lunes, 8 de diciembre de 2008

El rey está desnudo

El rey está desnudo. Es repelente...

Pero todos lo visten

¿Os ha gustado la portada de este número dedicado al «arte contemporáneo»? ¿Os ha hecho sonreír mucho? Pues no, abandonad, por favor —abandonemos todos—, la sonrisa que inevitablemente provoca semejante portada (y la que provocarán todas las incontables memeces de las que se habla en este número). ¿Gracioso el famoso urinario de Duchamp? ¿Divertida la lata de Mierda de artista de Manzini? ¿Chistosos los cuadros que por varios miles de dólares vende, Maria Olmstead, una cría de cuatro años? No, de gracioso nada. Siniestro. Tan siniestro como si a uno le estuvieran apaleando, arrancando el alma. Que es esto lo que nos arrancan.

Y, sin embargo, sonreímos —y sería, es cierto, como para mondarse de risa si no estuvieran aniquilando el mundo; o lo que es lo mismo: asesinando el arte. Lo asesinan… pero el verdadero problema no son los que ejecutan el crimen. El problema de fondo es la complicidad, por acción o por omisión, de todos. Vosotros incluidos, que sonreís con sorna, pero cerráis el pico, no os indignáis, no gritáis. ¡Son tan pocos los que gritan!.

Como si no fuera el alma lo que nos están robando

¿Por qué no es lícita la sonrisa si no se solivianta o arremete? Porque la aniquilación del arte se ha convertido en un gigantesco negocio, y éste se hundiría de golpe si, ante la mierda (enlatada o no), dejara de alzarse la sonrisa de quienes se pasman de admiración ante ella, o la de quienes la rechazan alzando con displicente mohín los hombros. Desentendiéndose del asunto. Como si la cosa no fuera con ellos, como si no fuera su alma —la de ellos y la del mundo— lo que se está robando; como si sólo se tratara, en suma, de un mero «asunto de estética».

«Un asunto de estética»: ahí está el nudo de la cuestión. Si sólo se tratara de estética, si lo depravado sólo fuera esa facultad sensorial denominada «gusto», la catástrofe sería desde luego considerable y muy de lamentar, pero tampoco habría para gritar como si nos fuera en ello la vida. Pero es la vida, es el ser, lo que se nos está yendo; y la estética —el embellecimiento sublime, el gusto refinado— es lo que menos importa en el asunto. Lo que entre gritos y manchas se destroza, lo que entre cuadrados en blanco y chatarra retorcida se aniquila, no es sólo la faz hermosa de las cosas: es su ser.

Semejante afirmación no puede sino chocar profundamente. ¿Cómo no chocaría cuando todos consideran que, por un lado, están las cosas, la realidad, el ser —y, por otro, esos adornos sublimes que el arte y la belleza les aportan? Un arte que, desligado de las cosas, lleva más de dos siglos encerrado en gabinetes y museos, convertido en asunto privado; una belleza que lleva igual tiempo desaparecida del espacio público, desarraigada de la comunidad histórica y política a la que en otros tiempos iluminaba.

Un arte artificial, por tanto; una belleza artificiosa, impostada. ¿Cómo no rechazarlos? ¿Cómo no buscar la autenticidad, la verdad? Es más, ¿cómo no repudiar la apariencia, la forma visible de las cosas cuando —dominado todo por la técnica y la industria, convertido el mundo en mercancía— las cosas aparecen privadas de sentido? ¿Cómo pintar una fábrica? ¿Cómo expresar la música de unos telares? ¿Cómo hacerle un poema a una máquina de vapor?… Y si así son las cosas que, sin densidad ni belleza, aparecen en el mundo, ¿cómo no descomponerlas, desencajarlas, retorcerlas? ¿Cómo no saltar al «otro lado», abandonar sus apariencias? ¿Cómo no buscar una verdad, una autenticidad, que se nos escurre entre los dedos? En el desgarrador aullido que, a comienzos del siglo XX, rompe con lo que durante quince milenios se había entendido por belleza, late sin duda la búsqueda de la verdad. Ahí está su grandeza…, por catastróficas que hayan sido las consecuencias finales del aullido.

Aquí el mundo y sus cosas . Allá el arte y sus juegos

Las consecuencias del Gran Aullido habrán sido catastróficas porque éste parte de una inmensa falacia: se sustenta en la falaz concepción del mundo y de la belleza que la Ilustración inaugura. Es cierto que los Grandes Rompedores rechazan airados tal concepción… al tiempo que siguen presos en ella, marcados por su gran principio: aquí el mundo, sus cosas y sus máquinas; allá el arte, sus juegos y su contemplación ensimismada. Quisieran abolir este corte, pero ni se les ocurre cómo hacerlo. Peor: no harán sino ahondar el corte… hasta convertirlo en abismo. Parten, es cierto, de la idea de que el arte (lo que, con gesto de asco, llaman «arte clásico», «académico») ha quedado des-vin-cu-la-do de la savia de las cosas. Pero ni se les ocurre devolver al arte su savia original. Lejos de conjuntar arte y cosas, lejos de reimplantar la belleza en el corazón del mundo, preferirán acabar con el arte. Modernos, individualistas, «ilustrados» hasta el tuétano, «revolucionarios» incluso, ni siquiera intuirán que la belleza no es asunto privado, sino público; ni siquiera vislumbrarán que lo que se juega en el arte no es ni el genio del artista ni el placer del espectador, sino el sentido del mundo —el mundo, que nada tiene que ver con la cotidianeidad vulgar que, esa sí, buscarán y ensalzarán. Sólo la subjetividad contará para quienes —como Esparza señala en su artículo— quieren «liberarse de la realidad objetiva, introducir en la obra de arte la subjetividad del artista […] [y] el mundo interior de los hombres cualesquiera».

