, sin interés artístico alguno, como Móstoles, que en Toledo, Segovia o Venecia, también para la actitud y sensibilidad de sus moradores no artistas.

Tal vez vuelva a recuperarse, si bien no de un modo rígido, el ideal y éste camine cerca de la belleza consensuada, no tanto como modelo externo sino como actitud, pues tal opción daría sentido, ayudaría a comprender a intuir las profundidades del arte, y éste resultaría más humanizado y más benéfico para lo humano. La experiencia estética puede aprenderse, aunque individualizada y voluntariamente, volviendo a hallar lo sublime oculto en lo bello o viceversa; la infinitud como referente, como contexto y horizonte (al estilo de G. Steiner) en el que los textos parciales puedan ser leídos y alcancen sentido hondo, pero la totalidad es inabarcable con la razón; de modo que no queda más que la experiencia estética como camino certero, y por tanto la intuición que se asombra, reconoce, se reconoce en lo otro, se percibe en el misterio y ama ese siempre más que tiene delante y detrás de sí.

El arte entendido en sus múltiples profundidades, entroncado hondamente en la libertad humana, y no sólo reducido a la superficie es uno de los constituyentes fundamentales del devenir humano, pues construye, y no sólo rompe categorías o modelos. De ahí la tendencia al eclecticismo de estos tiempos, la búsqueda de una síntesis reconciliadora que reasuma los hallazgos y recursos de las vanguardias, sus modos, con lo anterior a ellas, en una vuelta a la unidad de lo plural que permita salir del puro caos, de los engaños, estafas y apaños comerciales, los que usan como moneda de cambio, puramente convencional, las obras. Y es que así especulan sin reflejar ningún fondo, con unas obras y otras, cualesquiera sean, al margen de su calidad, sus motivaciones, su belleza o su sublimidad, buscando sólo la transacción económica.

La prostitución de lo artístico ha alcanzado en los últimos tiempos a su esencia de un modo llamativo, pues se supone, más que nunca, la libertad creadora. Lejos así de lo que parece reclamar el espectador (también recreador, no se olvide, en su pupila o en su mente de lo que percibe), y es que se reclama una profundización interior, creación de sí mismo, armonización que permita, desde el fondo del yo, el encuentro con los demás y no sólo con el intelecto, sino desde la raíz por la que cualquier yo halla su fundamento, de ahí que la voluntad sea fundamental.

El arte puede —y lo hace a menudo— sintetizar la armonía propia de lo bello y la disarmonía propia de lo sublime en un todo confuso, un caos, pero que por su unidad da sentido al absurdo del mundo, profundiza desde la totalidad sy se extiende, desde nosotros, como infinitud. Cualquier estilo es posible, cualquier forma, pues huye del puro formalismo para ir a las esencias, y un mismo autor puede ser varios a la vez. Puede o no tomar o crear símbolos, de recuperar lo amable para el espectador, si así se conviene, pues no todo arte ha de ser necesariamente difícil de contemplar. La saturación de los feísmos parece propiciar esta renovación. No es lo mismo la fealdad o la suciedad, según los relativamente mutantes criterios consensuados de los espectadores, que sus contrarios, ni es lo mismo habitar en una funcional ciudad dormitorio, sin interés artístico alguno, como Móstoles, que en Toledo, Segovia o Venecia, también para la actitud y sensibilidad de sus moradores no artistas.

Tal vez vuelva a recuperarse, si bien no de un modo rígido, el ideal y éste camine cerca de la belleza consensuada, no tanto como modelo externo sino como actitud, pues tal opción daría sentido, ayudaría a comprender a intuir las profundidades del arte, y éste resultaría más humanizado y más benéfico para lo humano.

La experiencia estética puede aprenderse, aunque individualizada y voluntariamente, volviendo a hallar lo sublime oculto en lo bello o viceversa; la infinitud como referente, como contexto y horizonte (al estilo de G. Steiner) en el que los textos parciales puedan ser leídos y alcancen sentido hondo, pero la totalidad es inabarcable con la razón; de modo que no queda más que la experiencia estética como camino certero, y por tanto la intuición que se asombra, reconoce, se reconoce en lo otro, se percibe en el misterio y ama ese siempre más que tiene delante y detrás de sí.

