jueves, 13 de noviembre de 2008

MARTES DE CARNAVAL

MARTES DE CARNAVAL

Sobre Sajonia se habían sucedido las borrascas en las últimas semanas. Gruesas capas de nubes oscuras ocultaban las ciudades al Este del Elba, entre Leipzig y Breslau. Las temperaturas eran bajas, como correspondía al mes de febrero en Centroeuropa. Pese a ello—y a la delicadísima situación por la que atravesaba el país—, los testarudos sajones de Dresde se habían precipitado a las calles a celebrar las fiestas de Carnaval tal y como tradicionalmente habían venido haciendo. Miraban al cielo, entusiasmados con la idea de que el Vor-Frölich se adelantara ese año y les regalara un par de días despejados y algún grado sobre cero en el termómetro.

Los habitantes de Dresde, hasta ese momento, habían tenido buenos motivos para sentirse optimistas. Conocida como «la Florencia del Elba», Dresde albergaba uno de los centros históricos más logrados y mejor conservados de Europa, y la relación de sus tesoros artísticos la situaba a la altura de las más ricas ciudades alemanas. Por eso—calculaban los dresdenienses—, mientras una tras otra ardían las urbes a lo largo de todo el país, su ciudad merecía quedar al margen de la destrucción que asolaba el Reich.

Los sajones estaban seguros de sobrevivir a esa desolación generalizada, como una isla en un océano de ruinas. Regiones completas de Alemania habían sido devastadas por los bombardeos angloamericanos, y todas las grandes ciudades del país eran poco más que un manojo de edificios derruidos, con los esqueletos de sus construcciones alzándose temblorosos—los que aún semantenían en pie—, testimoniando la orgía de una destrucción que no parecía encontrar satisfacción. La vecina Leipzig, a menos de 100 kms, venía siendo bombardeada repetidamente; más de la mitad de sus edificios se habían venido abajo y el fuego crepitaba por los cuatro costados de la urbe. El colapso generado por el último bombardeo, en el que las llamas se habían enseñoreado de sus más recónditos rincones, había costado a las autoridades varios días de esfuerzo a fin de dominar el pánico en las carreteras.

Sin embargo,Dresde no era Leipzig. Ciertamente, la ciudad poseía algunas industrias de valor para el esfuerzo de guerra alemán, entre ellas la siderúrgica, que desde hacía décadas habían hecho de la población la séptima ciudad del Reich.

Pero su categoría como emporio cultural, el esplendor neoclásico de sus palacios y el núcleo de su ciudad antigua, oficiaban de escudo antiaéreo con más efectividad que los escuadrones de la menguante Luftwaffe. Sus ciudadanos hacían toda clase de cábalas en torno a la supervivencia de sus hogares y sus familias. Eran muchas, en verdad, las razones que explicaban tales consideraciones, pero sobre todas una: la ignorancia, que una razonable tendencia humana a recurrir a la superstición— alimento de las más descabelladas esperanzas—, nutría día tras día.

La monumentalidad de la ciudad no era la única razón que sostenía tales esperanzas. También su condición de capital de Sajonia que, por fuerza, haría plantearse a aquellos ingleses, primos suyos de las islas británicas al fin y al cabo, la conveniencia de una tal aniquilación. Incluso corría el rumor de que en la ciudad moraba la tía favorita de Churchill, nada menos, de modo que jamás permitiría el líder británico ponerla en peligro. Resulta curioso que los habitantes de Hiroshima, a tantos miles de kilómetros de distancia, fundasen en el rumor de que una tía del presidenteTruman residía en la ciudad el haber quedado, hasta la misma víspera del 6 de agosto de 1945, al margen de los objetivos de la Fuerza Aérea norteamericana. El horror nuclear sacudiría con espanto su injustificada confianza una soleada mañana de verano, pocos meses más tarde.

El que unas fechas antes la USAAF bombardease las afueras de Dresde tampoco había servido para abrirles los ojos. Apenas habían muerto unas trescientas personas, la mayoría trabajadores residentes en las casas que el régimen nacionalsocialista había construido en las zonas de los suburbios. Los dresdenienses lo achacaban a errores de navegación; seguramente ni siquiera sabían aquellos extraños e ignorantes americanos qué ciudad estaban atacando, o quizá equivocaran el objetivo, buscando las industrias del extrarradio.

Justamente en las últimas semanas, aunque por otros motivos, habían comenzado a percibir que la guerra se acercaba a su ciudad. Desde que el 12 de enero de 1945 saltara por los aires la línea defensiva de laWehrmacht en Baranow, el ejército soviético había cruzado el Vístula y, a una sorprendente velocidad, acampado junto al Oder. La marea roja que anegaba a la vecina provincia de Silesia arrojó a muchos alemanes hasta Dresde. Durante esas pocas semanas, decenas de miles de aterrorizados silesianos atestaron la ciudad. Tan sólo Breslau resistía—lo haría hasta el 9 de mayo, día de la rendición alemana, de ese terrible año de 1945— los poderosos embates de las tropas soviéticas; el resto de la región, con sus ricas minas y su industria de guerra, se había perdido definitivamente para el Reich. Los habitantes del Oriente germánico sabían bien lo que podían esperar de la avalancha que se les venía encima, rugiendo desde los maizales ucranianos, desde las estepas del Donetz, desde las torrenteras del Volga.

Göbbels no ahorraba a los alemanes el conocimiento de las atrocidades que cometían los ejércitos de Stalin; por el contrario, envió a sus compañías de propaganda a los lugares que laWehrmacht había reconquistado de las garras soviéticas, a fin de publicitar los crímenes del gigantesco y vengativo dispositivo militar rojo. En la conciencia alemana permaneció—y aún resuena—el eco de las matanzas de Nemmersdorf, con sus ancianas y niñas violadas, sus hogares saqueados y reducidos a cenizas y sus criaturas de pecho estrelladas contra las paredes o crucificadas en las puertas de los graneros.

