viernes, 7 de noviembre de 2008

Cuando se quiebran todos los mitos existentes

Cuando se quiebran todos los mitos existentes












Siempre ha existido una mitología política dominante que daba cobertura ideológica a la creación de un imperio. Trátese de Bizancio, de la Rusia de los Zares, del Sacro Imperio Romano Germánico, del Celeste Imperio Chino, del Califato de Bagdad, de la España Imperial de Felipe II, del Imperio Napoleónico, del Imperio Británico, del Reich de los Mil Años o del actual Imperio no oficial de Estados Unidos: siempre ha habido una potencia política que se ha sentido depositaria de una misión histórico-mítica transcendente. Pero independientemente o junto a ello, la gran cuestión es: qué nuevo mito, qué mitología política y metapolítica con verdadera autoridad moral y "capacidad de convocatoria" puede refundar, sobre bases sugestivas, no ya sólo el universo político mundial, sino el propio universo, más decisivo, del espíritu y de la cultura.
La muerte y el retorno del mito político

Desde Platón, y más recientemente desde Mircea Eliade, sabemos que en el principio era el mito. No existe ninguna comunidad humana que no se fundamente en un relato mítico que explique su origen y su devenir, y que marque un rumbo para su futuro. Y esta idea es válida también para el universo político y para la historia humana en general.

Ciertamente, la Filosofía de la Historia no atraviesa hoy por sus mejores momentos. Estrella rutilante de la especulación intelectual durante siglos, el escepticismo epistemológico de la posmodernidad parece haberla condenado al ostracismo. ¿Hacia dónde va el mundo, se nos pregunta? En el pasado, desde San Agustín hasta Hegel, Comte y Marx, creímos saberlo (véase al respecto el clásico estudio de Karl Löwith); pero hoy todas nuestras certezas han quedado arruinadas. ¿Quién se atreve hoy, exponiéndose al descrédito entre la tribu filosófica, a proponer aún una Filosofía de la Historia en sentido fuerte, genuinamente metafísico? La Historia…, la Historia es un río errante de curso caprichoso. Todavía más: es una abstracción, una entelequia, un flatus vocis: pues sólo existen las historias individuales, no menos erráticas que ese fantasma de la Historia con mayúsculas (Lyotard). En definitiva: la Historia ha muerto.

Ahora bien: como todos sabemos, en el mundo de la filosofía hay muertos que gozan de muy buena salud. Tras la caída del Muro de Berlín, sólo el mito político de un Occidente globalizado y de una democracia liberal planetaria parecía poseer fuerza suficiente para subsistir durante siglos, quizá imponiéndose de manera definitiva. Fukuyama se convertía por aquel entonces en la gran estrella intelectual de Occidente, a pesar del desagrado que despertaba entre muchos de sus colegas europeos. Años después, Huntington le sucedía en tan ansiado trono, proponiendo una teoría de tintes mucho más sombríos, y los atentados apocalípticos de Al Qaeda parecían concederle la razón. “Bien, cierto –admiten los posmodernos–: la Historia aún no se ha acabado del todo; pero está en curso de hacerlo. Todavía hemos de contar con ramalazos de violencia, estallidos de furia ciega y conflictos incontrolados allende Europa. Pero la Historia en sentido fuerte ha terminado”.

Diagnóstico fallido, una vez más: contra las prisas de los sepultureros filosóficos, la Historia no ha fenecido aún. De hecho, ésta es la enseñanza más destacada de la reciente confrontación entre Rusia y Georgia en Osetia del Sur. Pero ¿no había concluido ya la partida de ajedrez geopolítico de la Guerra Fría? La dialéctica hostil entre Rusia y Occidente, ¿no pertenecía ya, como causa finita, a los manuales universitarios de la materia? Y, en fin, el mismo asesinato de Alexander Litvinenko, con la consiguiente tensión diplomática entre Gran Bretaña y el Kremlin, ¿acaso no nos suena a suceso anacrónico, como de gastada película de James Bond? Sí, por supuesto; y, sin embargo…, sin embargo, ha sucedido. El dinamismo de la Historia aún no se encuentra clausurado. Si el curso de los siglos se mueve hacia alguna parte u obedece a alguna arcana lógica metahistórica, parece obvio que esa misteriosa carrera aún no ha arribado a su meta.

