domingo, 7 de octubre de 2007

Los grandes romanos

Cayo Mario, el soldado nuevo






“Debéis estar enloquecidos para haber confiado el comando de esta guerra a mí, oh, Quirites. Pese a que tenemos tantos nobles de prestigioso nombre, hijos, nietos y biznietos de cónsules triunfadores. Todos bellos, elegantes, y elocuentes recitando las historias de sus antepasados y los manuales militares de los griegos. Y sin haber pasado en su vida ni un solo día en los campamentos, se nos unen de cónsules con armas adornadas de taracea y un magnífico caballo blanco. Desfilan erguidos, lucientes de bronce y oro como una estatua de Marte. Ostentan orgullosamente listas de victorias y triunfos, estatuas y condecoraciones de sus padres, tíos, abuelos y bisabuelos. Me llaman palurdo y arrugan la nariz. Lo admito, Quirites: no puedo competir”.
“Soy de origen humilde, modos groseros, no gasto tiempo ni sestercios en banquetes. Puedo sólo enseñar mis armas, que no son doradas, pero están limpias y afiladas. Los estandartes de las legiones, donde he servido con honor y fidelidad a la Patria. Mis medallas y un buen número de cicatrices. Provengo del pueblo, mis palabras no son elegantes, tampoco he aprendido Griego. Y no me importa.

No son las charlas las que hacen a los hombres mejores. He aprendido otras cosas, más adecuadas a un Romano y más útiles al Estado. Acometer al enemigo, organizar la defensa, temer sólo el deshonor, soportar el calor y el frío, hambre y fatiga, apretar los dientes y no retroceder. Vivo sin refinamientos, como aquel bruto que fue mi padre. De él aprendí que la elegancia es para las mujeres.

Un hombre se afana por la gloria, no por las riquezas. Va orgulloso de sus armas, no de sus muebles. Se adorna con la honestidad, no con los vestidos. Y no echa cuenta de cómo hablar, sino de actuar con coraje. En esto recae el valor de un hombre. Y la nobleza nace del valor.

Yo creo que ante Roma somos todos ciudadanos, y nos distinguimos por el mérito, no por el apellido. Iguales, como los Espartanos, aristócratas verdaderos. El pueblo era su nobleza, fundamentada en el valor de los individuos, para el bien de todos. ¡Qué miserable espectáculo ofrece hoy la nobleza romana, oh, Quirites! Ninguna gloria, aparte de la de los antepasados. Una vida de ocio y lujuria, arrogancia e ignavia, corrupción y depravación.

Yugurta, prisionero en Roma, los ha cubierto de dones, y ellos lo han dejado partir libre e incólume. Aquella fiera astuta y feroz, que había masacrado a tantos de nuestros hermanos en Cirta. Y cuando les hemos obligado a hacer de nuevo la guerra contra él, se han vuelto a dejar sobornar.

Ni una victoria, ni una verdadera batalla. Avidez, inercia, fuga... ¡Han ensuciado el Honor de Roma! No podemos tolerar más este comercio infame que los nobles hacen de las armas y las banderas. Porque es al ejército al que hablan nuestros dioses, al pueblo en armas. Y si los nobles se han quedado sordos… ¡Entonces el pueblo en armas creará nuevos comandantes, nuevos nobles, que estén a su altura!

Esta guerra se hará hasta el final, y se vencerá. Se encargará el pueblo romano. Los nobles que continúen tejiendo sus intrigas togadas, que del enemigo armado nos encargaremos nosotros. Que continúen peleándose por cargos y terrenos, que de combatir al enemigo nos encargaremos nosotros. Que continúen corriendo tras las mujeres, fiestas y banquetes, que de perseguir al enemigo nos encargaremos nosotros. Los nobles aman la paz, y nosotros nos quedamos con la guerra.

Venzámosla, y recojamos los frutos también en la Patria. Derrotaremos al enemigo externo y, al mismo tiempo, al interno. Destrozaremos a Yugurta primero, y el poder de estos nobles corruptos inmediatamente después.

Jóvenes: ¡alistaos conmigo! Os prometo un duro adiestramiento, fatiga sin fin y una guerra áspera. Pero estaré allí con vosotros, en todo momento, en el campo, en las marchas y en las batallas. Los mismos ejercicios, el mismo rancho, el mismo jergón en la tierra. Vivo así desde que era niño, fatigas y peligros son mi oficio.

A cambio os daré la victoria, que será del pueblo, no del senado. ¡Tomad la guerra en mano, jóvenes de Roma, y cuando volvamos tomaremos el Estado!”