Lo conseguirán, ¡vaya si lo conseguirán! Desligado más que nunca de la realidad objetiva, convertido el arte en el más solitario de los ejercicios, desvinculado del público y de la sociedad…, y sin embargo más unido que nunca a una sociedad cuyos fetiches —Mercancía, Dinero, Capital…— son tan feos y abstractos como el más desencarnado de los cuadros abstractos, el arte producirá… no se sabe qué, pero ya no belleza. «Una noche senté a la belleza en mi regazo. — Y la encontré amarga. — Y la injurié», había sentenciado Rimbaud todavía en el siglo XIX. Lo que importa no es que la belleza le resulte amarga (una licencia poética en boca de quien, bajando a los infiernos, buscará cualquier cosa menos lo dulce y agradable). Lo que importa es que, por primera vez en la Historia, el Poeta repudia no tal o cual forma de belleza. Repudia la belleza como tal —y la injuria.

El repudio de la belleza. El sinsentido del mundo

Algo inmenso, toda una conmoción sísmica, tiene que haber sucedido para que alguien —un poeta tan grande; sobre todo hasta las Iluminaciones— pueda pronunciar tales palabras… y quedar inscritas en el frontispicio de la modernidad. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido que el mundo ha dejado de tener sentido, se ha convertido en una interrogación tan infinita como angustiante. Ha ocurrido que, privados de la Verdad que la divinidad aseguraba, los hombres se han visto abocados a la inmediatez absurda de las cosas. Ha ocurrido que, entregados al absurdo inane de la muerte, los hombres han sido incapaces de asumir toda la grandeza, heroica y trágica, de nuestro destino mortal. Ha ocurrido que se han desvanecido los dogmas antiguos —y otros nuevos (nefastos, infinitamente peores: la absurdidad materialista, el sinsentido nihilista es su signo) los han sustituido. No hay una Sustancia, un Principio, una Verdad que gobierne las cosas, garantice su sentido, asegure su armonía: he ahí lo que proclaman los cuadros en que las cosas se descomponen, he ahí lo que chirría en las músicas en que la melodía estalla, he ahí lo que gritan los poemas en que el sentido se disuelve. No deja de haber en tal grito —decía antes— una búsqueda intensa de la verdad… que se abraza a una más intensa falsedad. Proclamar la incertidumbre del mundo, abrir los ojos ante nuestra finitud, afirmar la temporalidad de todo cuanto es; reivindicar, en suma, el mundo y el tiempo frente a la eternidad del «transmundo» que durante siglos, aplastándolo, le dio sentido: ahí estriba la grandeza de quienes inician la Gran Ruptura. Por eso, muchas de sus obras —a diferencia de las de sus epígonos— aún pueden hablarnos y hasta impactarnos. Pero quedarse ahí, remplazar la Verdad sustancial por una Absurdidad no menos sustancial; consagrar, ahondar el descalabro de las cosas; no ver la grandeza del incierto, contradictorio, pero esplendoroso sentido que envuelve al mundo; caer en suma en el nihilismo absoluto: ahí estriba la miseria de un arte que, pocas décadas después, acabará convertido en no-arte, como lo denominarán —con la única palabra cierta de su discurso— los míseros epígonos de aquellos grandes aprendices de brujo de ayer.

El arte es no-arte; la fealdad, belleza. Y «la esclavitud, libertad; la mentira, verdad», dirá en 1984 el Gran Hermano de Orwell: el mismo que se ha convertido en el icono de la telebasura que hoy conocemos. Así acaba, hundido en la sinrazón, el mundo al que la razón pretendía dominar. Sin trabas revolotean los monstruos, como diría Goya, que el sueño de la razón produce.

Ahí donde en otros tiempos se alzaban las estatuas de los dioses, las columnas de los templos, las torres de ansia de las catedrales, los frescos de un Miguel Ángel, las pinturas de un Leonardo, los lienzos de un Rafael, de un Velázquez, de un Rembrandt…, ahí, exactamente ahí, es donde se alzan —legadas a una posteridad que, si aún existe, nos maldecirá— el urinario de un Duchamp, el blanco sobre blanco de un Malevich, las latas de mierda de un Manzini, la rata muerta que un Neumann colgó una vez en el Reina Sofía, o la bolsa de basura de un Gustav Metzger que una empleada echó al basurero en la Tate Britain de Londres, y de la que Eduardo Arroyo (nada que ver con el otro) nos habla en su artículo.

En el imperio alucinado del Gran Hermano de Orwell, sólo Winston y Julia —los dos últimos humanos— sobreviven agazapados en su emboscadura. Parecidamente a ellos, emboscados también, numerosos artistas han vivido en el siglo XX y siguen viviendo en el actual. Marginados, reprobados por el «arte» oficial del Sistema, han logrado mantener encendido el fuego sagrado —han vulnerado, rebeldes, la Prohibición, por utilizar los términos con que Herminio Andújar los caracteriza en su artículo.

Ellos nos dicen que no todos los hombres han decidido suicidarse. En ellos radica, si aún queda, la esperanza.

JAVIER RUIZ PORTELLA

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