lunes, 8 de diciembre de 2008

Breve historia de una prohibición vulnerada

Breve historia de una prohibición vulnerada

Herminio Andújar

La categoría de lo bello parece haber fenecido, víctima del totalitarismo feísta de la modernidad. Lo bello: la presencia misteriosa y maravillosa del hombre y del ser frente a la glorificación de la determinación histórica que subyace en el discurso de las vanguardias, o frente al nihilismo que sustentan los discursos posmodernos. Pero, aun desterrado de la ciudad, lo bello ha subsistido en paralelo a la corriente principal, emboscado en el trabajo de algunos artistas que han actuado y actúan libres de los automatismos y dogmas predominantes.

La cuestión del llamado «arte contemporáneo » como un ámbito de suyo ajeno a la categoría de lo bello parece ser uno de los dogmas de fe con los que, en la actualidad, y tras la «reforma» posmoderna, continuamos cargando como lastre de los infaustos tiempos modernos. Si por un momento a alguien le pareció que en la filosofía del arte y en la propia práctica artística, tras los rigores de la modernidad y la decadencia de los grandes relatos liberadores, que condujeron al sovietismo y al nazismo, vendrían tiempos de autocrítica y plena tolerancia, ese alguien no captó lo que realmente había de suceder: la interpretación del viejo adagio de las construcciones totalitarias, cuyos herederos, ante el fracaso de sus postulados —como advirtiese a lo largo de sus escritos K. R. Popper— se han hallado prestos para responder con una nueva teoría autoinmunizadora que les permitiera creer que la raíz de los males provocados por sus horrendos experimentos sociales no procedía de la falta de validez de sus postulados sino, como aún gustan de decir, de un cambio en las condiciones objetivas.

Pero ésa es la gran virtud del pensamiento desiderativo, no aceptar jamás su refutación y pretender deconstruirnos a los demás con el objeto de amurallar la obscena evidencia de su derrota.

Prosiguiendo en la estela de Popper, conviene citar a su buen amigo E.H. Gombrich, cuando en la introducción a su Historia del arte, sentencia: «No existe, realmente, el arte. Tan sólo hay artistas». Tal declaración —siempre recordada de manera superficial por muchos comentaristas culturales— es lo más contrario que quepa imaginar a una impostura. Es una declaración contra los tintes teológicos y filosóficos de los que la actividad desarrollada en el seno de las artes vino invistiéndose desde que éstas —metamorfoseadas por Hegel— se convirtieran en «el arte», y sus artífices —autorizados aun antes por Kant— vistieran la sacra tonsura de «el Genio». Desde aquel ocaso de la Ilustración, en el que el búho de Minerva voló dando vueltas sobre el lugar que ocupase la guillotina en la Plaza de la Concordia, el círculo quedó cerrado y la disputa que iniciase Platón, con la denigración y expulsión de los artistasimitativos, se saldaba con la instauración del moderno Artista como sabio-filósofo, dictaminador del gusto y pontificador insaciable contra la figura más denostada desde entonces, el burgués utilitarista, representante de todo lo que de insensible y reaccionario pudiese habitar el mundo e incapaz, por ende, de captar la autenticidad del Genio. Así pues, el arte y el artista —concluso el antiguo régimen, sustiatuidos sus antiguos señores, mediante los sucesivos genocidios revolucionarios, por el Empresario, el Político y el Aparatchik—1 iniciaban una fase en la que, sintiéndose imposibilitados para continuar sirviendo a la reflexión meditativa —tal como la describió Heidegger— propia de tiempos dominados por la búsqueda de la espiritualidad, habían de entregarse a la vorágine de la reflexión calculadora, cuyo fundamento no es otro que la consecución de sus objetivos en el plazo más breve y a un coste reducido, lo que sólo es posible cuando se acepta que el objeto tanto de la ética cómo de la estética, es decir, el hombre, ha dejado definitivamente de ser un fin para convertirse en un simple medio, sobre el que han de cumplirse los dictados de la técnica y la ingeniería social.

