sábado, 14 de marzo de 2009

Nicolas Sarkozy le regala Francia a la OTAN

Nicolas Sarkozy le regala Francia a la OTAN


ALAIN DE BENOIST

Ya es oficial, pero se anunciará con ocasión de la Cumbre del próximo 3 y 4 de abril en Estrasburgo y Kehl destinada a conmemorar el 60.º aniversario de la Alianza Atlántica: Francia va volver a las estructuras militares integradas de la OTAN. Nicolas Sarkozy modifica así brutalmente la decisión adoptada en marzo de 1966 por el general de Gaulle, cuando éste, habiendo planteado claramente el problema de la compatibilidad de la OTAN con los intereses y la independencia de su país, había proclamado la intención de Francia de recuperar “el pleno ejercicio de su soberanía”, habiendo retirado a los soldados franceses de las estructuras que colocan a las fuerzas aliadas bajo la autoridad de los Estados Unidos, al tiempo que exigía el desmantelamiento de todas las instalaciones estadounidenses emplazadas en el suelo nacional (lo que llevó a transferir a Bélgica el Mando Supremo de la Organización, hasta entonces instalado a Rocquencourt, cerca de Versalles).

Se trata de una decisión de graves consecuencias políticas y diplomáticas, pero que en realidad no es sorprendente. Entre 1995 y 1997, siendo Alain Juppé primer ministro de Chirac, Francia ya había considerado la posibilidad de reintegrarse en la OTAN a cambio de obtener el mando militar del flanco sur de la Alianza, en Nápoles, cosa que los Estados Unidos, poco dispuestos a colocar bajo autoridad extranjera el mando de su VI Flota, rechazaron de inmediato. Desde entonces, las tropas francesas, ya comprometidas con los Estados Unidos durante la primera guerra del Golfo, también han estado al lado de las fuerzas de la OTAN en la guerra de la ex Yugoslavia y más tarde en Afganistán.

La cuestión que se plantea es, en realidad, ésta: ¿por qué Nicolas Sarkozy ha decidido romper con la política exterior seguida por Francia desde hace más de cuarenta años, optando por integrarse en una “nueva OTAN”, convertida actualmente en una coalición occidental que tiene por objetivo llevar la guerra a los confines de la tierra para defender los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos?

Hay quienes indican dos razones. La primera es que, al volver a la OTAN, Francia podrá influir mejor pesar sobre las orientaciones y reorganización de ésta. La segunda es que, de tal modo, Francia tendrá mayor fuerza para construir un polo europeo de defensa y desarmar a las reticencias de aquéllos de sus asociados que no quieren a ningún precio una defensa europea independiente de la OTAN.

Es una ilusión creer, que estando “dentro”, se influirá mejor sobre la evolución interna de la Alianza. Los británicos o los alemanes, fieles socios de los norteamericanos, ¿han conseguido alguna vez influir en lo que sea sobre las estrategias de la OTAN? Además, cualquier diplomático, incluso principiante, sabe que antes de hacer una concesión es cuando se negocia su contrapartida, y no después. Es manifiesto que no son los puestos prometido a los franceses (la dirección del cuartel general de Norfolk, en Virginia, y un mando regional en Lisboa) lo que permitirá ejercer la menor influencia. La OTAN sigue siendo más que nunca una máquina de guerra totalmente dirigida y controlada por los norteamericanos, quedando reducidos los aliados al papel de ejecutantes. Los beneficios previstos en París no son, en el mejor de los casos, sino píos deseos.

La otra razón es igualmente ingenua. El retorno de Francia a la OTAN no elimina, en efecto, ninguna de las hipotecas que pesan sobre el futuro de la Europa de la defensa, la cual queda bloqueada por las opiniones divergentes de los Estados miembros.

La defensa europea sólo puede lograrse mediante una voluntad política común que actualmente no existe. Desde la conferencia atlántica de diciembre de 1991, se sabe que los socios de Francia rechazan absolutamente establecer un sistema de defensa que pudiera alejar, por poco que fuera, los Estados Unidos del teatro europeo, de igual modo que tampoco quieren una Europa-potencia que construida fuera de la relación atlántica. Por lo demás, el principio de la defensa europea autónoma queda expresamente excluido por el Tratado de Maastricht, según el cual “la Organización del Tratado del Atlántico Norte sigue constituyendo para los Estados miembros el fundamento de su defensa colectiva y el organismo destinado a aplicarla”. En tales condiciones, presentar la reintegración de Francia en la OTAN como susceptible de dar “nuevo impulso” a una verdadera defensa europea sólo puede ser una quimera. Ese regreso, por el contrario, no puede sino reforzar en sus posiciones a quienes han optado por la facilidad y la renuncia.