El arte entendido en sus múltiples profundidades, entroncado hondamente en la libertad humana, y no sólo reducido a la superficie es uno de los constituyentes fundamentales del devenir humano, pues construye, y no sólo rompe categorías o modelos. De ahí la tendencia al eclecticismo de estos tiempos, la búsqueda de una síntesis reconciliadora que reasuma los hallazgos y recursos de las vanguardias, sus modos, con lo anterior a ellas, en una vuelta a la unidad de lo plural que permita salir del puro caos, de los engaños, estafas y apaños comerciales, los que usan como moneda de cambio, puramente convencional, las obras. Y es que así especulan sin reflejar ningún fondo, con unas obras y otras, cualesquiera sean, al margen de su calidad, sus motivaciones, su belleza o su sublimidad, buscando sólo la transacción económica.

La prostitución de lo artístico ha alcanzado en los últimos tiempos a su esencia de un modo llamativo, pues se supone, más que nunca, la libertad creadora. Lejos así de lo que parece reclamar el espectador (también recreador, no se olvide, en su pupila o en su mente de lo que percibe), y es que se reclama una profundización interior, creación de sí mismo, armonización que permita, desde el fondo del yo, el encuentro con los demás y no sólo con el intelecto, sino desde la raíz por la que cualquier yo halla su fundamento, de ahí que la voluntad sea fundamental.

El arte puede —y lo hace a menudo— sintetizar la armonía propia de lo bello y la disarmonía propia de lo sublime en un todo confuso, un caos, pero que por su unidad da sentido al absurdo del mundo, profundiza desde la totalidad sy se extiende, desde nosotros, como infinitud.



Manifiesto transgótico

Resucitar al espíritu fuerte de quienes hicieron posible las catedrales no significa repetir necesariamente sus ideas ni sus obras, aunque alguno, si quiere, pueda hacerlo. No se trata de un neogótico como ya hubo en el siglo XIX, al igual que pudiera haber un neoclasicismo. Se trata de un transcender aquello pero partiendo de la grandeza interior que uno puede lograr a través del arte. Ir más allá de lo que nos rodea para que los objetos artísticos sean lo Otro, pues no existen como simples cosas, y lo que importa es el sujeto, lo que otros llaman el espíritu del arte, lo que se produce en nosotros cuando nos hallamos ante un gran creador por medio de sus obras y le sentimos, le vivimos. La clave para comprender el arte está en vivirlo hondamente, crearlo o recrearlo dentro de cada uno.

1. El panorama del final del siglo XX y principios del XXI en el arte es el de un gran mercado de formas a menudo gastadas y sin contenido, de vanguardias repetidas y de academicismo que sigue queriendo imponerse, reduciendo el arte a cosas que aparecen en museos, a cosas que se leen y venden, a cosas que se escuchan. El Templo de Salomón, donde las artes crecían, en otros tiempos tan glorioso, ha sido profanado por los mercaderes y no se ve un Cristo que los eche azotándoles. Tampoco ya se crucifica a nadie. De tanto proliferar como una plaga, desaparecieron ya los escándalos. El gris pretende extenderse en un mundo de cosas.

Pero si el arte no existe como cosas entre las cosas, sí existen los artistas y los que sienten a esos artistas a través de sus obras, sí su espíritu y su fuerza. En una realidad alienante y llena de contrastes vitales, donde los avances científicos y tecnológicos se suceden vertiginosamente en el reino de lo práctico y funcional, allí donde cuesta encontrar momentos de mirada reflexiva, hacia adentro, lo transgótico emerge de forma casi telúrica como opción a nuestro actual entorno, queriendo aportar una sensibilidad renovada, donde lo onírico, irracional y oculto ocupe su merecida dimensión espacio-temporal en la expresión artística.

