miércoles, 10 de diciembre de 2008

Perdón, soy hombre

Perdón, soy hombre



Lo sé. Sé que no existe el Hombre ni la Mujer, sino mujeres y hombres. No existen las generalidades sino únicamente casos particulares. Tantos casos particulares como individuos. Miles de historias para miles de seres humanos sobre la Tierra. Sé que existe lo femenino en el hombre y lo masculino en la mujer. Conozco los clásicos. Fui adolescente durante los años setenta. Sé que la búsqueda de un tipo sexual es sospechosa, tal vez reaccionaria, o incluso fascista, que no existe el sexo, tan sólo el género. Imprecisos, forzosamente imprecisos.

Sé que no soy psicoanalista, ni sociólogo, ni filósofo, ni una periodista de Elle o Marie-Claire. Sé que ni siquiera soy una mujer. Sé que no preparo mi ofensiva ideológica mediante un conjunto de encuestas y sondeos. Sé que las relaciones entre hombres y mujeres constituyen el tema central de la literatura y la historia de las ideas desde los albores de la humanidad.

Pero también sé que el hombre de hoy en día no tiene nada que ver con el hombre que encarnaba Jean Gabin cuando cantaba. Gabin murió hace tan sólo treinta y cinco años. Un suspiro en la historia del mundo. Un periodo suficiente para una verdadera mutación antropológica.

Un hombre que ya no está hecho de todos los hombres, sino que vale menos que todas las mujeres. En la actualidad, Gabin tendría prohibido aventurarse en los diálogos de Audiard. Y Ventura, Belmondo, Delon, y las canciones misóginas de Brel: se prohibirían sus palabras, e incluso sus gestos. Se prohibiría su existencia.

Privado de sus propias palabras, al hombre se le ha privado poco a poco de un pensamiento propio. La máquina está en marcha. Implacable. En primer lugar, ya sólo se habla de grandes principios, de lo universal, de la humanidad: ya no hay hombres, ya no hay mujeres, tan sólo hay seres humanos iguales, forzosamente iguales, más que iguales, idénticos, indiferenciables, intercambiables. El discurso que funde sus propios valores con los de la humanidad es el de todas las potencias dominantes, desde el Imperio romano hasta la gran nación, del tiempo de las colonias hasta el american way of life. Hombres con o sin mayúscula en el periodo de una sociedad patriarcal. Y después, en un segundo periodo, sugerimos la superioridad evidente de los «valores » femeninos, la dulzura sobre la fuerza, el diálogo sobre la autoridad, la paz sobre la guerra, la escucha sobre el orden, la tolerancia sobre la violencia, la precaución sobre el riesgo. Y sugerimos a todos, hombres y mujeres, sobre todo a los hombres, comulgar con esta nueva búsqueda del Grial. La sociedad requiere unánime que los hombres revelen la «feminidad» que hay en ellos. Con una buena voluntad desconcertante, dudosa, malsana, los hombres hacen todo lo que pueden por cumplir con este ambicioso programa: convertirse en una mujer como las demás. Por vencer, a fin de cuentas, todos sus arcaicos instintos. La mujer ya no es un sexo sino un ideal.

Con la intención de comprender qué ha ocurrido, qué nos ha pasado, a nosotros los hombres, para resucitar esta idea, esta psique viril, para revelar el palimpsesto bajo el pergamino femenino, he escrito este librito.

Como un tratado de saber ser viril para uso de las nuevas generaciones feminizadas. Un trabajo de arqueólogo más que de polemista. Ya sé que uno nunca debería seguir sus malos instintos. Pero yo no soy más que un hombre.