El nuevo artista

Con el fin de que el nuevo Artista, nacido del Romanticismo, sirviente del hegeliano arte, del Genio kantiano, pudiera llevar a cabo su misión en este contexto, fue imprescindible que, como un siempre inacabado adolescente, ciego a los modos de su propia acción, cayese y fuera apresado por la misma dinámica de aquel Empresario, aquel Político y aquel Aparatchik a quienes proclamase combatir, es decir, por la dinámica de la Voluntad de Poder: el Artista, cual el rey-filósofo de Platón, había de imponer su criterio, proclamando su ventaja epistemológica y moral, abominando de la tradición mimética y atribuyendo cualquier posibilidad de belleza al mundo de las ideas, cuya virtud sólo había de hallar una adecuada plasmación en el campo de la política. En tal contexto, la eliminación de lo bello en el «arte», su negación como un ámbito esencial del espíritu humano, era sólo cuestión de tiempo, como lo fue la eliminación del campesino y el aristócrata en la Rusia soviética de Lenin, la masacre del clero bajo el gobierno del Frente Popular en España, el holocausto durante el nazismo, la actual y democrática eliminación de la población serbia en la Krajina, Bosnia o Kosovo, con la inestimable colaboración de la OTAN o, aún más recientemente, la guerra contra Irak en base a unos motivos que se han demostrado falsos y que no devolverán la vida a las víctimas.

Pues de la misma manera, desde idéntico concepto de eficiencia —siguiendo un criterio de necesidad muy querido tanto por hegelianos de izquierda como de derecha: es decir, de un lado, por marxistas, postmarxistas y reconstructivos, y del otro por los adláteres de Huntington y Fukuyama—, lo bello había de ser eliminado del territorio del «arte», pues su mera presencia se resistía a la marcha de la historia, de una historia que había elevado el rango de los antiguos artistas al de modernos intelectuales orgánicos. Pero, además, la marcha de la historia señalaba hacia la igualación por abajo, la negación de lo excepcional o su instrumentalización, y la compulsión de lo inmediato y fácil de obtener. Por el contrario, lo bello, para ser, demanda de la emoción y de la melancolía cuando, tras experimentarlo, se le añora; lo bello pertenece a la categoría de lo que no pretende la vaguedad efímera de la innovación constante. Lo bello se halla en el bosque, en el templo y en la morada, mas no en el laboratorio donde se gesta aquello que ha de ser producido en serie y —saciado el individuo sujeto a la ley de rendimientos decrecientes— sustituido de manera automática por la subsiguiente novedad.

Lo feo vuelve a ser feo gracias al Estado

Tal fue lo que aceptó el Artista: el servicio a Leviatán, quedando convertida la categoría de lo bello, la belleza misma, en un lugar de emboscadura, exilio y refugio frente al academicismo feísta de vanguardia, pues como escribiera Aquilino Duque: «Ahora que lo feo vuelve a ser feo gracias al Estado; que el Poder, más coherente que nunca, hace suya la fealdad para mejor inspirarnos su miedo, para mejor imponernos su moral; ahora, digo, es más necesario que nunca refugiarse en la belleza, en esa belleza que, pese a las tergiversaciones de Nietzsche, es metahistórica, no depende del azar ni de lo absurdo, y nunca tuvo nada que ver con esta moral pecuaria del anarco-hedonismo de masas». No exageraba el poeta sevillano al escribir estas frases, ya que todo el intento de subvertir las categorías morales y estéticas que acompañó al Artista a lo largo del siglo XX, pronto, con la eficaz inmediatez característica de los Estados contemporáneos, fue absorbido, metabolizado y puesto fuera de juego mediante su conversión en mero bien o servicio, presto a su intercambio en el Mercado, la institución menos sujeta a prejuicios que existe, donde se satisfacen utilidades que tanto pueden encontrar agrado en el Urinario de R. Mutt —una genialidad kantiana de Duchamp— como en la Mierda de artista enlatada por Piero Manzoni.