Y, hablando de metas, retornamos a nuestro inicial tema del mito. Porque si “en el principio era el mito”, no es menos cierto que, en el final, también lo es. El mundo político nunca ha podido prescindir de los mitos justificadores. Roma, para cuya misión imperial Virgilio elaboró un origen mítico en la Eneida, encontró fuerzas para sostenerse mientras creyó en su misión sagrada como centro irradiador de una civilización a escala mundial –es decir, circunmediterránea, dadas las condiciones de la época-. Y siempre ha sucedido igual: en todas las épocas ha existido una mitología política dominante que daba cobertura ideológica a la creación de un imperio con vocación al menos tendencialmente universal. Trátese de Bizancio, de la Rusia de los Zares –la “Tercera Roma”–, del Sacro Imperio Romano Germánico, del Celeste Imperio Chino, del Califato de Bagdad, de la España Imperial de Felipe II, del Imperio Napoleónico, del Imperio Británico de la Reina Isabel, del Reich de los Mil Años o del actual Imperio no oficial de Estados Unidos, todas las épocas han asistido al surgimiento de una potencia política que se ha sentido depositaria de una misión histórico-mítica transcendente y ha presentado su candidatura a la hegemonía planetaria. Pero, ¿quizá este axioma encuentre en nuestros días una inesperada excepción? ¿Tal vez la mitología política se encamina hacia un inexorable final, en beneficio de la “gestión racional, pragmática y dialógica de los intereses internacionales”?

De la razón a la biología: una deriva peligrosa

La anterior posibilidad resulta muy dudosa. La ONU, con sus buenas intenciones de alcance más que timorato, nos hace creer en el bello e ingenuo sueño de la racionalidad diplomática. Pero, por debajo de tan presentable superficie, discurren, turbulentas como siempre, las corrientes impetuosas de la Biología geopolítica, que busca por doquiera, cual criatura darwiniana, su nicho ecológico y su Lebensraum. En esta guerra por la supervivencia histórica, Spengler nos diría que Occidente, llegado a la fase alejandrina de su ciclo existencial, se dispone a entonar su particular canto del cisne. Desde esta perspectiva, la actual crisis financiera internacional no constituiría un mero accidente producido por una economía desbocada que podemos embridar, sino el signo de un kairós, de un tiempo fatal para una civilización no menos marcada por la mentira ideológica y el materialismo que el otrora imponente imperio soviético. ¿No se hallaba también el magno edificio occidental marcado por una larvaria aluminosis? Habría llegado, pues, la hora del derrumbe, de la demolición. Nietzsche, exultante, corre a prestarnos su martillo. Asistimos a la hora de derruir, de arrasar lo que ya no vale. Los gnósticos guenonianos baten palmas ante el triunfo de su maestro: ¿es que no sabemos que ha sonado la hora del último de los yugas? Todo cénit futuro exige un previo y doloroso nadir. ¿Qué importa, en realidad? ¿No se trata, acaso, de la ley misma del tiempo y del devenir histórico? ¿No nos ha enseñado Jünger que, tras el exilio de los dioses, ha de advenir el reinado espurio de los titanes? ¿Qué parto histórico se ha producido hasta ahora sin sangre y dolor?

Así pues, ¿aprestémonos a un pequeño Fin del Mundo, al fin de la era de Occidente? En algún sentido, es posible que así suceda. Ahora bien: en mi opinión, tal pronóstico peca, cuanto menos, de incompleto. Seguramente Spengler no carece de alguna parte de razón; pero, personalmente, la situación me parece mucho más compleja.

Dicho en pocas palabras: a mi modo de ver, lo que está sucediendo actualmente en el convulso mundo de la política internacional se relaciona con lo que podríamos llamar un periodo de “incertidumbre mitológica”. Durante una extensa época a lo largo de la mayor parte del siglo XX, la forma mítica dominante en el universo político internacional adoptó la apariencia de un enfrentamiento cuasi-arquetípico entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Se trataba de un claro conflicto básicamente ideológico entre dos formas antagónicas de entender al ser humano, la sociedad, la política, la cultura y, en definitiva, el mundo. Acabado ese conflicto tras el colapso del bloque comunista, el universo internacional quedó entregado a una molesta indeterminación morfológica. El modelo multipolar de Huntington contenía sugestivas intuiciones, pero resultaba más descriptivo y empírico que propiamente normativo. ¿Dónde encontrar las nuevas coordenadas, nítidas y bien perfiladas, del devenir político futuro? ¿Hacia dónde diablos vamos, si es que puede saberse? ¿O nos encontramos tal vez en un “mundo sin rumbo”, como afirmaba hace unos años Ignacio Ramonet?