Estábamos perdidos. El coche volvía una y otra vez al mismo cruce de caminos. El sol descendía lentamente tras el horizonte. La campiña provenzal mostraba sus encantos de finales de verano, pero no nos tomábamos la molestia de admirarlos. Mi chófer tenía una risa forzada, cohibida. Era un hombre muy joven, un militante que me llevaba a una cena con los jefes de la Unión para la Democracia Francesa (UDF). Comer, cenar, rutina de periodista y de político. Entre simpatía sincera e instrumentalización recíproca. «Ellos» me han confiado a un «joven» que no ha tenido elección. Surge la conversación entre nosotros, en mi caso para disimular mi irritación, en el suyo para ocultar su vergüenza. Hablamos de todo y de nada, de política, de Bayrou, de Chirac; me cuenta que ha leído mi libro sobre el presidente y que le ha gustado.

¡Me va gustando este crío después de todo! Podría ser su padre, aunque tengo hijos mucho más jóvenes. La conversación se vuelve más personal. Le pregunto sobre sus estudios, sus ambiciones. Sus mujeres. Lanza una exclamación. Mujer, no tiene más que una, desde hace seis meses. También militante. Está enamorado. Es fiel. Me hago el incrédulo, y él insiste. Me burlo basándome en la complicidad entre hombres, confianza entre tíos, una perdida diez encontradas: «Francamente, a tu edad, ¿cuántos años tienes? ¿Veintidós? ¿Veintitrés?». Se indigna, se justifica. «Con mi antigua novia fui infiel, y eso no me trajo más que problemas. No, no, no lo vuelvo a hacer.» Suelto una carcajada guasona. Le describo el ridículo de una generación, la suya, decorosamente emparejada a los veinte como lo estaría a los sesenta. Me mofo de los chicos de su edad, sometidos al sentimentalismo de las chicas, un chico no es eso, un chico va y viene; un chico emprende, asedia y conquista, se acuesta sin amar, por el placer y no por la vida, «no hay fortalezas inconquistables, únicamente fortalezas mal sitiadas» (Gérard Philipe, en no recuerdo qué película de capa y espada que devoré gracias a la santa ORTF de mi infancia), se coge y se tira, un chico saborea sin comprometerse, está en lo múltiple y no en lo único, Casanova más que la princesa de Clèves.

Sinceramente indignado, me espeta: «¡Pero usted usa un lenguaje de macho!» Me río. Panoli. Pienso en el extraordinario destino de esta palabra, «macho», este genial hallazgo lingüístico de las feministas de los años setenta que, con esta pequeña palabra, transformaron a los hombres, a todos los hombres, en acusados convictos de oficio, logrando inhibirles, que consiguieron darle la vuelta al viejo dicho secular: «¡Sé un hombre, no un cagueta!», que transformaron el eterno masculino en un insulto. Una palabra que ganó la guerra lingüística. No hay que descuidar las guerras lingüísticas. Algunos años antes de la Revolución, la palabra «nación» había suplantado poco a poco en los espíritus franceses a la de «rey». Se luchaba cada vez más por la gloria de la nación, y cada vez menos por la del rey. Y sin embargo, Luis XVI aún reinaba.

Le suelto, un tanto despreciativo: «En los años setenta, nos trataban de machos, ¡pero eran las chicas las que nos insultaban. No nuestros compañeros. Habéis adoptado el lenguaje de las chicas, habéis interiorizado su comportamiento ».

Repentinamente más serio, sin mirarme, como hablando para sí mismo: «Sí, pero todos hemos sido criados por madres solteras, con ideas del 68 y feministas. Pensamos como ellas. Nuestros padres nunca estaban ahí».

Su risa se ahoga. No insisto más, me trago mis sarcasmos fáciles de viejo imbécil. Sin lugar a dudas, esta nueva generación me persigue. Algo más tarde, recibo un correo electrónico de un joven estudiante de una escuela de cine. Ha adaptado mi última novela, El otro, para su examen de fin de curso. La leo. No me decepciona. Le llamo, le felicito, le invito. Debatimos. Le revelo mi única decepción. En la novela, el héroe, François Marsac, es un hombre truculento, que come, bebe y folla. Es el Amadeus de la política. En una palabra, es Chirac. Por tanto, reprocho a mi interlocutor que haya evitado las escenas picantes. Que haya edulcorado el texto, castrado a mi héroe. Pérfidamente, le pregunto si se trata de una reserva personal o de un puritanismo generacional. No sabe qué responder. Me promete pensar en ello. Una semana más tarde, recibo el siguiente correo electrónico:

Estimado Éric,

Me he tomado un tiempo de reflexión para responder a su espinosa pregunta. Al final, si bien tengo una cruel falta de perspectiva para emitir un juicio sobre mi generación, considero sin embargo poder hacer las siguientes observaciones:

La relación hombre-mujer ha cambiado profundamente. Por múltiples razones, pero la más interesante es la siguiente: su generación tuvo que hacer frente a un discurso feminista, mientras que la mía fue educada por las madres que defendían estas ideas. Moraleja, las ideas han sido integradas y las mujeres tienen ahora el mando absoluto del sector, digamos, de la seducción.

Probablemente siempre lo han tenido, pero antes los hombres no tenían miedo de «entrar en combate ». No considero, por ejemplo, que Casanova sea un héroe en la actualidad. Sigue siendo una fantasía masculina, pero con cada vez menos entradas en acción.

Tal vez sea esto lo que me molestaba de algunas escenas del libro, que los hombres puedan afirmar su dominio de esta forma. Sin lucha ni emociones. ¡¡Esto me parecía demasiado fácil!!

Por otro lado, la época ama la transparencia. Tal vez más que en su generación, todo se sabe con rapidez y debemos ser potencialmente capaces de rendir cuentas ante todos. Y pienso que eso asusta. Esto resulta curioso cuando observamos la cantidad de sexo existente en las pantallas, en los discursos de la radio, etc., pero pienso que existe una gran liberación en la superficie y que en la práctica todo es mucho más complicado para todos. Dulce hipocresía.

Por el momento, proyecto, quizá sobre toda una generación, mis preocupaciones y las de mis mejores amigos.

Hasta pronto.

Veo en el periódico de las ocho de la tarde un reportaje sobre Laure Manadou. Estamos en el otoño de 2004. La campeona olímpica de natación acaba de volver a Francia tras sus éxitos en Grecia. Es el momento de las vacaciones, del descanso. Se reúne con su novio, profesor de natación. La musculosa joven deambula entre los nadadores. Interrogan al «novio», le preguntan si su vida ha cambiado, si su relación con la campeona se ha transformado, la opinión de los demás, etc. Con voz dulce, responde algo que me deja estupefacto: «Lo esencial es nuestra historia de amor; lo importante es que continúe».

Pienso en mis simpáticos interlocutores. Tienen razón, los chicos de hoy en día están más cerca de la princesa de Clèves que de Casanova. Encantadoras mujeres. Más tarde supe que este joven tan romántico había resultado tener también cierta avidez por las ganancias, esforzándose por rentabilizar, con la complicidad del «agente» de la señorita, el éxito deportivo de su tierna campeona, desviándola del austero camino de las piscinas hacia los platós de televisión y las agencias de publicidad.

En suma, mezclando sentimentalismo con codicia, se comportaba exactamente como las mujeres de las películas francesas de los años treinta. El joven fue largado con viento fresco, junto con el «agente», por los escamados y previsores padres de la nadadora. Como una amante de las de antes, ávida y peligrosa.

Una amiga me pasa una entrevista a Éric Cantona en Vogue. Le preguntan: «¿Cuál es para usted la mujer ideal?». «La mujer ideal sería un travestí, porque tiene un poco de ambos.» Éric Cantona fue un futbolista francés que tuvo su momento de gloria en los años noventa. Era igual de célebre por sus arabescos con el balón en los pies como por su conflictivo carácter, que le llevaba a insultar a los árbitros, agredir a los espectadores e incluso a llamar «saco de mierda» al seleccionador del equipo de fútbol de Francia. Un futbolista con gran talento, por otra parte.

