lunes, 8 de diciembre de 2008

La decadenciadel arte occidental

La decadenciadel arte occidental

Eduardo Arroyo

El arte de hoy produce con elevada frecuencia formas que muchos calificamos de absurdas. Paradójicamente, esas mismas obras son pagadas a precio de oro en los mercados internacionales y suscitan entre pretendidas elites un asombro injustificado. A principios del siglo XXI parece como si hace ya tiempo el arte se hubiera transformado desde su raíz. Muchos se preguntan si es que ese nuevo «arte», que constituye una tremenda novedad en la historia del mundo, no será el producto específico de las patologías de nuestra civilización, más que de la plenitud de la misma tal y como pretenden los panegiristas modernos. El presente artículo intenta rastrear los orígenes del arte occidental y de los motivos que han producido el actual estado de cosas.

Research, en los nueve primeros meses de 2002 el precio de las piezas de «arte» contemporáneo subió cerca del 70%, las pinturas de los impresionistas franceses aumentaron un 52% y las de los grandes clásicos se revalorizaron un 47%.

De acuerdo con un informe de la Unión de Asociaciones de Galerías de Arte de España publicado en abril de 2001, las perspectivas para los próximos años «señalan el afianzamiento e incluso la potenciación de ese proceso de expansión del mercado del arte y de las estructuras empresariales que operan en el mismo». Como puede verse, existen poderosas razones para que el arte no languidezca. Su cualidad de soporte de toda una industria mueve en torno a él poderosos intereses. Se calcula que Sotheby’s, Christie’s y Phillips realizan casi el 95% del volumen de negocios de las ventas internacionales.

En España, ARCO es la principal vía de venta después de las exposiciones propias del autor. Además, el mercado artístico no sólo mueve importantes sumas de dinero en el ámbito internacional, sino que, como era de esperar, ha entrado de pleno en la lógica de la especulación capitalista. Según un texto hecho público por la sala de prensa de ARCO, citando un artículo del diario Expansión, «es posible invertir en arte por menos de mil euros y lograr una revalorización del 16,5% en un período de siete años».

El arte en la concepción occidental del mundo

Estos datos demuestran que no sólo el arte, básicamente contemporáneo, como elemento constitutivo de la ideología dominantes, sino también el arte como mercado, constituyen dos supuestos esenciales y únicos de la concepción occidental del mundo. Ambos están estrechamente ligados. El arte como producto, concebido en términos económicos, hace que éste reciba su valor de críticos y marchantes.

La producción masiva para cumplir con la lógica necesaria de la expansión del mercado implica por fuerza la originalidad a toda costa. El artista moderno tiene que triunfar en medio de una concurrencia mercantil que puede otorgarle el triunfo o no. Es la antítesis del anonimato sobre el que se elevó todo el arte medieval y que hace siglos constituyó en Europa la norma artística por excelencia. Y es que la integración del arte moderno en los circuitos especulativofinancieros es tan sólo una consecuencia más de una lenta transformación que se remonta a varios siglos. El denominado «arte contemporáneo » es un producto de la evolución singular del pensamiento occidental, del mismo modo que lo es la pretensión de universalidad de dicho «arte». Esta idea retroalimenta a la anterior y por eso se expande agresivamente por los cinco continentes. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que una bolsa de basura en la calle sea competencia del servicio de limpieza del ayuntamiento, mientras que si se encuentra en la galería Tate Britain se convierte en una muestra de «arte británico»?1 ¿Qué hace que los borrones absurdos de Antoni Tàpies sean diferentes a los brochazos del chimpancé hembra Louise?2 El recurso habitual de los apologistas del «arte contemporáneo» consiste en apelar a la «sensibilidad » del espectador o a su gusto artístico; en otras palabras, a criterios puramente individualistas y subjetivos. Cada vez la valoración del arte se distancia más del canon hasta volverse contraria a él. Pero no siempre fue así. La escisión genérica de lo que podríamos llamar «arte individualista» frente a «arte supraindividualista » distingue entre el arte moderno occidental, gestado tras el Renacimiento, y el arte tradicional de Asia, de Egipto, de la Grecia clásica hasta el final del período arcaico, de la Edad Media europea, de los llamados «pueblos primitivos» y del arte popular de todo el mundo. Esto no quiere decir, sin embargo, que todo el arte posrenacentista europeo sea equivalente al «arte contemporáneo », sino más bien que en aquellos tiempos comenzaron a actuar las constantes que acarrearon el actual estado de cosas.

La utilidad o inutilidad del arte

Pero si el «arte actual» es el denominado «contemporáneo», esencialmente contrapuesto al arte que podríamos denominar tradicional, es necesario decir qué es lo que define a éste último. En primer lugar diremos que el arte tradicional es un arte utilitario en el sentido más amplio de la palabra, un arte que sirve a una necesidad del hombre integral, que no vive sólo de pan y mucho menos de placeres. Nunca se señalará suficientemente que el «placer artístico », por ejemplo en la tradición medieval europea, es como mucho una consecuencia, pero nunca un fin. De aquí se sigue que en dicho arte no puede denominarse tal a nada irracional, toda vez que no existe ningún criterio para juzgar su grado de utilidad.