El terror que había propiciado la evacuación masiva de Prusia Oriental, el éxodo de millones de personas procedentes de todas las provincias orientales— que no cesaría hasta muchos meses después— y un interminable desplazamiento por numerosos campos de toda Centroeuropa, comenzaba a sentirse por aquellas fechas, recorriendo como un escalofrío la conciencia colectiva germano oriental.

Pero, como siempre sucede en las guerras, la mayoría estaba persuadida de que la marea del horror refluiría antes de entrar en su ciudad. Cómo imaginar que las esperanzas depositadas en la tía de Churchill no sólo no iban a salvaguardarlos, sino que iba a ser, precisamente, el sobrino quien les condenara al tormento de una terrible devastación.

Unos días antes de la celebración de aquel martes de carnaval, a unos mil quinientos kilómetros al sureste, en el antiguo balneario zarista de Yalta, se había celebrado una reunión al más alto nivel entre los dirigentes de los países enemigos de Alemania. Roosevelt, Churchill y el anfitrión Stalin habían dibujado toscamente el futuro de Europa jugando con unas cerillas y unas servilletas. Añadiendo porcentajes junto al nombre de un buen número de países europeos, se repartían las esferas de influencia entre unos y otros. Aquellos británicos que habían entrado en la guerra para no ver trastocado el equilibrio europeo observaban, impotentes, cómo se hundía toda una ordenación del mundo por la que habían jurado batirse. Y con ese orden, su imperio. Unos meses más tarde, bajo arresto en Núremberg, Göring resumiría gráficamente la situación escupiendo a los británicos que «ustedes nos declararon la guerra para que Alemania no conquistase el Este y ahora se encuentran con el Este en el Elba».

Stalin, el verdadero vencedor de aquella cumbre que selló el destino de Europa para varias décadas, se sintió en disposición de renovar sus demandas a los angloamericanos. Éstos le entregaban Polonia, cuya libertad nacional había sido esgrimida como la razón para declarar la guerra a Alemania; a cambio, los occidentales nada exigían. Aún más, Stalin había impuesto sus puntos de vista en un sinnúmero de cuestiones mientras Roosevelt accedía, complacido, a las peticiones soviéticas. Churchill se encontraba en franca inferioridad, espantado ante la actitud aquiescente de los norteamericanos y la posibilidad de que medio continente fuera entregado a los comunistas.

Sin embargo, la hora de Gran Bretaña había pasado. Los ingleses se sentían relegados entre los dos grandes, aspirando a obtener la aceptación de sus socios en un pie de igualdad que sabían ya imposible y tratando de prolongar una situación ficticia que enmascarase la creciente postergación a la que le sometían sus aliados. La presencia de los soviéticos en elOder, mientras los occidentales se encontraban aún lejos de cruzar el Rhin, reforzaba las pretensiones de la Unión Soviética.

Los soviéticos se podían permitir toda clase de gambeteos, como asegurar virtuosamente no tener interés alguno en Berlín, cuando en realidad Stalin estaba obsesionado con la captura de la capital germana. Por su parte, los norteamericanos explicitarían posteriormente su renuncia a Berlín, alegando que no constituía un objetivo militar que mereciera el esfuerzo que su conquista supondría. Churchill no daba crédito a lo que oía.

Stalin hacía valer el sacrificio de más de veinte millones de ciudadanos soviéticos en la presente guerra, mientras los norteamericanos secundaban —sin aparente contrariedad— los propósitos de Stalin.

El propio presidente Roosevelt había mostrado una franca indignación por la escala de la destrucción observada al sobrevolar las estepas ucranianas sobre las que se había dilucidado la gigantesca partida librada entre laWehrmacht y el Ejército Rojo.

Desdeñando el esfuerzo militar occidental, el dictador comunista presionó para que las fuerzas angloamericanas facilitasen el avance del Ejército Rojo en el Este. Apenas unos meses antes—en el verano de 1944—, los occidentales habían solicitado el permiso soviético para utilizar los aeródromos polacos a fin de abastecer a la insurgencia antinazi de Varsovia. Stalin había dado orden de prohibir el aterrizaje de cualquier aparato aliado en el suelo de la Polonia conquistada por sus tropas. Los polacos demócratas —«los polacos de Londres», como despectiva y significativamente los denominaban los comunistas— debían ser sacrificados con tal de no importunar a Stalin, incluso si eso suponía la renuncia a una ordenación de posguerra que preservase la independencia del país.

Pese a estos antecedentes, los occidentales accedieron a satisfacer a Stalin. En el Frente del Este la aviación nunca se había revelado como un arma decisiva. Las distancias eran demasiado grandes y la escala de las bajas era inmensa en comparación con los estándares de la lucha entre los alemanes y los anglosajones; quienes más cualificados estaban —los alemanes— hacía tiempo que dedicaban el grueso de sus fuerzas aéreas a la defensa del Reich,mientras que los soviéticos apenas habían desarrollado el concepto de bombardeo estratégico, en favor del apoyo a las tropas de tierra, tal y como los alemanes hacían desde las primeras etapas de la guerra.

Así pues, los aliados occidentales debían contribuir al esfuerzo soviético de forma directa; lo que Stalin proponía era que los angloamericanos bombardeasen la retaguardia alemana; pero la del Frente Oriental, no la correspondiente a la suya propia.

Aquel martes 13 de febrero de 1945 la predicción meteorológica del ejército británico vaticinaba que la masa de nubes que se desplazaba por el centro del Reich comenzaría a resquebrajarse sobreTuringia, produciendo grandes claros hacia el Este, donde se encontraba Dresde. En la ciudad, los refugiados abarrotaban las calles, los centros de asistencia, los barracones que habían habilitado las autoridades con lamáxima celeridad posible para acogerlos. Ya sumaban cientos demiles los procedentes de Silesia, acompañados de una auténtica barahúnda de carritos, lloros infantiles y lamentos.