2. En semejante mercado, no hay lugar para vender el misterio, pues el misterio huye de los mercachifles. Pero el misterio puede ser una clave, una llave perdida del mundo del arte —siempre lo ha sido. Si no resurge lo sagrado que permite ver en un objeto una obra de arte, eso que logra el artista, todo queda diluido en el magma de las cosas indiferenciadas, sin sentido. El mundo actual, cuando en Occidente las religiones han perdido su fuerza y no hay mitologías que las hayan reemplazado como en su momento fue el marxismo, demanda que mantiene cada uno con el mundo. El ir con el transcender, el cuadro que nos lleva más allá de sí, como la música o el poema, nos lleva más allá de nuestros límites, y allí, al salir de nosotros mismos es donde recuperamos nuestro ser y su verdadera dimensión de impulso, de extensión creciente y de intensificación por medio de las sustancias que se nos diluyen en la vida a nuestro alrededor. Recuperamos nuestro ser, diluido y a la vez concentrado en acciones o materias, en los múltiples horizontes que nos dan significación.

3. Lo transgótico como metáfora incluye, junto al símbolo de las vidrieras llenas de luz y color, junto a su misterio, junto a la altura de finas y talladas torres, la cara oscura de sus capillas, las gárgolas de los monstruos. Se vuelve a la belleza, pero no se rechaza la cara oscura del mundo, aunque no se le da la mano a la garra para recrearse en el horror, sino para transmutar por medio del arte esa dimensión espantosa de nuestra existencia.

En otros tiempos lo gótico no sólo fue un conjunto de ángeles, sino también de demonios: no sólo la doncella orante sino también el monje fornicario, herético y perseguido. Hoy el mundo es otro, pero siguen también yaciendo en la misma cama el horror y lo angélico, reproduciendo sus bastardos por el mundo. La armonía que se busca no es tanto la externa, sino la interna, la que subyace a todo, la paz que fluye bajo las contradicciones. La armonía del caos.

4. Lo transgótico no incluye tanto artistas que revivan en sí algo de lo gótico, sino que se nutren de ello como metáfora, bien para hacer música que integra sonidos de otros países y mundos; bien pintura que reúne trazos de otros continentes y colores vivos como los de la vidriera o tamizados como los de la piedra tallada; bien esculturas clásicas con cánones griegos o rotas como la otra cara del orden. Orden y caos, pero no como juego sólo, sino como acción profunda.

El movimiento transgótico une manifestaciones artísticas diferentes con una visión aglutinadora, creativa y abierta, donde cohabitan las vanguardias y la postmodernidad.

5. Lo transgótico incluye, aunque interiorizada y oculta a veces, una dura crítica social a un mundo de consumismo plano, sin horizontes, y por eso se sube a la más alta de las torres para ver lo más lejos que los ojos pueden alcanzar. La belleza seduce y lo trágico o violento arrebata frente a un mundo cómodo, con exceso de kilos, amodorrado frente a un televisor desde un pensamiento adquirido en el hipermercado.

Por otro lado, el arte vuelve al pueblo, pero con su dignidad, no como cosas sino como vida que resuena en el contemplador. El artista, si no es ya un enviado del cielo o un misionero, al menos es alguien que tiene algo que decir, que se dice para bien de los otros. El arte no es un adorno, algo prescindible, sino comprensión del mundo, de cada mundo; y allí se entienden también muerte y vida.

6. Lo transgótico vuelve al sujeto, a la unidad, pero no como genio que pisa y arrasa el mundo, sino como artista interior, que extrae de sí la expresión y se da a los demás, logrando la unidad desde la división. Lo fragmentado y caído se reasume en el conjunto de una ruina o se hace nuevos edificios.

7. Lo transgótico es un huracán que se nutre del mal y del bien, de lo feo y lo bello para transcenderlo, sin restricción, más allá de toda ley, volcán que explota una sensibilidad de infinitud, en un nexo con Todo.

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