Ajeno a todo esto se mantuvo el Emboscado, el Hombre de las Musas, personaje identificado por el capitán Ernst Jünger, personaje que, a lo largo de la centuria pasada, corrió en paralelo, ajeno a la destructiva vorágine de la corriente principal. Y es con esta figura jüngeriana con quien mejor podemos identificar a los artistas cuyo trabajo no ha implicado la eliminación y el odio a la belleza, personas dedicadas a una reflexión de carácter meditativo sobre el sentido de la obra de arte, más allá de la concreta historicidad, cuya labor nos lega — desde el riesgo de quien se atreve a tener una mirada propia que lanzar sobre la faz de la tierra— unos resultados que pueden reconciliarnos con un sentido de una belleza esencial, en su multiplicidad, a la condición humana. Pero no lo olvidemos, tal y como les describe Jünger, se trata de gentes al margen: «El hombre de las musas ha ocupado siempre un lugar que ha debido crearse él mismo en lucha reñida. Por decirlo así, es tolerado. Usted conoce sin duda el poema de Schiller donde Zeus ha distribuido ya todos los bienes de la Tierra y sólo puede decirle al poeta que su lugar está cerca de él, que le quedará abierto tan frecuentemente como lo desee. Así es como debe pensarse todavía hoy. De hecho, le ocurren pocas cosas nuevas al hombre de las Musas».

Los emboscados de la belleza

En consecuencia, quienes han continuado buscando la belleza en su obra han engrosado la lista de los considerados disidentes o traidores por los sustentadores de la ortodoxia feísta y por ello difamados o ninguneados. Han sufrido, por ejemplo, la acusación de realizar un arte complaciente para la burguesía por los mismos que se enriquecían vendiendo su artística fealdad a precios millonarios o por quienes legitimaban teóricamente esa misma fealdad destinada a generar pingües beneficios. Dos de los sambenitos con los que se ha tildado a quienes se atreven a adentrarse en la categoría de lo bello son: la falacia de lo masivo y la falacia de lo académico o pequeño burgués. Como bien ha desvelado el profesor Noel Carroll, aquellas expresiones estéticas que han sido tenidas en menos por los teóricos de la modernidad —Adorno, Greenberg, MacDonald o Collingwood— demuestran, cuando son examinadas sin los prejuicios de éstos, una absoluta resistencia hacia los argumentos con los que se ha tratado de menospreciarlas, pues los mismos argumentos no han sido sino prejuicios provenientes del más rancio historicismo materialista.

No obstante, el propio examen que pudiéramos realizar de algunos artistas contemporáneos eliminaría cualquier duda a este respecto, subrayando el carácter falaz de la identificación de lo bello con lo masivo, lo académico o lo pequeño burgués.

Pero ¿cuál ha sido la genealogía de aquellos que se han negado a servir a los intereses de la fealdad del Estado en cualquiera de sus formas? Afortunadamente, el listado de artistas que han aspirado a que la belleza caracterice sus obras no es breve y si, además, lo extendiéramos a lo largo de la centuria pasada comprobaríamos que no existe una correlación necesaria entre ruptura y mérito artístico. La única correlación necesaria sería la lógica entre lo que se desea mostrar y los medios tanto formales como materiales que para ello se utilizan. En España, defensor práctico y teórico del espacio artístico de lo bello lo fue Eugenio d’Ors, desde la literatura pero con la mirada puesta en las artes; posteriormente, lo ha sido Ramón Gaya, cuya trayectoria literaria y pictórica solo puede ser cuestionada por los talibanes de la modernidad, que en España nunca han faltado, pues —hay que recordarlo, pese a que cause irritación entre los progresistas profesionales— el arte hegelianokantiano protegido por Estado y Mercado aquí ha sido, con absoluta coherencia, siempre el mismo: ¿nadie recuerda quién promocionó con caudales públicos a los Saura, Tàpies o Viola, entre otros muchos epígonos provinciales de la modernidad neoyorquina? El régimen del general Franco, que, como todo Leviatán contemporáneo, necesitaba afirmar su esencial artisticidad.

Frente a ello, cabe recordar que nuestro siglo XX también estuvo recorrido por Sorolla, Zuloaga, Rusiñol, Casas, Vázquez Díaz y Benlliure, entre los más notables. Y que en nuestro presente permanece como clásico vivo Antonio López, abriendo una brecha por la que penetran nombres como los de Carlos Franco, Eduardo Naranjo, Miguel Ángel Jiménez Montera, Alfonso Galván, Lazkano, Modesto Trigo, Luis Mayo, Manuel Franquelo, Julián Jaén, María José Peyrolón, Carlos Díez Bustos o Alberto Pina, entre otros. Artistas todos ellos con enfoques y preocupaciones bien contrastadas, pero cuya excelencia sirve para subrayar la constatación de la multiplicidad sthendaliana de la belleza: desde concepciones estéticas distintas, se confirma la pertinencia de una concepción del arte libre de las trabas impuestas por la tradición feísta sostenida tanto por el Estado como por el Mercado.