Esta función utilitaria se encuentra presente en el mismo núcleo de la tradición artística de Occidente. Aristóteles se pregunta por la utilidad del arte en las primeras líneas de la Ética. Platón, en su Gorgias, relata como Sócrates interroga al sofista Polos sobre el «arte» de la retórica y le pregunta cuál es su objeto. Frente a los sofistas, Sócrates defiende la utilidad del arte al servicio de lo bueno, lo justo y lo bello, y niega que lo bueno y lo placentero sean la misma cosa. Más de dos milenios después, Heidegger, uno de los pensadores que mejor ha escrutado la crisis de Occidente, en su célebre entrevista con Der Spiegel diría: «La gran pregunta es ésta: ¿dónde está el arte? ¿Cuál es su lugar?».

En el arte tradicional no existe una diferenciación taxativa entre el arte bello y útil y el arte inútil y aplicado, Frente al elitismo del que hacen gala los neoilustrados del arte contemporáneo, el arte tradicional es popular, no en la acepción populachera y zafia, sino en la de ser expresión misma del alma del pueblo. Dado que en el mundo tradicional el pueblo se articula orgánicamente, todas las clases sociales participan en uno u otro grado del mismo tipo de expresión artística, de manera que la diferencia entre el arte de las diferentes clases es como mucho de refinamiento, pero nunca de contenido.

Como, además, las necesidades vitales y el planteamiento en torno a los fines últimos de la existencia es el mismo para todos, resulta que el arte nunca necesita ser explicado, y el artista se diferencia de los demás hombres solamente por conocer una técnica específica.

El arte tradicional de Occidente alcanza su madurez durante la Edad Media, cuando Europa reúne ya todos los componentes que le son característicos.

Durante todo el medioevo europeo, que no escapaba a los parámetros de una civilización tradicional «normal», el arte tuvo una función utilitaria de tipo comunicativo, en la que el artista era capaz de transmitir la imagen captada mediante un acto de intelección pura. Esta intelección directa de modelos superiores constituye la función imaginativa y libre del arte tradicional, que se contrapone a la función operativa y servil del artista, capaz de informar un determinado material según la técnica que conoce. El arte no es otra cosa que elaborar algo fiel y correctamente respecto del modelo prefigurado en la mente del artista. Por lo tanto, la justa apreciación de la obra de arte se basa más en el conocimiento que en el gusto individual.

Si no sabemos qué pretende comunicar el artista, no existe ningún criterio para la apreciación de la obra. Este tipo de apreciación constituye la negación más radical del individualismo moderno. Durante más de seis milenios, ya fuera en la Grecia arcaica o en el Sudeste Asiático, el hombre tradicional aprendía a gustar de lo que conocía y no a hacer de sus gustos el criterio supremo. Así, el artista ejercía su arte, en palabras de Kuo Hsi, «sin engreimiento en el corazón ». Ésta, y no otra, es la razón por la que, por ejemplo, los autores de las iglesias románicas que salpican el Pirineo son completamente desconocidos.

En tanto que el artista es vehículo de formas trascendentes de existencia, su individualidad desaparece para que prevalezca el mensaje de la obra, un mensaje que busca informar y comunicar con el mundo suprasensible y que insiste en el simbolismo en detrimento del detalle naturalista. Los antiguos no reparaban en el detalle, no tanto porque no supieran sino porque no les interesaba. El arte tradicional es participativo de una realidad trascendente y, siguiendo esta línea argumentativa, Santo Tomás dice que «todos los seres no son su propio ser independiente de Dios, sino que son seres por participación» y añade que «la creación es la emanación de todo ser del Ser universal». En síntesis, el artista, por su cualidad de creador, da vida a algo que participa del Ser supremo y que canaliza una realidad a la que él se subordina.

Al modo del Gran Arquitecto del Universo, que renueva el cosmos a cada momento, el artista se le asemeja por el rito. Todo en el arte tradicional tiene una referencia trascendente, de manera que a los ojos del mundo tradicional, un arte carente de esa dimensión queda empobrecido en su mensaje y deja de ser digno del hombre. El artista como transmisor del más allá sólo tiene sentido en una sociedad fundamentada en lo trascendente, donde todo lo sensible participa del espíritu. Como explica Émile Bréhier cuando habla de la filosofía de Plotino, «los principios conducen a establecer relaciones de naturaleza puramente espiritual entre las partes del universo; así el mundo sensible se torna transparente al espíritu, y las fuerzas que lo animan pueden ingresar en la gran corriente de la vida espiritual».