Bien acogida por supuesto en Washington, la decisión de Nicolas Sarkozy ha provocado en Francia numerosas críticas, procedentes tanto de la derecha como de la izquierda. El ex primer ministro Dominique de Villepin ha hablado de una “debilitación” de Francia en el plano diplomático. Alain Juppé se ha mostrado preocupado por el “gran engaño”. El independentista Nicolas Dupont-Aignan se ha referiddo a una “falta histórica de incalculable gravedad”. El antiguo diputado de la UMP Daniel Garrigues ha llegado a hablar de “traición”. Por su parte, François Fillon ha pedido a los diputados el voto a favor del mantenimiento de su gobierno, pero mucho se hombre a cuidado de no aceptar la solicitud de referéndum efectuada por François Bayrou y Nicolas Dupont-Aignan.

La decisión tomada en 1966 por el general de Gaulle estaba implícitamente motivada por la voluntad de mantener la dimensión mantener la dimensión multipolar del mundo. La de Nicolas Sarkozy, adoptada sin concertación previa, sin debate político y sin que el pueblo sea consultado, da el golpe de gracia a toda la práctica diplomática de sus predecesores. Será inevitablemente interpretada como la marca de una “banalización” de la postura de Francia, de un debilitamiento de su autonomía y de la renuncia a sus ambiciones. El general de Gaulle decía: “Quiero a Europa para que sea europea, es decir, para que no sea estadounidenses”. Nicolas Sarkozy, en cambio, le regala Francia a la OTAN, es decir, a los Estados Unidos.

miércoles, 4 de marzo de 2009

“¡Vivan las dictaduras!”

“¡Vivan las dictaduras!”


Por Claudio Paolillo







¿Puede una dictadura ser “legal”? ¿Puede ser “constitucional” o, incluso, “democrática”? Aunque los binomios dictadura-ley, dictadura-constitución y dictadura-democracia están formados por palabras que expresan radicales antinomias, de cuando en cuando a la Humanidad le da por parir personajes que consiguen, durante un tiempo histórico relativamente breve, hacer pasar en ciertas sociedades esas flagrantes contradicciones como si fueran armoniosas parejas que se complementan mutuamente.

Los antecedentes intelectuales del nazismo —y el propio nazismo— fueron un excelente ejemplo de eso. Cuando en enero de 1871, Bismarck creó el “Segundo Reich”, una fachada democrática encubrió la verdadera naturaleza del régimen. El imperio alemán fungía como “democrático” a través del Reichstag, pero sus miembros, electos mediante el voto universal masculino, tenían escasísimos poderes. El poder radicaba esencialmente en el emperador, que designaba por sí y ante sí al canciller, quien era responsable por sus actos ante el emperador y no debía rendir cuentas al Reichstag. La Asamblea no podía mantener ni derribar al canciller, porque esto era una prerrogativa del monarca. “En contraste con el desarrollo conseguido en otros países de Occidente, la idea de democracia del pueblo soberano, de la supremacía del Parlamento, nunca llegó a echar raíces en Alemania, ni siquiera después de haber comenzado el siglo XX”, comenta William L. Shirer en su magnífica obra “Auge y caída del Tercer Reich” (1). De modo que la “democracia” de Bismarck era, en realidad, una autocracia militarista dirigida por el emperador.

En la primera mitad del siglo XIX, Hegel, desde su cátedra en la Universidad de Berlín, glorificó al Estado como algo “supremo” en la vida humana. Hegel sostenía que el Estado lo era todo, o casi todo, y que tenía “el derecho supremo contra el individuo, cuyo supremo deber es ser miembro del Estado”. El filósofo alemán llamaba “héroes” a los conductores del Estado y les aconsejaba: “pretensiones morales irrelevantes de por sí no deben ser puestas en colisión con consideraciones históricas de valor mundial y con el cumplimiento de las mismas. La letanía de virtudes privadas, modestia, humildad, filantropía y paciencia no debe alzarse contra eso. Una forma tan poderosa —el Estado— tiene que hollar muchas flores inocentes, hacer añicos muchos objetos en su camino”. No fue casualidad que Marx y Lenin se inspiraran en estas enseñanzas de Hegel para la fundación del comunismo. Tampoco lo fue que Bismarck y Hitler abrevaran en el pensamiento hegeliano para imponer, el primero, la autocracia durante el “Segundo Reich” y, el segundo, el nazismo durante el “Tercer Reich”.