Desde luego, en cierto sentido Ramonet tenía razón: tras la caída de la U.R.S.S., Occidente creyó caer en ese limbo atemporal de la ontología posmoderna donde no parece suceder nada importante, ni nada parece moverse hacia ningún sitio significativo (como observamos, por otra parte, en tantas vidas individuales anómicas y desnortadas). Las sacudidas del terrorismo islamista despertaron al dragón norteamericano, que consideró que su hegemonía futura sólo podía fundamentarse en una toma audaz de posiciones geoestratégicas en el corazón de Asia: como se ve, doctrina Brzezinski en estado puro (reléase El gran tablero mundial). Y en esas nos encontramos actualmente: Rusia y Estados Unidos han retomado su antigua partida de ajedrez, hoy más compleja ante la llegada de nuevos jugadores cargados de ambición: fundamentalmente, China y la India. Por su parte, Irán, hábil y astuto, mueve sus piezas en el campo de la energía y desafía el poder de los petrodólares. Se tejen por doquier alianzas secretas y pactos estratégicos. Rusia apuesta fuerte con las armas del petróleo y del gas. Europa intenta nadar y guardar la ropa, jugando cínicamente a la vez con varias barajas. Un neodarwinismo político bastante descarado parece ser la corriente hoy dominante. Y no pocos analistas internacionales señalan claras analogías con la situación existente en Europa a principios del siglo XX, antes de la Primera Guerra Mundial. Y es que, cuando ninguna otra morphé histórica sugestiva se postula como gran cauce modelador del universo político, siempre surge, como forma estructuradora residual, la sempiterna clave darwinista: el criterio certero de la supervivencia propia frente a todos los demás. Al fin y al cabo, Hobbes tenía razón en al menos una cosa: los hombres terminan luchando todos contra todos… cuando carecen de motivos suficientes para actuar de cualquier otro modo.

Cuando la necesidad del mito se convierte en urgencia

Ahora bien: ¿qué “motivos suficientes” podría haber para un proceder alternativo? ¿Qué fuerza antagónica puede oponerse a la instintiva regla de la pura lucha por la supervivencia en medio del caos? ¿No demostrará el que venza la justicia de sus pretensiones, atendiendo a ese criterio nietzscheano según el cual lo más fuerte es también lo más legítimo, verdadero y auténtico en tantos otros sentidos? Y, si el mundo perece en la refriega bajo los fulgores demoníacos de una hipotética guerra termonuclear, ¿es que acaso algo excluía realmente que esto pudiera suceder?; ¿es que Gaia no tiene derecho a librarse al fin de un virus tan nocivo, irracional y en último término cancerígeno como el ser humano, para retornar a la dicha de un nuevo devenir silencioso de millones de años bajo el imperio de las puras fuerzas de la Naturaleza?

Sólo podremos ofrecer una respuesta negativa a tal pregunta si encontramos algo realmente valioso que oponer al desasosegante reinado de un caos destructivo. Y, desde el principio de los tiempos, ¿qué se ha opuesto al caos más que el mito; y no un mito cualquiera, sino un mito que implique, por su propia esencia, un proceso dinámico de tipo centrípeto, un trabajo de construcción, reunión, jerarquización y armonización según las leyes misteriosas que convierten el universo en un kósmos, es decir, en una realidad armónica y ordenada? Los antiguos imaginaban que los cimientos de sus templos se asentaban sobre la oquedad subterránea donde dormía, encadenado, el monstruo primigenio del Caos. De esta manera, podemos concebir el Partenón como una egregia nave de piedra que se levanta, majestuosa, sobre el cadáver destrozado del Minotauro, precipitado teratológico de ese otro monstruo, inerte, que es el propio Laberinto donde mora. Y es que, en el fondo, no otra cosa necesitamos hoy: un “nuevo Partenón” para refundar, sobre bases sugestivas, no ya sólo el universo político mundial, sino el propio universo, más decisivo, del espíritu y de la cultura.

La gran pregunta –lo adivina sin dificultad el lector– es, por supuesto, qué nuevo mito, qué mitología política y meta-política con verdadera autoridad moral y “capacidad de convocatoria” puede sustituir a la inquietante dinámica neodarwinista a la que actualmente se entregan las principales potencias del mundo.

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