sábado, 20 de octubre de 2007

No sean conservadores: aquí no hay nada que conservar

No sean conservadores: aquí no hay nada que conservar






¿Cómo pretender que no hay nada que conservar? ¿Cómo hacerlo, cuando el mal de nuestro tiempo consiste, precisamente, en ver la historia como una inmensa página en blanco en la que todo, cada vez, parece comenzar de cero; como esa página en la que el pasado –ese museo, esa “ciencia”, ese folklore…– no cuenta para nada: nada real, nada auténtico? ¿Cómo no habría cosas que conservar, cuando sin arraigo en el tiempo, sin anclaje en la tierra de un pueblo, los hombres –esos átomos– van deambulando como desperdigados zombis por esos mundos de Dios?

Hay que “conservar”, sí, hay que velar por las cosas esenciales que el pasado nos lega –las demás… saludémoslas con un emocionado adiós. ¿De qué cosas se trata? Fundamentalmente de las dos que, hasta ser aniquiladas por la modernidad, habían marcado a todos los hombres y a todos los pueblos sin excepción: por un lado, el vínculo con el pasado, el reconocimiento de que los hombres somos herederos, no advenedizos intrusos caídos como por casualidad en el mundo; un mundo que, por otro lado, siempre había sido visto como algo que, nunca plenamente absorbido por la racionalidad, es llevado por un misterio vivificador.

Ahora bien, ni el misterio ni la tradición se pueden hoy “conservar”. Aniquilados, muertos como están, lo único que cabe es reinstaurarlos, revivificarlos. Pero sobre bases nuevas, sobre pilares radicalmente distintos de los que antaño sostuvieron al mundo: sobre bases y pilares que sólo pueden configurar entonces un orden de cosas profundamente distinto de lo que en otros tiempos fue.

Empeñarse en lo contrario, empecinarse en hacer revivir lo que ha quedado destruido de raíz: tal es el sueño… y el drama que desde hace dos siglos aflige al pensamiento conservador. Sólo una estúpida ceguera, sólo la obsesión por hacer revivir, momificado y en formol, lo que nunca volverá, puede explicar el prodigioso cúmulo, la increíble sucesión de desgracias, despropósitos y derrotas que, desde hace dos siglos, han ido configurando al mundo.

Tal es el problema del conservadurismo: negar el tiempo, despreciar el cambio, actuar como si no hubiera pasado nada, como si todo fuera o pudiera volver a ser como ayer; obrar como si no existiera ni pudiese existir, por ejemplo, otra moral que la de las buenas… e hipócritas costumbres de la moral conservadora; o como si no estuviera suficientemente claro –sigamos con los ejemplos– que ni Zeus lanza su enfurecido rayo cuando truena, ni el mundo surgió gracias a una Creación de siete días; como si no supiéramos, en fin, que todo ello no son sino metáforas: hermosas –necesarias– imágenes poéticas… que hay que asumir como tales. O dicho de otro modo: como si no fuera posible entender que sólo dejando de presentar la religión como verdad positiva de las cosas, podrá el mundo vivificarse con el misterio que las verdades de la ciencia y la razón dejan abierto, ellas que, planteándose mil preguntas, no pueden sin embargo abordar la más fundamental.

Sólo así podrá el mundo, sin dejar de estar marcado por la ciencia y la razón, abocarnos a lo que podría, a lo que debería ser la más profunda –la más heroica incluso– experiencia de nuestra finitud: la de nuestra soledad de seres ebrios de vida y entregados a la muerte –esa muerte sin la cual jamás ninguna vida sería.

A todo lo contrario –al nihilismo– es a lo que este mundo, hoy por hoy, nos aboca. Pero no de manera ineluctable. Si nada impide teóricamente asumir con grandeza y heroicidad nuestro destino mortal, casos hay también de quienes con su sensibilidad, su espíritu y su sangre nos dan ejemplo y lección de ello: de esa rara cosa –llamémosla finitud heroica– que, hasta ahora, casi ningún pueblo ha conocido de verdad. Sin ir más lejos, Curzio Malatesta nos contaba un caso que lo ilustra de forma ejemplar. Se transcribía a un corresponsal en Londres la carta póstuma que Neil “Tony” Downes, soldado de la Guardia Real Británica, había dejado escrita a su novia antes de caer muerto, a los veinte años, en los desiertos de Afganistán. ¿Qué es lo que mana a borbotones a lo largo de esta carta? ¿Tal vez un grandilocuente patetismo? ¿Acaso la compungida esperanza de quien confía en reencontrar a sus seres queridos en el Más Allá?… No, nada de ello: la carta lleva el marchamo de la fuerza, la señal inconfundible del valor: está marcada por la clarividencia que, ante el desenlace supremo, es capaz incluso de teñirse del humor que no impide en absoluto afrontar con honor el combate. Vale la pena releer entera la carta, pero bastan las siguientes palabras para saludar, admirados, esta heroicidad de nuevo cuño:


“Solo quería decirte ‘te quiero’ en unas pocas y últimas palabras. […]



Alvaro Kröger

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