Los recién llegados se maravillaban de la magnificencia y la normalidad de la ciudad, de su estado particularmente ajeno a la guerra. Desde luego, no exageraba el Führer cuando se había referido a la capital sajona como a una «perla» que engarzar en el conjunto de la nación. Sin duda lo era, y los silesianos—que tantas idas y venidas habían experimentado desde que el Reich perdiera la guerra veintisiete años atrás—envidiaban en secreto el pacífico aspecto del que también ellos habían gozado hasta hacía apenas unas semanas, antes de que la catástrofe se precipitara sobre sus vidas.

Los jóvenes destinados a las escasas baterías antiaéreas de la ciudad añoraban, en la monotonía de su desempeño, los tiempos en los que participaban de las celebraciones de carnaval. Las ocasionales bombas que habían caído les ratificaban en la idea de inmunidad; la cercanía del frente y la preservación de Dresde habían propiciado el rumor de que la ciudad iba ser la capital de la administración del país una vez ocupado por el enemigo. De cuando en cuando disparaban al cielo más bien a ciegas, porque la aviación inglesa no se adentraba hasta el corazón de la ciudad. Y ello, resultaba indudable, no podía deberse sino a un deliberado propósito de preservarla de la destrucción.

Los refugios eran muy escasos. Al parecer, tampoco las autoridades sentían la necesidad de construir más. En la vecina Leipzig, por ejemplo, la ratio de refugios era muy superior. Una noche particularmente despejada, unas cuantas semanas atrás, los incendios de Leipzig habían iluminado la oscuridad hacia el Oeste. El resplandor de las llamas elevándose al cielo podía apreciarse sin dificultar desde casi cualquier punto de la ciudad, pese a lo cual las baterías de la zona occidental las contemplaban sin especial aprensión. Las fotos de la devastación causada por los bombardeos circulaban profusamente por toda Alemania, pero palidecían frente a la enormidad de los incendios y las explosiones en el momento álgido de los ataques. Los jóvenes de la Luftwaffe que servían en Dresde podían suponerlo, pero nadie que no hubiera vivido un ataque aéreo de la gigantesca magnitud de los que sufrían las ciudades alemanas era verdaderamente capaz de hacerse una idea cabal de lo que aquello representaba.

La tranquilidad reinaba sobre Sajonia en el crepúsculo del 13 de febrero de 1945. Los reclutas de la fuerza aérea se aburrían mortalmente, como cualquier otra noche, exhaustos después de los ejercicios de defensa ensayados por enésima vez. Hacía frío en aquel rincón de Europa, y el viento había barrido las nubes, tachonando el oscuro firmamento de finas estrellas, duras como agujas. Los soldados bostezaban y se desperezaban, alternativamente.Muchos de ellos repetían mentalmente la lección que al día siguiente, aún sin haber ido a dormir, deberían recitar en la escuela. En el III Reich la juventud guiaba a la juventud—había jurado el Führer—, pero los maestros seguían dando cuenta a los padres de los progresos de aquellos chavales, de quienes dependía la seguridad de la patria.

Otros jóvenes, apenas unos años mayores, cruzaban a toda prisa las pistas de los aeródromos en el condado de Norfolk. Altos, espigados, brincaban a las carlingas, comprobaban las municiones de la posición artillera de cola —por rutina, porque sabían lo poco que había de servirles si los Fw-190 les echaban el ojo— y la carga explosiva que preñaba el vientre del aparato. Encendían los motores, a la espera de que calentasen lo suficientemientras se aseguraban de que cada cosa estuviera en su sitio, los aparatos de navegación crecientemente sofisticados que les indicaban la posición sobre el objetivo, las guías de ruta, todo.

La misión no parecía fácil, ya que Dresde se hallaba casi en el límite de la máxima penetración de la RAF. El viaje de ida y vuelta sumaba 2.800 kilómetros, por lo que sólo podrían permanecer sobre el objetivo unos veinte minutos. Se anunciaba una noche despejada, lo que facultaba la navegación pero también la temible caza alemana y la acción de los antiaéreos. Los Lancaster debían pasar diez horas en vuelo, buena parte de las cuales sobre territorio enemigo. Aunque la incursión terminaría siendo poco más que un ejercicio de tiro al blanco, sobre el papel parecía cualquier cosa menos sencilla. Muchas jóvenes tripulaciones maldecían su suerte, al no comprender por qué razón debían volar tan lejos para aniquilar un objetivo que carecía de importancia. Ignoraban que Churchill había jurado vengarse por el lanzamiento de las V-1 y V-2 alemanas sobre Gran Bretaña. Y que ellos eran los llamados a ejecutar tal venganza.

En Inglaterra, la llegada de las V-1 a mediados de junio de 1944 había producido una especie de anticlímax tras Overlord, el desembarco en Normandía.

El país estaba cansado de la guerra ya hacía mucho, y sólo deseaba solventar el asunto lo antes posible. Las bombas volantes, además de sorprender a los isleños, les devolvían a los tiempos del Blitz, que parecían superados hacía años. El hastío se unía a la sensación de terror que tales artefactos causaban. En Londres, Churchill se enfureció hasta el punto de perder los estribos. Juró que los alemanes pagarían por ello.

Las tripulaciones del mando de bombardeo, en buena parte procedentes de los mejores colegios y universidades de las islas, seguramente hubieran sentido un escalofrío de haber sabido que el premier británico llegó a considerar con toda seriedad la iniciación de una campaña bacteriológica contra sesenta ciudades alemanas.