¿Qué sucede si observamos el contexto internacional? Pues que casos como los de Modigliani, Chagall, Balthus o Moore constituyen la prueba de la absoluta falta de correlación entre grandeza artística y necesidad de ruptura, correlación confirmada por el trabajo de autores más cercanos en el tiempo que, como Kathy Wyatt, Mc Sweeney, Peter Van Poppel, Dich Pieters, Baren Blankert, Chris Lebeau, Carel Willink o Francoise Menard, no han renunciado a lo bello, aunque en sus obras esa categoría pueda convivir con otras. La obra de estos autores, como la del resto de los citados, preserva la categoría de lo bello frente al embate del feísmo. Autores, los mencionados, a los que no cabe tildar de fáciles ni anatemizar con los manidos argumentos platónicos en contra de la mimesis, pasados por la trituradora del resentimiento filosófico frankfurtiano. Por supuesto, no soy tan ingenuo como para identificar la categoría de lo bello con la obra de artistas situados únicamente en tendencias más o menos figurativas: artistas como Gutiérrez Solana, Lucien Freud o Bacon no son ejemplos de buscadores de la belleza, sino que, más bien, pertenecen a la tradición burkeana de lo sublime identificado con lo terrible. Por el contrario, sí ubicaría en este interés a abstractos como Kandinsky y Rotko o, entre los españoles, a Mompou, Lucio Muñoz o Eusebio Sempere. Es decir, un grado mayor o menor de mimesis no es sinónimo de búsqueda de la belleza; no obstante, sí importa destacar la labor de las corrientes realistas por cuanto han sido desacreditadas y perseguidas con saña inquisitorial, en la mayor parte de las ocasiones sin oportunidad de réplica.

La deriva feísta. ¿Por qué?

Pero ¿qué causó la deriva feísta? ¿El ansia de conocer las condiciones de posibilidad del arte? ¿El bienintencionado deseo de unir arte y Vida? ¿Estaba implícita en la toma de conciencia política y la asunción de que el artista debía contribuir a la eliminación de la sociedad burguesa, cuyo correlato estético se identificaba con las formas tradicionales? Hemos de retrotraernos a los inicios del siglo XX para intentar comprender lo sucedido. Quizás, el punto de ruptura fue la Gran Guerra, fenómeno que —con la excepción de los futuristas— resultó incomprensible para muchos artistas, quienes, previamente al conflicto, aún realizaban una búsqueda espiritual mediante su obra, como algunos expresionistas que habiendo reaccionado frente al positivismo decimonónico, asumiendo posturas de carácter místico, tras regresar de las trincheras dieron un giro eminentemente político a su obra, buscando no el logro estético sino la transformación social. En los años anteriores, las tentativas de ruptura no rechazaban la belleza, sino que trataban de mostrar aspectos no clasicistas de la misma. El decreto de rechazo de la belleza lo firmaron, primero, el futurista italiano Marinetti, en 1909, Marcel Duchamp en 1917, y en 1918 un poeta rumano, Tristan Tzara, que, como otros señoritos revolucionarios, llegó a Zúrich con el fin de evitar el sonido de las balas refugiado en el interior del Cabaret Voltaire. El pensamiento de Marinetti, sin duda, ha influido como pocos en la historia del arte del siglo XX, pese a que su filiación política —fue fascista— ha obstaculizado que se reconozca su peso en un campo habitualmente controlado por teóricos de extrema izquierda. Sin embargo, en 1909 este individuo escribió: «Ya no hay belleza, si no es en la lucha.