Todo esto viene a cuento por la reciente consagración plebiscitaria de la dictadura cívico-militar de Venezuela, que dirige el teniente coronel Hugo Chávez. No son pocos los políticos, periodistas e intelectuales latinoamericanos que ven en ese país —y así lo proclaman— una “democracia”. Cuentan las veces que Chávez ganó elecciones o referendos y eso les alcanza para exclamar a los cuatro vientos que el régimen del ex paracaidista golpista es una democracia sin tachas ni sombras.

Olvidan, por cierto, las mismas cosas que por complicidad o estupidez “dejaron escapar” los contemporáneos de Lenin y de Hitler. Olvidan que Chávez llama a los opositores “mierda” (como Lenin les llamaba “cucarachas” y Hitler “basura”), olvidan que el Poder Legislativo está sometido a la voluntad del comandante, olvidan que los jueces y los fiscales no pueden hacer nada que moleste al dictador sin sufrir las consecuencias correspondientes sobre sus carreras y personas, olvidan que la prensa independiente o crítica vive asediada todos los días por los “camisas rojas”, olvidan que el “presidente democrático” usó todos los recursos del Estado como si le fueran propios para ganar el plebiscito y olvidan que la población venezolana vive bajo un clima de intimidación y de miedo que imposibilita conocer cuál es su auténtico sentir. Igual que los cubanos.

Pero, además de olvidadizos, hay entre estos señores gente que se acomoda, gente que se asusta y gente que padece de una ingenuidad infantil. Aunque también los hay hipócritas y personas con mentalidad genuinamente totalitaria. Estos últimos son los mismos que se rasgaban las vestiduras, con razón, cuando pedían el retorno de la democracia tras las dictaduras “de derecha” de los años ‘60, ‘70 y ‘80 en América Latina, pero ahora, cuando las dictaduras son “de izquierda” y los mismos valores básicos son violentados —las libertades individuales, el derecho a disentir, el derecho a reunirse pacíficamente, la separación de poderes, una justicia independiente, etc.—, no reclaman que vuelva la democracia sino que dicen: “esto es la democracia”.

Y de toda esta ralea —olvidadizos, acomodaticios, pusilánimes, ingenuos, hipócritas y totalitarios— hay muchos personeros en el Uruguay, tanto entre el pueblo común como en la clase dirigente, algunos de ellos con pretensiones políticas de alto vuelo. Además, como es notorio, el gobierno de Uruguay es socio del gobierno de Venezuela desde el punto de vista político (Uruguay ya aprobó la integración de Venezuela al Mercosur) y desde el punto de vista económico (Venezuela ha concretado desde el año 2005 millonarias inversiones en Uruguay, algunas de ellas de dudoso origen y otras de inobjetable destino ruinoso).

Ojalá fueran todos únicamente olvidadizos, porque entonces bastaría con recordarles algunas lecciones de la historia para que recapacitaran. Por ejemplo: cuando Hitler fue a prisión en Alemania por intentar derrocar a la República, le comentó a Karl Ludecke, uno de sus secuaces, cuál sería su futura estrategia: “Cuando vuelva al trabajo activo será necesario seguir una nueva política. En vez de actuar por medio de la fuerza para conseguir el poder, tendremos que agachar la cabeza e ingresar en el Reichstag para oponernos a los diputados católicos y marxistas. Si vencerlos en las elecciones nos lleva más tiempo que expulsarlos, al menos el resultado estará garantizado por su propia Constitución. Todo proceso legal es lento...Pero más tarde o más temprano tendremos una mayoría...y, después de eso, Alemania” (2). Luego, Hitler fue electo por el pueblo alemán e instauró su dictadura nazi a golpe de plebiscitos.

Esto es exactamente lo que está haciendo Chávez en Venezuela: utiliza la democracia como atajo para instalar una tiranía. Y esto es lo que, por ingenuidad o por convicción, están avalando en Uruguay y en otros lugares los que se felicitan por el “ejemplo democrático” de Venezuela.

Hace poco, un lector anónimo —de esos que pululan al amparo de la irresponsabilidad que impera en la Internet— exclamó “¡que vivan las dictaduras!”, luego de confesar su admiración por los pretendidos “logros” del régimen cubano.

Pues, señor anónimo y todos los demás: las dictaduras son todas malas. No importa si se presentan como “de izquierda” o “de derecha”. Si no creen en eso, entonces no creen en la libertad. Y esto, al final, es lo único que importa.

(1) William L. Shirer, “Auge y caída del III Reich”, Editorial “Casal I Vall”, 1962, pág. 113 y 114
(2) Op. Cit., pág. 137