En su lugar, fue disuadido para emprender ataques aéreos convencionales masivos, capaces de causar cien mil bajas en una sola noche, como adecuado sustitutivo de sus apocalípticos propósitos. La destrucción y el terror producidos no iban a ser menores de lo que los ataques experimentales del tipo planeado hubieran obtenido. Y las tripulaciones aliadas habrían de pagar un alto tributo en el cumplimento de su deber.

El Bomber Command (el Mando de Bombardeo británico) había concebido la Operación Thunderclap (Estallido del Trueno) como una respuesta tanto a las demandas de los soviéticos como a las ansias de desquite propias. El avance del Ejército Rojo estaba causando un embotellamiento de las carreteras en todo el Este alemán; los refugiados se apiñaban en ciudades situadas apenas unas decenas —un par de cientos, todo lo más—de kilómetros al Oeste. El pánico arrastraba largas columnas desde Prusia Oriental, desde Pomerania, desde Silesia por todas las carreteras y caminos, que ofrecían un terrible aspecto, con decenas de miles de refugiados cargando con sus enseres, sus criaturas, sus hogares. Apenas dos semanas antes de aquel martes de carnaval, un submarino soviético había hundido el Wilhelm Gustloff, en lo que representa la mayor catástrofe marítima de todos los tiempos. En las playas del Báltico, en la costa de Prusia Oriental, el Ejército Rojo daba caza a los aterrorizados civiles alemanes rezagados que, huyendo junto a la costa, caían en sus garras. Las tropas de Rokossovski se complacían perversamente en perseguir a la masa humana hasta aplastarla bajo las ruedas de sus blindados, incluyendo niños de pecho, ancianos y mujeres. El número de los que resultaron asesinados de este modo es, simplemente, incalculable en el maremágnum de los movimientos de población que no cesarían durante muchos meses.

En varios sentidos, el Oder representaba la última barrera. Los habitantes de las provincias al Este del río acrecentaban su seguridad al cruzar al otro lado. Las tropas lucharían con valor inigualable en la defensa del suelo alemán, y no permitirían que Stalin se adueñase de Berlín, de Dresde, de Rostock. Millones de alemanes se habían puesto en movimiento hacia elOeste, y quienes no lo habían hecho—por exceso de confianza, por creer que las atrocidades rusas eran un invento de la propaganda nazi o por antigua militancia comunista o socialista— pagaron un alto precio. Hasta Berlín habían llegado cientos de miles de refugiados, e incluso más allá, en Halle, se hacían notar; a Dresde arribaron unos trescientos mil desesperados, que elevaban la población hasta el millón de personas.

Las ciudades comenzaban a estar atestadas: se habían convertido en envidiables blancos para una fuerza aérea dispuesta a causar el máximo daño al enemigo sin reparar en medios. La decadencia de la Luftwaffe y la superioridad técnica de los angloamericanos prometían una destrucción material y de vidas humanas como el mundo no había conocido antes.

Desde el otoño de 1944 los aliados venían experimentando y perfeccionando las técnicas de exterminio del elemento civil alemán. Un año antes las grandes matanzas aún se producían en gran parte debido a la casualidad o a la conjunción de una serie de factores muchas veces fuera del control de los atacantes. Pero a esas alturas de la guerra el carácter científico de la destrucción estaba fuera de toda duda. El ataque desencadenado sobre Hamburgo en julio de 1943 se había reeditado poco más de un año después en Darmstadt —considerado como un patrón de prueba—; lo que se trataba de alcanzar era la repetición de estas dos afortunadas incursiones. Para el Bomber Command se convirtió en el paradigma de lo que había de obtenerse mediante los ataques de terror.

Cuando al efecto de las bombas explosivas seguidas de las incendiarias se le sumaban una serie decircunstancias meteorológicas determinadas, el infierno sobre la tierra se hacía presente: los alemanes lo llamaban Feuersturm (tormenta de fuego).

En Inglaterra los jóvenes pilotos escuchaban las órdenes que se les impartían en las salas donde se concentraban antes de subir a los aparatos. Les hablaron de las líneas telefónicas que se controlaban en Dresde, del tendido ferroviario que convergía en la ciudad, de la colaboración con las tropas de Koniev que se acercaban a Sajonia para quebrar el frente en su punto más sensible. Al final de la charla las órdenes dejaban caer que uno de los objetivos de la operación —subsidiariamente, eso sí— era «que los soviéticos sepan, cuando lleguen allí, lo que es capaz de hacer el Bomber Command». Los pilotos, acostumbrados a oír todo tipo de razones militares y políticas, nada preguntaron. Se trataba de una misión más, eso era todo.

En Londres hacía meses que Bomber Harris rumiaba sus fracasos con amargura. Defensor acérrimo de la táctica de bombardeo, había asegurado repetidas veces que, si se daban las circunstancias apropiadas—y a lo largo de una guerra como aquella, en algún momento habían de darse—, él sería capaz de poner fin a la misma mediante el empleo masivo de flotas de ataque de alto poder destructivo.

Partiendo de unos inicios modestos, había pasado a disponer de miles de aviones para realizar sus fantasías de destrucción. Aunque había atravesado por momentos verdaderamente difíciles, en 1942 pudo comenzar a llevar a cabo sus soñados proyectos. Sobre Lübeck y Colonia había realizado los primeros ensayos, pero la gran campanada no había sido posible hasta el verano de 1943, en el que la perseverancia y la fortuna habían hecho posible sobre Hamburgo la primera Fuersturm de la historia. En un sólo golpe había liquidado más de cuarenta mil alemanes sembrando, de paso, el terror en una ciudad de más de un millón de habitantes y dejando a cientos de miles sin hogar. La mayor parte de ellos terminaron volviendo a su ciudad, aunque no sin antes protagonizar una diáspora que alcanzó Baviera. Para el gobierno alemán no había supuesto gran esfuerzo la rehabilitación de los objetivos dañados en la ciudad, pero los civiles supervivientes se veían abocados a un destino incierto.