Burlado por sus ínfulas de pintor o de poeta, no fue nunca querido en el «pequeño ámbito» del fútbol francés, por lo que se exilió a Inglaterra, donde se convirtió en un icono. Cantona se veía como un deportista atípico, en contacto con su época. Y por tanto, más alienado por su época. El estatus del futbolista ha cambiado mucho en los últimos quince años. Antaño, era un obrero que había conseguido salir de su condición; un boxeador sin golpes en la cara. Platini y Rocheteau, en los años ochenta, aún tenían este estatus. No conocíamos a sus mujeres, eran señoras corrientes. Desde la globalización del fútbol, su éxito ha explotado. Su estatus ha cambiado. Se han convertido para los chicos lo que las cantantes son para las chicas. La Copa del Mundo se ha convertido en una inmensa y universal «Operación Triunfo ». Encarnan el lado bueno de la sociedad mundializada, mestizaje y Ferrari. David Beckham (y su mujer) explota fría y racionalmente esta «populización» del fútbol.

Aro en la oreja, ropa fina, productos de maquillaje sobre la piel, Beckham es la encarnación de los nuevos hombres feminizados, los famosos «metrosexuales». Zidane conoció a su mujer antes de convertirse en una estrella: es sin duda por esta razón por la que es una (encantadora) señora corriente; Zidane es una especie de dinosaurio en su medio. Para el resto, las mujeres no bastan, necesitan modelos; uno de los vencedores de la Copa del Mundo de 1998, Christian Karembeu, se casó con Adriana, una famosa modelo venida de Europa del Este, famosa por la publicidad de los sujetadores Wonderbra. Encarnan una especie de pareja improbable, una pareja Benetton, arquetipo del fantasma políticamente correcto del mestizaje. Algo así como una versión moderna de la bella y la bestia. Durante mucho tiempo se ha atribuido a Barthez una relación con Linda Evangelista; el mejor jugador brasileño, Ronaldo, se acaba de casar con una modelo. Con su espontaneidad habitual, Cantona revela el secreto: no es una mujer lo que quieren, no es una mujer lo que todos buscan, sino un travestí, que es un poco de ambos. En la vida real, esto se llama modelo.

Creemos saber vagamente lo que es una modelo. Una chica guapa. Una chica alta. Un sueño de los chicos que ha reemplazado a las estrellas de cine en la fantasía masculina.

No hemos comprendido nada, ni adivinado nada, ni visto venir nada. Es en los talleres de alta costura donde los doctores Folamour de la belleza nos preparan para el mundo del mañana. En una entrevista, Karl Lagerfeld describe de la siguiente manera las nuevas bellezas de quince años que vienen sobre todo del Este: «No tienen mucho pecho. Son absolutamente impecables, caben en los vestidos sin ningún problema. Es difícil de explicar, es otra silueta, otra actitud del cuerpo…

El cuerpo “a la moda” de hoy en día es una silueta hecha con molde, de una estrechez increíble, con brazos y piernas interminables, un cuello muy largo y una cabeza muy pequeña.»1

Mutantes. Con cuerpo de chico. Estas modelos con cabeza tan pequeña, que él encuentra melancólicas y no demasiado graciosas, sólo tienen una cosa odiosa: «Cuando se las transforma en macizas sin cerebro». Horror, senos, un culo, una figura provocativa, demasiado sensual, demasiado femenina: «Es vulgar».

Más adelante, Karl Lagerfeld pasa revista a las bellezas de la época. De Jennifer López dice: «Tiene un gran trasero, una piel bonita; se corresponde con el gusto del hombre de la calle. Cuando las modelos van por la calle, los hombres de la calle no las miran».

Por fin, cuando le preguntan si «a través de sus imágenes publicitarias, no es cómplice de una búsqueda de esteticismo, de delgadez y de perfección neurótica por parte de muchas mujeres», responde con cruda franqueza:

«Es la historia del aprendiz de brujo. Yo hago lo que creo que corresponde a la evolución de la estética. Si eso causa neurosis, no puedo hacer nada».

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