Julio César: invencible en la guerra y en la paz




“En un año ha realizado el programa de los Gracos, ha conseguido una Italia unida y rica, patria común y centro del Imperio. Ha hecho de Roma la ciudad más espléndida del mundo entero. Todos lo han venerado como a un dios. ¿Y sabes por qué? Porque lo era.”
Filippi, Macedonia, 42 a. C. De noche, fogatas en la llanura y sobre las colinas hasta donde se perdía la vista. El viento sopla y trae los gritos roncos de los centinelas, un hombre en pie delante de la tienda pretoria con los ojos fijos en la oscuridad. Cerca de cincuenta años, vigorosos aún, lleva sobre la lorica las insignias del primus pilus. Una voz dentro de la tienda, tono cabreado: “Aulo Viburzio Treboniano: ¿quieres volver dentro? ¡Estás haciendo que se me congele la mentula!¡Raza de semibárbaro cisalpino!”.
El centurión sonríe y se vuelve: ”Pero, ¿no decías tenerla de granito, Marco Antonio? El granito no puede congelarse.”

Antonio estalla a reír: “No soy yo quien lo dice, amigo, sino mis amantes. Así que, si no quieres que la mitad de las mujeres de Roma te vengan a buscar para lapidarte, deja de hacer entrar ese viento frío que está por dañar mi virilidad. Ahora, ¡entra y bebamos! Mañana por la mañana combatimos y por la noche brindaremos otra vez. O a César o con César”.

“Me gusta este brindis, Marco Antonio, sabes ser un verdadero poeta di-vino”.

“Ya. Alceo siempre ha sido mi preferido. ¿Pero qué quieres saber de poetas griegos? Tú, ¡que eres medio celta y hablas a duras penas el Latín de las legiones! ¡Qué locura ha cometido el Divino Julio al otorgaros la ciudadanía! ¡Es sólo casualidad si en Alesia no combatiste por Vercingetorix!”.
Aulo ríe, se sienta y se sirve de beber: ”¿Cómo puedes beber este meado de mulo? Los griegos saben hacer el vino como la guerra”.

“¿Qué quieres decir?”

“No saben hacerlo”.

“Ya. Pero veo que tragas el meado de mulo griego… ¿será porque te gusta?”.

“No, es sólo que soy un soldado profesional, así que bebo todo lo que pillo, mientras puedo. La vida del legionario es una vida perra, tú que eres de familia noble no puedes comprenderlo”.

Marco Antonio sonríe: ”Una cosa que nunca me has dicho es por qué te has enrolado de nuevo. Ahora que, licenciado, eras un rico propietario, decurión de Narbona…”.

“He sido centurión primipilo de la Décima. Ahora de la Décima Gemina, para vengarlo”.

“Lo querías mucho, ¿no es cierto?”.

“Todos lo amábamos. ¿Has conocido jamás uno siquiera parecido a él?”.

“No. La verdad es que no.”

“Ni yo. Era nieto del gran Cayo Mario, pero lo superó en todo, como soldado y como general. He combatido bajo sus órdenes durante trece años, de Bribacte a Munda. He estado con él en las Galias, Germania, Britania, Grecia, Egipto, Asia, África, Hispania, y jamás ha sido derrotado. Nadie se movía tan rápido como él. Precedía siempre a todos, con el pensamiento y con las piernas. En cinco años ha destruido ejércitos infinitos de Galos y de Germanos. Ha arrancado Italia de las manos de Pompeyo con una sola legión y con una sola venció a Farnace. Marchaba con nosotros, además, delante de nosotros, con la cabeza descubierta. Comía lo que comíamos nosotros, a menudo menos que nosotros. Más de una vez, en situaciones críticas, ha embrazado el escudo, se ha lanzado contra el enemigo y parecía Marte en persona. Era un dios de la guerra. Las victorias demostraban su divinidad, y cuando combates al lado de un dios, además de que no puedes perder, combates en el lado justo. Éramos sólo sus soldados, pero el nos llamaba commilitones, y se acordaba de nuestros nombres, condecoraciones y, en muchos casos, de los apodos.