Durante el otoño y el invierno siguientesHarris continuó, corrigió y aumentó la táctica que venía poniendo en práctica.Trató de dejar fuera de combate al Reich mediante terroríficos golpes sobre Berlín, pero la defensa de caza alemana y los antiaéreos eran aún demasiado fuertes para unos bombarderos, privados como estaban de protección de cazas propios, que no podían valerse por sí mismos frente a losMe-109 y los Focke-Wulf-190 de la Luftwaffe. La inflexibilidad deHarris— algo que parecía consustancial al cargo, por cuanto su antecesor,Trenchard, adolecía de semejante defecto— y la mentalidad de manual que presidía todas sus acciones, le impedían darse cuenta de que la inferioridad del bombardero frente al caza en el combate aéreo no se paliaba con la instalación de nuevos puestos artilleros en los bombarderos; sólo si se lograba que los cazas acompañaran a éstos durante todo el trayecto, incluyendo el sobrevuelo y el retorno, podrían alcanzarse resultados satisfactorios.

La lucha por los cielos de la capital del III Reich había concluido, en marzo de 1944, con una convincente victoria alemana. Los angloamericanos habían tenido que postergar sus propósitos de arrasar Berlín, y se concentraron en la eliminación de objetivos de cara al proyectado desembarco en Europa que se produciría en algúnmomento de la primavera de aquel año. El abandono de los bombardeos sobre el Reich en favor de la destrucción de objetivos militares terrestres certificaba en sí mismo el fracaso de la estrategia de bombardeo como arma decisiva en la victoria sobre Alemania. Aún más, había marcado un límite, el que señalaban pérdidas en las flotas de bombardeos cercanas al veinte por ciento, inadmisibles desde cualquier punto de vista.

Algunos meses después, a fines del verano de 1944, el grupo nº 5 de la RAF probaba las nuevas tácticas, mientras Churchill, Eisenhower, Portal y Harris debatían la mejor manera de llevar a cabo Thunderclap, el «estallido del trueno».

Desechada la quimera de derrotar a los alemanes mediante el terror aéreo, una idea primaria obsesionaba a los dirigentes aliados: conseguir la muerte de cien mil alemanes mediante el bombardeo de una ciudad. El objetivo básico era exterminar seres humanos; el fin de Alemania estaba a la vista, los soviéticos ya pisaban el suelo del Reich y los aliados occidentales, por el Oeste, hacían lo propio hasta alcanzar el Rhin. Lo que se discutía era la manera de obtener esa ciframágica de cien milmuertos—aunque en poco pudiera contribuir al colapso de Alemania—, sembrando el terror en la población y mostrando a los soviéticos la capacidad de destrucción del Bomber Command.

Bomber Harris había perfeccionado la táctica de ataque hasta convertirla en algo casi puramente científico. El desarrollo de la caza de gran autonomía—producto de la inventiva norteamericana—trajo como consecuencia la derrota de la menguante defensa aérea germana. A comienzos de 1945 los cielos del Reich estaban casi limpios de enemigos. La fuerza aérea alemana luchaba con un valor que no dejaba de asombrar a quienes, desde el otro lado, observaban el sacrificio de sus pilotos, pero era claramente impotente para detener la avalancha que, casi a diario, le abrumaba.

Los ingenieros germanos habían creado nuevas armas de una calidad insuperable, aviones a reacción y cohetes que representaban un salto delante de una generación, si no más. El Komet y el Me-262—y no digamos las V-1 y V-2—impresionaban a sus oponentes británicos y norteamericanos, pero era demasiado poco y demasiado tarde. A la escasa disponibilidad de aparatos de nueva generación y de personal formado para pilotarlos, había que sumarle las casi inexistentes reservas de gasolina de que podía echar mano Alemania. El Reich estaba desangrándose por todos los flancos pero, pese a todo, en los tres primeros meses de 1945 los aliados perderían más de quinientos bombarderos ,muchos de los cuales lo fueron en operaciones en el extremo oriental de Alemania, destinadas a complacer a Stalin.

En tales condiciones, las flotas angloamericanas se distribuían la tarea de arrasar las ciudades del enemigo. A consecuencia de una costumbre heredada de los primeros tiempos de la guerra, cuando los británicos eran incapaces de atacar Alemania de día, la RAF había adquirido el hábito y desarrollado la técnica del bombardeo nocturno; la USAAF se especializó en el bombardeo diurno. Las dos flotas aéreas se repartirían el trabajo en Dresde de esta misma forma.

En High Wycombe, Harris hacía tiempo que había listado sobre el escritorio una relación de ciudades alemanas destinadas a la destrucción. Cada vez quedaban menos nombres por tachar, y el de Dresde era uno de ellos. El Bomber Command sabía que el Thunderclap sobre Dresde debía ser una operación de alta precisión. Los bombarderos sólo dispondrían de entre veinte y veinticinco minutos para soltar su carga una vez que los aviones de señalización hubieran encontrado sus objetivos. Luego habían de volver hacia sus bases sin dilación. No podían, pues, entablar combates aéreos. Para evitar este riesgo, el Master Command había determinado que se pusiera en marcha, al mismo tiempo, un ataque de diversión sobre la ciudad de Böhlen, una zona al Norte de Leipzig que contaba con una gran concentración industrial en la que destacaba una planta de hidrogenación, transformadora de carbón fósil en combustible para motores.

Unos 386 aviones iban a ser destinados a esta operación de diversión a fin de atraer las defensas antiaéreas y la caza nocturna alemana, operación que, de todas formas, también constituía un objetivo en símismo.Magdeburgo, Bonn,Núremberg y Dortmund habían de ser bombardeadas al mismo tiempo, con lo que el número de aviones aliados sobre Alemania esa noche del 13 de febrero ascendería a más de mil cuatrocientos.