Algunos apuntes históricos hablan por sí solos. En 1389, con motivo de la construcción de la catedral de Milán, el Maestro francés natural de París, Jean Mignot salió al paso de la incipiente separación que se vivía en Europa entre ciencia y arte pronunciando su famosa sentencia «ars sine scientia nihil» [«el arte no es nada sin la ciencia»]. Para Mignot, como para todo artista tradicional, la «ciencia» es mucho más que ingeniería: se trata del conocimiento que conduce al modo correcto de hacer las cosas en el sentido del hombre integral, un hombre que no vive al margen del espíritu. Dante, al igual que el arquitecto parisino, nos dice que su Divina Comedia: «Digamos brevemente que el fin del todo y de la parte es sacar a los vivos del estado de miseria en esta vida, y conducirlos al estado de felicidad»; y añade: «El género de filosofía en que se desarrollan el todo y la parte, es la moral práctica, o sea la ética: porque toda la obra y sus partes no fueron hechas para la especulación, sino para la acción. Porque aunque en algún pasaje el tema se trata en forma especulativa, no es por especular, sino por el obrar».

Por supuesto, estas ideas no impregnaban tan sólo el mundo de las artes plásticas y literarias. La música y la danza seguían también la doctrina de Platón que en el Timeo nos dice que «como [la armonía musical] tiene movimientos afines a las revoluciones que poseemos en nuestra alma, la misma fue otorgada por las Musas al que se sirve de ellas con inteligencia, no para un placer irracional, como parece ser utilizada ahora, sino como aliada para ordenar la revolución disarmónica de nuestra alma y acordarla consigo misma». Platón dice que la composición musical proporciona «placer a los brutos y felicidad a los inteligentes, porque en las revoluciones mortales se produce una imitación de la armonía divina». Así, para el músico europeomedieval y tradicional en general, el simple «cantante » se diferencia del «músico» en que éste no sólo vocaliza sino que también comprende lo que dice. Análogamente, en la danza se produce un espectáculo racional, donde el bailarín no hace gestos meramente graciosos sino que también escenifica símbolos.3 Más allá de todo esto, la teoría tradicional del arte no quedó en el pasado circunscrita a las disciplinas que hoy entendemos por «arte»: como ha expresado Luis Alonso Schökel en su comentario a El libro de los proverbios, el mensaje más esencial de dicha obra es que la principal misión del hombre es ser artesanode su propia vida, para lo cual tiene como tarea primordial ser responsable de sí mismo.

En esta acepción, hoy todavía vigente pero sobre la que se reflexiona muy poco, el «arte» es una manera correcta de hacer las cosas que está en todas las facetas de lo humano, inclusive de su propia vida interior.

Las consecuencias de un camino errado

Naturalmente, esta idea de las cosas, vigente en Europa hasta el Renacimiento, puede hoy rechazarse aunque para ello es necesario pagar las consecuencias que muestran lo errado del camino.

A medida que progresó la agresión materialista contra los fundamentos de la sociedad occidental, primero con los sofistas —que ya separaron lo «bello» de lo «bueno»—, luego con el racionalismo y más tarde con la revolución francesa, las pautas artísticas que protegían al hombre de las divagaciones erráticas del propio individualismo, fueron cayendo poco a poco. Kant ya describió el arte como «fin sin finalidad» y justificó la creación artística exclusivamente por el goce estético. Hoy por hoy, el goce estético es el fundamento único del arte. La revolución producida en Occidente, que convierte el arte «racional» —en el sentido que hemos dicho— en un mero estímulo de las emociones como fin en sí mismo no tiene parangón en la historia del mundo. Aldous Huxley diría que este abuso del arte es «una forma de masturbación», indicando con ello que no es posible describir de otra forma el hecho de estimular las emociones por las emociones mismas.

Así las cosas, librados a su propio gusto subjetivo como fundamento artístico, los hombres de hoy han incurrido, una y otra vez, en el absurdo. No podía ser de otro modo. De ahí que para revalorizar el sin sentido a los ojos de las masas, fuera necesario, primero, la pretensión pseudoelitista de «artistas» pagados de sí mismos que demandan despectivamente «comprensión » al pueblo llano; luego, la acción avasalladora de los críticos apoyados por un mercado en auge. La función del crítico, nuevamente una criatura exclusivamente occidental, nace de la enorme heterogeneidad de la sociedad en cuanto a los fines de la vida y a la necesidad de imponer el individualismo como razón última de todo. Mientras que el artista tradicional repite formas muy parecidas en lo que no es sino una recreación, el «artista» moderno sufre de una búsqueda desesperada de notoriedad y originalidad, que es la consecuencia más evidente de su propia autoafirmación egótica. Con esto, el arte occidental contemporáneo ha firmado su sentencia de muerte y, sin embargo, a pesar de todo, no es sino un síntoma más de la crisis.

Vivimos sin duda en la civilización más materialista de todos los tiempos y, en buena lógica, el arte que padecemos es exactamente hijo de la época. Si no hay ninguna instancia fuera de mí y por encima de mí, ¿quién dirá lo que es bueno, justo o bello? Tras el rechazo a la referencia superior, el camino hacia la desintegración final ha sido ya franqueado. De ahí que día a día se consolide lo extravagante como signo de rechazo a cualquier canon. La Restauración del Arte Occidental, abocado en sus últimas consecuencias a la destrucción bajo la forma del absurdo, no será posible más que con la restauración del hombre mismo.

Para ello, en esta época oscura, bajo la basura de los tiempos y la muerte aparente de la esperanza, late indestructible en algunos la vida del espíritu como promesa eterna de una renovación salvadora.

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