”Piensa que, una vez, lo he visto dictar, al mismo tiempo, siete cartas diferentes, a siete tabelarii que apenas podían seguirle. Una mente así no puede ser humana. Y después de la victoria, la clemencia, también ésta sobrehumana. Mario masacró a sus opositores, Sila los exterminó, César los perdonó. No se les hizo nada, ni siquiera a aquel empecinado fanfarrón de Cicerón. Cuando volvimos a Italia después de Farsalia, desembarcando en Brindisi, incluso le fue a recibir ese cara de garbanzo gordo, como indica su nombre, con un séquito de senadores temblorosos que se escondían tras el orador. César bajó del caballo, fue al encuentro de Cicerón, y le pasó el brazo por los hombros charlando amablemente, al final les envió a todos vivos y felices a sus lujosas domus. Y aquel asqueroso en los idus de Marzo estaba exultante como un muchacho tras el primer polvo.

”Has hecho bien, Marco Antonio. Si hubiera sido por mí, le hubiese cortado cabeza y manos ya en Brindisi. Pero César no. También en esto era sobrehumano. Invencible en la guerra, ha vencido en la paz perdonando a los enemigos y beneficiándoles tanto como a los amigos. Ha conseguido una Italia unida y rica, patria común y centro del Imperio. Ha extendido el poder de Roma de un confín a otro de la tierra. Ha hecho de la Urbe el centro del mundo. Todos lo han venerado como a un dios, Marco Antonio, y yo, el primero. Y ¿sabes por qué? Porque lo era.”




Trajano: el Emperador amado por soldados y romanos




Me encontré con él por primera vez cuando era comandante militar de la Germania Inferior, bajo Domiciano César. No en el palacio de Colonia Agrippina, donde era casi imposible encontrarlo, sino en el campus exercitationis de la X Gemina en Noviomagus. Acababa de guiar a la unidad en una marcha de 36 km, con 50 kg entre armamento y equipo individual, efectuada en menos de cinco horas. Nos miró satisfecho: ”Bien, sabéis marchar cargados como mulos y rápidos como caballos. Me enorgullezco de vosotros, milites”. Quietos y en atención, nos veíamos ya saboreando un poco de arroz y disfrutando de un baño caliente. Y añadió con una sonrisa pérfida: ”Pero, ¿sabéis combatir también?”. Sacudí la cabeza, eché un escupitajo de mocos y arena del Rin, adiós termas… El centurión dijo con sorna:”Estáis todavía demasiado limpios, soldaditos de triclinio”.
Yo mientras murmuraba: “Después de tanto barro y sudor, apestamos peor que el cadáver de Héctor podrido frente a Troya”. El centurión rugió: “Si no despedazáis a aquellos reclutas de la segunda centuria, ¡os ato por los cojones y os arrastro galopando hasta el océano!”

Una serie de órdenes roncas, y cada cohorte se distanció en tres manípulas. Las segundas centurias de cada manípula efectuaron una retirada táctica del frente, formando a veinte metros de las primeras. Después, cada par de centurias se enfrentaba en maniobra alterna de ataque y defensa. Las armas de instrucción son de madera y pesan el doble, pero este es sólo un motivo de por qué el legionario prefiere un día de batalla a un mes de adiestramiento. El otro son los centuriones, que el soldado detesta y teme más que al propio enemigo.

En medio del disciplinado caos del asalto, en medio de un ruido ensordecedor y nubes de polvo, me cayó al lado, gritando, uno alto y robusto que chocó mi scutum con el suyo, desequilibrándome. Sacó deprisa su gladio, que desvié con el borde del escudo. Con el pie izquierdo le di una patada al flanco izquierdo, y paró por un momento. Hundí el gladio, retrocedió, lo alcancé con una tempestad de golpes. Él paraba con el escudo, pero yo no le daba tiempo y apertura para contraatacar. Hasta que le di con el umbone y deslicé en alto mi escudo, golpeándole con el borde sobre la nariz y el hueso occipital. Lancé un gritó de gloria feroz, abalanzándome sobre él para acabarlo. Cuando todo sucede al mismo tiempo y de improviso. Grito ensordecedor: ¡Altooo! Golpe seco entre el muslo y las ingles: el gladio de mi adversario. Caigo, hundido, y me alzo jadeante. Aprieto los dientes, respiro profundamente y me protejo tras el escudo. El terrible centurión primipilo, el hombre más cruel de la legión, y puede que de todo el ejército de Germania, con la cara roja como César triunfante, resopla como el fuelle de un herrero, me lanza miradas de odio descargando improperios. A mi lado, mi adversario. Me doy cuenta de que no tiene la coraza loricata de nosotros, los soldados, ni aquella de cota de malla de los centuriones. La observo mejor, el corazón me late cada vez más fuerte. Es de cuero con relieves de metal tallado. Me tiemblan las piernas: ¡había estado masacrando un tribuno!