Al Grupo nº 5 de la RAF, considerado el mejor de la fuerza aérea británica y el más adecuado para estas operaciones—tal y como había demostrado durante años, y al que el mismo Harris había pertenecido durante 1939-1940— le cabría el honor de protagonizar la primera oleada del devastador ataque a Dresde.

Sus 244 Lancaster soltarían ochocientas toneladas de bombas sobre los objetivos marcados en una primera pasada, en la que las formaciones se dispondrían en abanico, con el vértice en la zona de Grossen Ostragehege, junto al campo de fútbol del DSC, el equipo de fútbol de la capital sajona (y vigente campeón nacional).

El objetivo era la saturación de la zona bombardeada de modo uniforme, mezclando el fuego con las explosiones y las olas de presión; la ejecución de la operación de bombardeo la dirigiría el Mastercomand, quien cuidaba de que se ajustara al plan propuesto, para lo cual la coordinación en el lanzamiento y las angulaciones eran esenciales. No debían quedar espacios libres que luego el fuego no pudiera completar, de modo que se acrecentara su letal efecto. En el caso de Dresde, y pese a que la precisión no fue la más alta posible, la disposición extremadamente abigarrada del abanico dibujado por las formaciones de la RAF —2.500 metros en su punto más amplio— facilitó la consecución de los objetivos de destrucción mediante la Feuersturm.

Además de las acciones de distracción sobre otras ciudades de Alemania, las formaciones de Lancaster volarían desde distintas direcciones para converger sobre Dresde, de forma que despistaran sobre sus intenciones a las defensas antiaéreas.

Una vez que la primera oleada de bombarderos hubiera completado su labor, llevaba poco tiempo la formación de la tormenta de fuego. En algunos casos, como en Darmstadt, incluso menos de una hora. Además, los lanzamientos de artefactos incendiarios incluían los de ignición retardada, que alimentaban el fuego y lo incrementaban una vez que hubieran desaparecido del cielo los bombarderos, mientras la población podía creerse segura. Conocedoras de esta circunstancia, las autoridades mantenían a los civiles en los refugios durante bastante tiempo después de que hubiese cesado el ataque, a fin de evitar víctimas.

A su vez, los refugios—en función de las alteraciones que producían los distintos tipos de explosivos y los incendios— dejaban de ser seguros pasado un tiempo, salvo que se tratara de búnkeres. Pero en Dresde apenas los había. El calor que penetraba en los sótanos ascendía al punto de que resultaba imposible respirar, lo que sumado al pánico producía una gran cantidad de muertes; lo peor eran los gases que se filtraban, de modo que muchos perecían envenenados. Dos tercios, aproximadamente, de quienesmorían en los ataques aéreos sucumbían al efecto de los gases, el monóxido de carbono producido por las bombas incendiarias; el calor impregnaba paulatinamente las estructuras pétreas de los sótanos y las volvía incandescentes. El gas, inodoro, invadía inadvertidamente los refugios y adormecía a sus ocupantes. Tras el ataque había, pues, que sacar al exterior a los refugiados, aunque en la calle los derrumbamientos se sucedían y el pavimento y los árboles crepitaban y se retorcían sobre sí mismos.

El punto álgido de estas evacuaciones se situaba en torno a las dos horas después de haber cesado el ataque. La gente buscaba los espacios abiertos, eludiendo el desmoronamiento de edificios y los innumerables fuegos. Ahora bien, si los incendios se presentaban en focos aislados—por extensos que fueran—el peligro de una destrucción generalizada disminuía mucho. El Master Command había considerado esta circunstancia como un elemento clave para alcanzar sus objetivos, de modo que dispuso un ulterior ataque sobre la ciudad exactamente dos horas después del primero. La población estaría en la calle, fuera de los refugios y, si la primera oleada no había conseguido el deseado efecto de la Feuersturm, la segunda, a buen seguro, obtendría el éxito.

Cuando una gran flota de bombardeo se adentraba en el territorio del Reich era imposible saber hacía dónde se dirigía. Las sirenas de una buena parte del país se disparaban. Los alemanes debían bajar a los refugios con inmediatez, e interrumpían así el descanso de la población. La incertidumbre era lo peor. Mientras uno se precipitaba a los sótanos no podía saber si, al regreso, encontraría sus enseres y su hogar allí donde los había dejado o si se habrían desvanecido para siempre. Quizá ni siquiera bombardeasen esa noche. Puede que se tratase de un bombardeo menor, de diversión, y que la gran flota se dirigiese en realidad hacia otro objetivo. Incluso era posible que su ciudad desapareciese borrada de la faz de la tierra en el espacio de apenas unos minutos. No había forma de saberlo hasta que todo pasaba.

Aquella tarde del 13 de febrero habían comenzado a distribuirse por todo Dresde las consignas para la defensa de la ciudad frente al asalto soviético, que no debía tardar mucho en producirse. Dresde había sido considerada por el mando alemán como «área defensiva», calificación militar por la que se reconocía que, si bien las defensas no eran las más adecuadas, debían disponerse para hacerles pagar un alto tributo a los soviéticos por su conquista, pero no había sido calificada como Festung (fortaleza), denominación que sí había designado a Breslau o a Königsberg.

De la escasa importancia que el alto mando otorgaba a la línea defensiva sajona, da fe el que al frente de la resistencia dresdeniense hubiera destinado Berlín a un general de avanzada edad y experienciamilitar limitada a la Gran Guerra, casi tres décadas atrás. En teoría se trataba de una plaza intermedia del supuesto eje Praga- Hamburgo, que discurría a lo largo del Elba y elMoldava (Vltava); en realidad, había pocas o más bien ninguna esperanza de que tuviera alguna utilidad.