Ninguna obra que no tenga un carácter agresivo puede ser una obra maestra ». Por su parte, Tristan Tzara, en su manifiesto de 1918, deja algo muy claro: «La obra de arte no debe ser la belleza en sí misma, pues está muerta.» Y un tercer caso lo constituye Marcel Duchamp, inventor de los ready-made, que sostuvo que cualquier objeto, por abyecto que pueda ser, ubicado en el lugar de la obra de arte, toma el papel de ésta, y quien a lo largo de su existencia se quejó de los que, contemplando sus trabajos, pretendían hallar en ellos rasgos de carácter estético. No obstante lo cual, su obra más célebre, el Urinario de T. Mutt, datado en 1917, encajaría perfectamente con la obtusa concepción de la belleza puesta en juego por Kant en su tercera crítica, cuando escribe: «Belleza es la forma de la finalidad de un objeto en cuanto es percibida en él sin la representación de un fin», lo que expresado en términos menos prusianos viene a querer decir que si alguien observa el urinario ignorando su función o evitando conocerla, y el urinario contiene en sí la forma más adecuada a un urinario cuyo fin práctico es desconocido para quien lo observa, el observador podrá percibir la belleza del artefacto merced a no relacionarlo con su relajante utilidad.

A favor de los tres cabe decir que, al menos, observados desde un enfoque institucionalista, sus aportaciones cobran un claro sentido artístico en el marco de la deriva vanguardista del primer cuarto de siglo, como el uso de gases tóxicos tuvo sentido militar en la guerra de trincheras, pese a que hoy puedan interesarnos o no los mencionados artistas o parecernos lícito o inadmisible el uso de los mencionados gases en tiempo de guerra. Es decir, podemos observar con distancia el pasado, pero ello no nos exime de tomar una postura ética y estética. La cuestión es: ¿por qué ha perdurado, profundizándose, la tendencia a la fealdad y lo repugnante? Si, desde el punto de vista de la ética, hemos decidido que no es lícito utilizar gases tóxicos para eliminar al enemigo, ni practicar la eugenesia o el genocidio, ni siquiera —aunque esto más recientemente, y con muchas reticencias por parte de sus defensores— eliminar a aquellos que se oponen al paso de la historia, entonces ¿por qué continuamos aceptando que los objetos artísticos constituyan una agresión a la belleza en nombre de las mejores intenciones, como justificación de las más atroces utopías? Si la respuesta es que la estética ya no tiene nada que decir respecto de las artes o del arte y, en consecuencia hemos de asumir la imposibilidad de proclamar criterios de valor, perfección u originalidad,2 entonces eso que, hoy por hoy, ya no recibe el nombre de «vanguardias», «vanguardia» o «arte moderno», sino apelativos como «arte actual» o «arte contemporáneo » no puede ser juzgado sino desde la más estricta teoría económica, ya que sólo desde la lógica del mercado puede comprenderse la producción y el consumo de bienes y servicios que, pese al rechazo que nos generan a muchos, sin embargo satisfacen el ansia de fea artisticidad demandada por el Estado y por una pequeña elite de millonarios, ya que el mercado es sólo un mecanismo de intercambio en cuyo marco no caben los juicios éticos o estéticos, sino sólo la constatación de si lo ofertado satisface al comprador, con absoluta independencia de cuáles sean los motivos que condicionan las preferencias de éste. Dadas estas circunstancias, la deriva feísta y su supervivencia hasta el presente se han de entender como parte de un proceso que ha transformado al «arte» en una actividad del sector servicios, donde, siguiendo con lo descrito por la economía ortodoxa, se trata de obtener el máximo beneficio al menor coste. Y lo bello, por su naturale costosa, vinculada a lo individual, se excluye de este modelo colectivista.

En consecuencia, lo bello considerado como categoría ausente —convertido lo sublime burkeano en fundamento del «arte», aunque sea una sublimidad fragmentada que implosiona reponiendo con diversos cachivaches las estanterías del mercado del «arte»— , lo bello entendido como lugar de emboscadura para quienes aún prefieren la representación a la voluntad, queda en manos de aquellos que —más que artistas kantianos-hegelianos con pretensiones de dominar la realidad— permanece como artesanos, dominándose a sí mismos, embarcados en la tarea de captar el fuego de un dios que agoniza a cada instante, merced a una labor que sólo les permite guardar silencio, pues su obra no necesita de justificaciones políticas o sociales, sino sólo de talento y trabajo.

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