El oficial, que tiene la cara cubierta de sangre, se saca el casco. Cabello blanco y espeso amasado en mechones por el sudor. Un corte sobre el ojo derecho y la nariz hinchada. El temblor aumenta, seré fustigado y licenciado con deshonor. Se pasa la mano lentamente por el rostro, comienzo a distinguir las líneas del rostro. El centurión me está gritando a la cara:”¡Yo te mato a latigazos! Pero primero te corto la nariz y las orejas, y después las manos y los pies, luego esos pendientes inútiles entre las piernas, y luego…”

En aquel rostro, ya limpio y perfectamente reconocible, una mueca burlona. El hielo de la muerte recorre mis venas. No había estado masacrando a un tribuno, sino –Júpiter Fulgurante me fulminará- ¡al legatus Augusti en persona! Había golpeado al representante de la Sagrada Autoridad Imperial, era como si hubiese alzado la mano contra el mismísimo Emperador. Moriré entre miles de tormentos… Dejé caer escudo, espada, lancé lejos el casco y bajé la cabeza resignado. Entre la extensión de soldados inmóviles, sólo las imprecaciones del primus pilus resonaban en el silencio.

Una voz marcadamente nasal: “¡Nombre y grado, soldado!”.

Sin levantar la vista, respondí:”Tiberio Claudio Máximo, miles antesignanus de la primera centuria, primera manípula, tercera cohorte, Legión Décima Gemina, Legado”.

Después de una pausa, la voz nasal continuó:”Bien, Tiberio Claudio Máximo, retoma las armas”. Alcé sorprendido los ojos, el legado reía mientras se ponía el casco: “¡Soldados, estáis buscando sólo una excusa para escapar a las termas, emborracharos y acabar la noche en un lupanare!”.

El terrible centurión primipilo saltó sobre una base para estatua y dijo sarcásticamente:”Como todo legionario digno de tal nombre, Legado”.

Trajano embrazó el escudo sonriendo:”El ejercicio continúa como estaba programado. Si no hubieras estado preparado para afrontar el adiestramiento, te habría dejado hacer la guardia en las prisiones, ¡o la escolta de aquellos gordos funcionarios y a sus bellas mujeres!”. Después apuntó el gladio hacia mí:”Y tú, Tiberio Claudio Máximo, no intentes jactarte de haberme roto la nariz. Con armas reales y no de madera, el golpe a las ingles te habría matado. Así que estás muerto, y no te jactarás. Si no, morirás de verdad. ¡Porque me encargaré personalmente de matarte!”.

Se fue hacia otra centuria, haciendo muecas de dolor y escupiendo sangre. Por la noche fui llamado a reporte y supe que Trajano me había nominado optione, ayudante del centurión, y redoblado la paga…

Cuando devino Emperador, y yo era centurión, me agregó a su estado mayor como prefecto de su guardia personal, 500 equites singulares, reclutados entre los auxiliares Germanos y Panones. Estuvimos junto a él en la tremenda batalla de Nicopoli, cuando una carga de Dacios y Sármatas parecía imparable.

Las líneas ondularon, se rompieron en diversos puntos, haciendo posible la infiltración siempre más nutrida de bárbaros. Llegaban a oleadas, pero habíamos formado un triple cerco y los exterminamos uno a uno.

Muchos de entre nosotros, sin embargo, quedaron allí. Trajano hizo construir un gran arco con los nombres de aquellos valientes inscritos para la Eternidad. Los heridos fueron tan numerosos, que el Emperador ordenó cortar sus togas y sus manteles para hacer vendajes.

Era como un padre para sus soldados, y nosotros lo amábamos sinceramente. Era uno de nosotros, el mejor entre nosotros. Marchaba y combatía con nosotros, mejor que ninguno. Se acostaba el último y se levantaba el primero. Estaba siempre en su sitio, decidido y calmo. Emanaba un aura de serenidad que infundía confianza y coraje en toda situación.

Ha conducido las legiones más allá del Rin y del Danubio, del Tigris y el Eufrates. Ha vencido a Suevos y Marcomanos, Sármatas y Dacios, Armenios y Partos. Ha domado naciones inmensas y bárbaras, enemigas del nombre romano. Ha subyugado territorios exterminados, de inimaginable riqueza.

Gracias a sus triunfos, nuestras águilas han sido portadas a los confines del mundo. Su gloria ha sido inmensa, tan grande que el mundo entero no bastó para contenerla mientras retumbaba con nuestros gritos de victoria.

Alvaro Kröger

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