Y, sin embargo, en una Alemania cercana al colapso, cualquier cosa que sirviese para retardar el avance del rodillo soviético resultaba aceptable. Dresde había venido acogiendo refugiados de todas partes del Reich—en especial del Ruhr— desde hacía años. A esas alturas de la guerra la ciudad se hallaba saturada demasas de refugiados venidas del Oeste, gentes que lo habían perdido todo en los bombardeos y a quienes los dresdenienses debían acoger como buenos volkgenossen (camaradas del pueblo). Ahora, el 8 de febrero, el ejército de Stalin cruzaba el Oder, y cientos de miles de silesianos se precipitaban sobre Sajonia; otros muchos jamás alcanzaron la ciudad, atrapados por el veloz avance del ejército soviético, como sucedió en las zonas cercanas al Oder. En Breslau, por ejemplo, unos doscientos mil civiles fueron copados en la «Fortaleza» junto a las fuerzas de laWehrmacht que la defendían. De entre los que habían escapado de Silesia hasta Dresde, una buena porción de refugiados no tenía hogar en el que pernoctar. Se arremolinaban en torno a la estación y a laWienerplatz. Vagaban sin saber muy bien qué hacer, ni a dónde dirigirse. Las autoridades no les concedían más que cartillas de racionamiento especiales, que apenas les servían para cubrir las necesidades primarias. Se trataba de disuadir a los refugiados para que no acudieran en mayor número a la ciudad.

Dos o tres minutos antes de las diez menos cuarto de la noche sonaron las alarmas. No era, desde luego, la primera vez que aullaban las sirenas. Ese día no había habido escuela porque faltaba el carbón para calentar las aulas, y los niños jugaban en las calles hasta altas horas, celebrando el Fasching, disfrazados conmáscaras y diferentes atavíos que simulaban las más diversas cosas. En medio de la locura de la guerra, los juegos infantiles devolvían un eco de normalidad.

Pasaban tres minutos de las diez de la noche. Un puñado de aparatos de la RAF sobrevolaba Dresde. Giraban en torno a la ciudad, escudriñando el objetivo.

Su radio, en contacto con el cuartel de la RAF en High Wycombe, también dirigía el ataque del grupo n.º 5, el especialista en bombardeos de área. Eran los aviones del Masterbomber, encargados de dirigir el ataque. Debían permanecer sobre el objetivo con absoluto desprecio de todos los peligros en forma de Flak o de caza enemiga. Equipados con el nuevo aparato norteamericano de localización Loran y tras burlar la detección con el sistema Window, que perturbaba la ubicación de la flota aérea engañando a los radares germanos, indujeron a la Luftwaffe a creer que el objetivo de aquella noche sería Leipzig.

Los bombarderos directores lanzaron las bengalas verdes sobre distintas áreas de la ciudad, precediendo al millar de bengalas de magnesio blanco con el que iluminaban la zona de ataque.Muchos dresdenienses recordarían la visión irreal de estos «árboles de navidad» mientras se precipitaban hacia los refugios. El cielo aparecía fantasmal, resplandeciente con los paracaídas que sostenían las bengalas de colores. Hubieron de transcurrir otros tres minutos para que la radio por circuito cerrado informara a los ocupantes de los refugios que el ataque se iba a producir, en efecto, sobre la ciudad.

El primer Mosquito del Masterbomber descendió hasta los seiscientos metros de altitud para lanzar las bengalas rojas sobre el campo de fútbol. En su calidad de avión director, había dispuesto todas las angulaciones de la fuerza de ataque de modo que la Feuersturm fuera posible. El piloto apenas podía creerlo; nadie contestaba con fuego a su aproximación.

Era evidente que Dresde carecía de defensas antiaéreas dignas de tal nombre. Con toda tranquilidad, descendió aún más. Bajó incluso de los doscientos cincuenta metros. En ese momento abrió las compuertas de las bombas, y dejó caer un barril de cuatrocientos cincuenta kilos de peso programado para estallar cincuenta metros más abajo, como una especie de fuegos artificiales rojizos. La carga cayó sobre el complejo hospitalario anexo al recinto deportivo que formaba el vértice del abanico.

Al primerMosquito le siguió un segundo y luego un tercero, convirtiendo esa parte de la ciudad en un bosque de lluvia roja.

La escuadrilla 49 fue la primera en lanzar las bombas. Visualizando sin oposición las marcas bermejas sobre la ciudad, comenzó su rutinario quehacer. Los dieciséis aviones de la formación estaban separados por dos grados de diferencia, de modo que cubrían un frente de 32 grados; la distancia exacta para provocar la «tormenta de fuego». Se desplegó a una altura en torno a los cuatro mil metros, lo que era posible gracias a la ausencia de artillería antiaérea.Maniobró como un solo hombre. Primero soltaron las bombas rompedoras; sólo después, las incendiarias.

Las primeras horadaban los techos, destruían puertas y ventanas, hacían saltar las paredes en mil pedazos. Esto creaba las corrientes de aire necesarias para propiciar el huracán de fuego que se administraría a continuación. Las bombas incendiarias caían por miles; se trataba de pequeños artefactos de apenas dos kilos, con una extraordinaria capacidad de combustión.

Cuando las cámaras fotográficas de accionamiento automático comenzaron a disparar sus flashes desde los aviones de la RAF para recoger la información sobre al ataque, el fuego ya devoraba la ciudad, pese a que apenas tardaban un minuto en ponerse en funcionamiento desde que concluía el lanzamiento de lamortífera carga. Los incendios pronto se fundieron unos con otros.

En los sótanos y refugios de la ciudad ignoraban lo que estaba sucediendo. El sonido de la explosiones se multiplicaba a cada momento, y la acción de la llamas extendía la devastación. En poco más de veinte minutos, el grupo 5 de la RAF había arrojado unas ochocientas toneladas de bombas de todo tipo. Incluso desde los puntosmás alejados de la ciudad podía sentirse el intenso calor que desprendían los incendios, cuyo resplandor formaba una sobrecubierta ambarina a ambos lados del Elba. De acuerdo a las órdenes e impelidos por la curiosidad, los dresdenienses fueron saliendo de los refugios pasado el tiempo convenido. La estela que había dejado la destrucción sembrada desde el aire era inabarcable con la vista.

Justamente cuando, aturdidos, comenzaban a echar cuentas de sus pérdidas, cuando se dirigían a sus domicilios para comprobar el grado de devastación que había afectado a sus hogares y a sus pertenencias, sonó una segunda alarma. Los dresdenienses se miraban unos a otros, atónitos ¿qué pretenderían, después del brutal ataque anterior? El odio encarnó en sus rostros de súbito. Algunos se lamentaban en voz alta, imprecando como criminales a los ingleses. Otros se negaban a creer que se tratara de un nuevo ataque, pensando que quizá fuese un error y que, en realidad, hubiera hecho acto de presencia la Luftwaffe. Pronto salieron de su estupor. Ahora, 529 aparatos de la RAF, más del doble de los que componían la tanda anterior, se lanzaban sobre la ciudad, extendiendo los incendios, sembrando Dresde de bombas de ignición retardada y machacando los restos de lo que restaba en pie de la malhadada urbe.

El nuevo ataque duró cuarenta minutos, puesto que fue ejecutado en oleadas. Fue la sentencia de muerte para la ciudad. Las instalaciones de agua simplemente desaparecieron; prácticamente, todas las infraestructuras se volatilizaron.

Los edificios públicos siguieron el mismo destino que los demás, como es natural, y la presencia de cualquier autoridad se echó a faltar más que nunca. La desorganización cundió por todas partes. Muchos dresdenienses perecieron devorados por la Feuersturm, otros por los derrumbes y unos cuantos por la acción de las bombas de espoleta retardada. Las calles estaban sembradas de miembros humanos arrancados de cuajo; de muchos de sus propietarios no quedaban restos.

Algunos cuerpos humanos, sencillamente, se habían desintegrado. En la zona del río el espectáculo era especialmente dantesco. Un buen número de refugiados resultaron masacrados; el olor a carne quemada se extendía a lo largo de muchos kilómetros y era imposible evitar aspirarlo. Aquel día y los posteriores, un buen número de dresdenienses supervivientes tamizaron con sus vómitos las ruinas y cráteres de su ciudad.

La formación de la Feuersturm había sido un éxito. Una gigantesca bola de fuego recorría las calles, abarcándolo todo. No era posible escapar a ella. Se movía caprichosamente, empujada por las galerías, las calles, las corrientes de aire, a gran velocidad. La temperatura subía casi a los mil grados centígrados. Todo signo de vida desaparecía no ya a su contacto, sino incluso ante su proximidad. Los seres humanos se desvanecían, como si jamás hubieran existido, sin dejar rastro.

En algunos barrios del centro, los refugios ni siquiera se habían abierto; cuando las autoridades accedieron a ellos pudieron comprobar los estragos de la asfixia. Los ancianos yacían en el suelo, las mujeres apretaban a sus críos contra el pecho y así se les ofrecían, ya cadáveres. Algunos niños que podían valerse por sí mismos habían tratado de encontrar una salida, pero se agolpaban en las escaleras, junto a la puerta, envenenados por los gases y embutidos en sus disfraces del Fasching, la celebración del martes de Carnaval, la fiesta de los niños.

El Masterbomber de los Lancaster, a los mandos del Mosquito, tras comprobar visualmente la eficacia de los lanzamientos, conectó la radio para anunciar a las tripulaciones, triunfante: «Buen bombardeo».

Desde los Lancaster de la RAF, los incendios pudieron verse durante las siguientes dos horas de vuelo. En tierra, los infortunados supervivientes alemanes se protegían como podían de la Feuersturm sin sospechar que aún restaban dos ataques más—esta vez protagonizados por la USAAF—a la mañana siguiente, cuando varios cientos de Flying Fortress de la 8.ª Fuerza Aérea de los Estados Unidos bombardearon una ciudad de la que ya no quedaba apenas nada más que el recuerdo.

Algunos de los B-17 que sobrevolaron la infortunada capital sobre el Elba llevaban escrito sobre el fuselaje, junto a distintos diseños eróticos o infantiles, la pretendida jocosidad Murder Incorporated («Asesinato S.A.»).

Los primeros en llegar a sus bases en Norfolk fueron los componentes del grupo n.º 5 de la RAF, justo a la hora del desayuno. Se encontraban agotados, tras cruzar media Europa y dar la vuelta en una noche. Apenas había huecos en sus escuadrones. Aquello había sido coser y cantar; simplemente, habían cumplido una misión más. Y ya restaba una menos para ser licenciados —los pilotos británicos debían completar treinta vuelos sobre Alemania, una vez efectuados los cuales concluían el servicio—. Engulleron unos huevos con tocino y se fueron a dormir.

En High Wycombe, Bomber Harris—informado puntualmente del desarrollo de la operación— recibía la buena nueva a su estilo. Rutinariamente, esgrimió un lápiz y dibujó una equis sobre otra ciudad alemana de la lista. Dresde había dejado de existir.

Más de siete décadas después aún permanece ignorado el número de quienes perecieron en aquella orgía de destrucción. Es improbable que, al fin y a la postre, Churchill viera colmado su propósito de matar cien mil seres humanos en una sola operación. Pero no hay datos precisos —y seguramente nunca los haya—, sólo estimaciones.Quizá la ciframás aceptable se encuentre entre los cuarenta mil y los sesenta mil. Es lo de menos. Alcanzadas ciertas magnitudes, los números pierden su sentido.

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